En principio nadie ha condenado a la juventud a ser necia, del mismo modo que nadie ha condenado a la sabiduría a ser pobre, excusa que blandía Séneca cuando le reprochaban que un multimillonario como él fuera predicando el estoicismo. Alberto Garzón no es rico todavía pero aún es joven, y no es más necio de lo que estrictamente estipula hacer profesión de comunismo. Ayer salió de Moncloa muy digno clamando que no participará de ese «teatrillo del pacto» mientras secretamente en su interior agradecía que alguien le llamara a participar de cualquier cosa pública. Uno no renuncia con facilidad a ese optimismo improbable que nace de un pesimismo preventivo, pero Garzón, tan auténtico siempre, no logró colorear mi gris expectativa y evacuó la necedad habitual.
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El formol delicioso de Julio Camba
Parece una paradoja que el auge editorial de Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884-Madrid, 1962) coincida con la ruina del periodismo tradicional, amén del cincuentenario de su muerte que se conmemoró el año pasado. Asombra la vigencia de la prosa cambiana en su estilo y en sus temas, sancionada por el favor de nuevas generaciones de lectores que descubren al gran genio español del columnismo del siglo XX ahora que cualquier bloguero con pretensiones se llama a sí mismo columnista. Pero quizá no sea tan paradójico el resurgir de Camba (a quien hace diez años nadie leía ni reeditaba en este país) en tiempos críticos para el periodismo, porque es conocida la facultad selectiva de las crisis para expurgar únicamente lo mejor con cierto ánimo de reivindicación. Y Camba no sólo es de lo mejor que le ha pasado a la historia del periodismo español, sino de lo mejor que podría sucederle a su futuro.
La editorial sevillana Renacimiento, con un primor ya reconocible, publica ahora las crónicas escritas por Julio Camba entre 1912 y 1915, siendo corresponsal en Alemania para La Tribuna primero y para el ABC de Torcuato Luca de Tena después:
–Pero si yo no sé alemán.
–Eso no importa, lo hará usted muy bien –le contestó el fundador de ABC.
Camba, que venía de cubrir las corresponsalías más excitantes de Londres y, sobre todo, de París, encaró Berlín con una desgana que la siempre fina ironía de sus artículos deja traslucir perfectamente. «Yo soy el hombre menos alemán del mundo», declaraba, y aunque pasó allí dos años y escribió algunas de las mejores crónicas de su vida periodística, nunca llegaría a encariñarse de lo germánico. Regresó aliviado a Madrid en los inicios de la Gran Guerra, aunque él dijo que volvía por aprensión de sabiduría, porque empezaba a notarse «síntomas así como de ir adquiriendo un criterio científico para todas las cosas» y él no quería defraudar a sus amigos castizos del café volviendo del país de Kant hecho un sabio de levita.
El hombre (y la mujer) de Vitrubio
Durante siglos la crítica occidental vivió a salvo de Oscar Wilde y pensó pacíficamente que el arte imitaba a la naturaleza y no al revés. El arquitecto romano Vitrubio, conservador devoto de los órdenes griegos y formulador del canon arquitectónico indiscutido hasta el Barroco, expresó la idea de que las columnas, por ejemplo, no son sino las copias artificiales de los árboles sobre los que en edades primitivas se apoyaban las techumbres de los edificios. Fue el mismo Vitrubio quien calculó la medida armónica del hombre que luego plasmaría famosamente Leonardo. Y fue Vitrubio quien explicó que las proporciones de las columnas clásicas se basaban en las proporciones del cuerpo humano, con tres órdenes correspondientes a tres formas ideales de lo corporal: el dórico a las del varón, el jónico a las de la mujer y el corintio a las de la doncella, señorita o muchacha en flor.
