Escribir que Raúl se retira es casi como descubrirle una utilidad al Senado. Y no estamos proponiendo a Raúl como senador, sino encaramándole al panteón institucional que le pertenece por derecho. Raúl es el jugador-institución, un éxito del sistema, el espejo de canteranos que aún conservan la fe en la vía meritocrática hacia la leyenda.
La ejemplaridad de Raúl es categórica también para lo menos bueno. Nosotros ya hace mucho que le perdonamos la forma poco decorosa en que salió del Club, sin escatimar un céntimo, o la propensión al despotismo con que timoneaba el vestuario, vetando la contratación de delanteros más jóvenes, por tanto no necesitados de cámaras hipobáricas para pelear el puesto. Pero al sector recalcitrante de la afición habría que ponerle hoy el vídeo glorioso de los goles del 7 y espiarle mientras tanto el lacrimal: si se mantiene perfectamente seco, ahí no hay un madridista.
Yo tenía 12 años cuando lo vi debutar y desde su gol inaugural contra el Atleti a pase de Laudrup lo adopté como jugador favorito. Toda mi generación de vikingos lo hizo. Crecimos y acrisolamos nuestros colores con los goles de Raúl, que eran muy distintos a los de Cristiano: menos espectaculares, menos abundantes… y más decisivos. Raúl, de hecho, funda un paradigma del gol: el tanto oportunista, ese que se empuja con cualquier parte del aparato locomotor (con frecuencia la menos airosa). El gol que se cosecha no por la facilidad del superdotado sino tras hora y pico de vendimia. Los metió también vistosos, y acuñó el aguanís y la cuchara. Pero lo suyo era el gol por tenacidad, el coraje recompensado. He ahí la médula de su ejemplaridad: niños, si no tenéis el cuerpo de Cristiano o el don de Messi, aún podéis tener el corazón de Raúl.