Sería interesante recorrer, por ejemplo, los edificios públicos de Madrid con el libro de Vitrubio en la mano y con ganas de aplicarlo rigurosamente. Las consecuencias son fastuosas, seguramente injustas e indudablemente cómicas. Sin salir de la almendra central, nos topamos con la sede de la Real Academia Española, cuya limpia fachada neoclásica se sustenta sobre columnas de orden dórico, como expresando el predominio de lo masculino en una institución que aún hoy cuenta con solo seis académicas de cuarenta y seis sillones ocupados. Y si la dórica RAE se resiste a la feminidad, como decía Vitrubio, qué diremos de los pintores de El Prado, cuya fachada precedida por Velázquez repite el orden dórico con sereno, sobrio, viril neoclasicismo.
La idea vitrubiana de feminidad señorea, en cambio, la columnata jónica del Instituto Cervantes, con sus imponentes cariátides custodiando el chaflán. Si reparamos en que el hoy Instituto Cervantes se diseñó para Banco Central, podríamos concluir que su arquitecto vino a subrayar el tópico bíblico de la mujer hacendosa, o bien la deidad grecolatina de la feracidad, es decir, ese talento crematístico, ese don para la administración de los dineros que siempre se ha atribuido a las mujeres, según Pla «el ser antirromántico por excelencia».
Las cinco falacias de nuestro periodismo
[Me anuncia el director de Revista de Libros, Álvaro Delgado-Gal, que muy pronto la revista conocerá un relanzamiento digital de primera magnitud. Como crítico de RdeL desde hace tres años y medio, me llena de alegría la noticia y me apresto a la tarea. Pronto reseñaré un nuevo y delicioso Camba, y postearé algún artículo en su galería de blogueros.
Para celebrarlo, copio aquí mi primera colaboración en RdeL, número de enero de 2010, que tanta ilusión me hizo dada la categoría de la publicación, y que cosecharía este generoso comentario de Arcadi Espada en su blog. Yo creo que su contenido no ha caducado en este tiempo. Si acaso la cosa ha acelerado su degeneración y la denuncia ganado pertinencia. Pero juzguen ustedes mismos]
(…)
Los periodistas de hoy han padecido la formación tecnicista y hueca de una universidad decadente, que es aquella que se obsesiona con enseñar cosas útiles y con «preparar a los estudiantes para el mercado laboral», con Bolonia como estación término, o terminal. ¿Debemos recordar una vez más que la universidad se creó precisamente para enseñar lo inútil, para cultivar el espíritu de las personas que tenían la suerte de no tener que apacentar ganado –algo muy útil, desde luego– para vivir? El humanista primero aprende a pensar, y luego va conociendo y perfeccionando los trucos y las técnicas de un oficio tan intuitivo y experimental como el de periodista. (Los titulados lloriquean por el intrusismo en vez de formarse mejor para batir a la competencia.) ¿Por qué nadie dice de una vez que los periodistas de la primera mitad del siglo XX, y aun los del franquismo –adictos o no al régimen–, estaban incomparablemente mejor preparados que los de hoy, en términos generales, y a despecho de tanto avance tecnológico? ¿Por qué en las facultades de Periodismo no se olvidan un poco de tanta práctica técnica y obligan a leer a los cinco periodistas citados hasta que los alumnos dominen la lengua castellana siquiera como la mitad de la mitad de cada uno de ellos, ninguno de los cuales por cierto –oh, sacrilegio– estudió la carrera de Periodismo? Sin embargo, son sus retratos los que cuelgan de las paredes de un pasillo del Congreso de los Diputados, junto a la sala de prensa.
Qué escándalo, aquí se lee
A riesgo de que Hughes nos llame cursis, con razón, llevamos gastados 80 pavos que no tengo en libros, libros de papel, adquiridos con toda la intención escandalosa de leerlos, que sería la manera de conjurar la cursilería en favor de una elegante soledad. Reconozco que comprar libros todavía no constituye una lacra social equiparable a no tener móvil, pero todo llegará.
Viejo prematuro, uno compra libros ya sólo en librerías de lance, en los tres o cuatro paraísos analógicos y anacrónicos diseminados por mi Barrio de las Letras, donde tienen a los autores que me interesan, que son los que están muertos, normalmente asesinados o muertos por propia mano, pero en cualquier caso incapaces de aprobar el mundo actual. En los últimos días he adquirido una rareza de Borges, el vitriolo literario del maligno Alberto Guillén que me recomendó Ignacio Ruiz Quintano, los cuentos futbolísticos de Fontanarrosa que me aconsejó Gistau y un ejemplar de las Vidas de muertos de Anzoátegui con el que vengo a subrayar la antecitada necrofilia de mis anaqueles.
La Revista de Libros, que tiene la generosidad de contar con mis servicios de crítico literario -que es para lo que estudié, en puridad-, publica aquí sus recomendaciones librescas, entre las que yo propongo un ensayo contra la epidemia tertuliana y unos relatos del punzante O’Henry, por si ustedes también gustan de escandalizar al personal.
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Espada y la venenosa faloides de la leyenda
«La memoria de los diplomáticos europeos que trataron de salvar la vida de las comunidades judías cuajó por esa película. Se trata del mérito de La lista de Schindler y del cine de la historia, en general. La otra cara del mérito son los problemas que tiene cualquier escritor cuando vuelve sobre un hecho que el cine ha narrado y comprueba con desesperación que escribir es corregir»
Esta declaración de intenciones colada in medias res resume tanto el tema como la intención del laborioso libro que acaba de publicar Arcadi Espada. Durante cinco años, el periodista barcelonés, que se ha ganado a pulso la personalización terca del escrúpulo en el discernimiento entre fiction y faction, ha indagado en la gloria poco esclarecida que corresponde a un reducido grupo de inequívocos franquistas, capitaneados por el embajador Ángel Sanz Briz, que se jugó la vida por salvar la de millares de judíos durante el invierno caníbal que en 1944 desató el terror en la capital húngara, gobernada por asesinos de razas y asediada por criminales de clases. Por ese infierno minuciosamente recreado por el cine se movieron Sanz Briz y su equipo de justos –la secretaria Elisabeth Tourné, el abogado húngaro Zoltán Farkas y el judío italiano Giorgio Perlasca– y por aquel escenario semivelado se mueve, separando la leyenda de los hechos, la navaja de Espada para hacer aflorar una verdad histórica mucho menos provocadora de lo que parece: que hubo virtud no ya bajo el franquismo, sino directamente en su nombre. A estas alturas de trayectoria –heredera del talante antisectario de un Chaves Nogales–, al autor le importa poco contradecir la historiografía oficial antinazi que en toda Europa –no sólo en España– ha patrimonializado la izquierda, aunque ello le acarree la incomprensión de los que viven cómodos en la estricta simetría.
Porque En nombre de Franco logra acreditar que hubo «franquistas buenos»: heroicos, de hecho. Que Sanz Briz fue uno de los primeros diplomáticos europeos en alertar con un detallado y puntual informe de la puesta en marcha de la Shoah cuando nadie aún le daba crédito. Que, amparado oficialmente por la cadena de mando que, a través del falangista Javier Martínez de Bedoya, llegaba hasta el mismo ministro de Exteriores, Francisco Gómez-Jordana, usó la condición neutral de España en la contienda para expedir pasaportes españoles a judíos húngaros en trance inminente de deportación a los hornos nazis. Que la jerarquía franquista, evidentemente, no impulsó esta estrategia projudía por meras razones de humanidad, sino por cálculo político, pues su respaldo a las gestiones salvíficas de Sanz Briz se hizo más expreso según crecía la evidencia de que el Eje perdería la guerra. Que Sanz Briz abandonó la legación con el permiso del Gobierno español ante el riesgo cierto de muerte que corría cuando los rojos –a los que había combatido en la guerra civil española– entraran en Budapest, tras asegurarse que 2.295 judíos se hallaban sanos y salvos al día de su partida. Que su sucesor en la embajada, Giorgio Perlasca, continuó la labor salvadora y más tarde quiso atribuirse en los periódicos y en sus libros todo el mérito, encaramando su propia figura sobre la supuesta cobardía del español huido, cuya elegancia personal le impidió en vida blasonar de su gesta y cuya memoria no ha conocido el enaltecimiento debido hasta la publicación de este libro.