Archivo de la categoría: Revista de Libros

Guardería Moncloa

¿Te imaginas?

¿Te imaginas?

En principio nadie ha condenado a la juventud a ser necia, del mismo modo que nadie ha condenado a la sabiduría a ser pobre, excusa que blandía Séneca cuando le reprochaban que un multimillonario como él fuera predicando el estoicismo. Alberto Garzón no es rico todavía pero aún es joven, y no es más necio de lo que estrictamente estipula hacer profesión de comunismo. Ayer salió de Moncloa muy digno clamando que no participará de ese «teatrillo del pacto» mientras secretamente en su interior agradecía que alguien le llamara a participar de cualquier cosa pública. Uno no renuncia con facilidad a ese optimismo improbable que nace de un pesimismo preventivo, pero Garzón, tan auténtico siempre, no logró colorear mi gris expectativa y evacuó la necedad habitual.

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La reseña más perspicaz de La granja humana la ha escrito el profesor Arias Maldonado en Revista de Libros

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3 noviembre, 2015 · 16:09

España bien vale un partido

La foto de la bendita excepción a una regla triste: la de las identidades compatibles. La distribuyó EFE y fue tomada (en Viena) en 2008.

La foto de la bendita excepción a una regla triste: la de las identidades excluyentes. La distribuyó EFE y fue tomada (en Viena) en 2008.

«La comunidad imaginada de millones de seres parece más real bajo la forma de un equipo de once personas cuyo nombre conocemos»: la puntería de este aserto de Eric Hobsbawm puede probarse perfectamente en el campo de pruebas del fútbol español, teatro de identidades siempre en conflicto que ha analizado con académico rigor Alejandro Quiroga Fernández de Soto, profesor en Newcastle y Alcalá de Henares y autor de varios trabajos sobre historia contemporánea de España.

Mucho ha tardado la investigación universitaria en elevar el fútbol a categoría de estudio serio. De hecho, este es el primer ejemplo acabado que conozco, muy alejado del tono banderizo, informal, adocenado y agotador que caracteriza este boom editorial de libros de fútbol que estamos viviendo a rebufo comercial del Mundial de Brasil. Pero lo cierto es que el fútbol constituye una manifestación sociológica de primerísimo orden, tan significativa de nuestro tiempo como la moda o el cine; es quizá la mayor industria de ocio y consumo del planeta, en ascenso constante desde los años veinte del siglo pasado; y es también un poderosísimo canal de propaganda masiva y de construcción nacional. La anomalía era no haberlo estudiado antes. Como dice el autor, «a través de los comentarios futbolísticos, los medios de comunicación han reescrito en los últimos años las narrativas sobre la identidad española». Lo que es España y sus pedazos, o lo que creen ser, o lo que aspiran a ser y no son: todo ello ha quedado en las hemerotecas, retratado en el discurso deportivo que bajo distintos regímenes ha formado y deformado a los españoles, deseosos de identificarse con once personas cuyos nombres conocen y cuyo triunfo o fracaso sienten como historia viva y símbolo propio.

Mediante un escrupuloso rastreo de materiales eminentemente periodísticos, el profesor Quiroga va componiendo el retablo evolutivo de la identidad española desde el origen de la selección nacional de fútbol hasta su brillante presente, pasando por sus tribulaciones legendarias. Hablar de fútbol es una forma de hablar del estado de la nación, en España y en el mundo, e incluso quizá sea la forma más directa de hacerlo en este país atravesado de complejos y suficiencias históricas que, cuando no se exalta, se odia, y viceversa, o a la vez. Así, asistimos primero a lo que el autor denomina «la narrativa de la furia y el fracaso» que a todo aficionado no demasiado joven le resultará familiar: esa ambivalencia apasionada y fulminante que llevaba a los medios, del nodo a El País, a celebrar una épica clasificación para cuartos de final y a deplorar unos días después la enésima eliminación vergonzosa e inevitable. Este estereotipo idiosincrásico que bascula del coraje a la fatalidad dominó el relato del periodismo español –y hasta el extranjero, que se ha mecido cómodo durante décadas en el tópico de la furia roja y el quijotismo individualista de los españoles– durante todo el siglo XX, y solo cedió ante la creciente sofisticación del juego del equipo nacional a principios del siglo XXI, culminada con el ciclo triunfal de 2008 a 2012: dos Eurocopas y un Mundial.

El libro repasa los pocos pero resonantes hitos de que pudo aprovecharse la propaganda franquista para explotar su idea retórica de una España corajuda y heroica, cuya hazaña fundacional fue la plata en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920, gesta que la selección española celebró por las calles de Irún, Bilbao y San Sebastián con inequívoca adhesión local. Más tarde, de hecho, el franquismo aplaudiría el coraje ancestralmente vinculado a la raza vasca como quintaesencia de la «furia española». Esos pocos hitos gloriosos fueron el gol de Zarra en Maracaná en 1950, que dio a la selección su primer paso a semifinales de un Mundial y que motivó un telegrama caluroso de Franco por haber vencido a la Pérfida Albión; el triunfo en la Eurocopa de 1964 nada menos que contra la Unión Soviética, con todo el Bernabéu dando vivas al Caudillo y el nodo vendiendo la gesta como la consabida cruzada anticomunista; o el pírrico pero emotivo 12-1 contra Malta, que no era más que un partido de repesca, pero que sirvió para actualizar el mito de la furia española entre los andares titubeantes de la naciente democracia. A su vez, se evocan como mojones inolvidables del fatalismo nacional la cantada de Arconada ante Francia en 1984, el codazo impune de Tassotti a Luis Enrique en 1994 o el robo arbitral en el Mundial de Corea de 2002, entre tantos otros.

El autor acierta a desmontar con datos algunos mitos persistentes, como el pretendido madridismo de Franco, quien en realidad explotaba propagandísticamente lo mismo las Copas de Europa del Madrid que los triunfos de Bahamontes, Ángel Nieto, Manolo Santana o Paquito Fernández Ochoa. Lo mismo, apunta bien Quiroga, hizo luego la democracia, con Zapatero fotografiándose con «La Roja» en La Moncloa y prometiendo un ministerio de Deportes, o Rajoy acudiendo a Gdansk al debut de España en la Eurocopa de 2012 horas después de anunciar el rescate financiero del país. Especial interés revisten los capítulos que analizan los conflictos identitarios asociados al fútbol en Cataluña y el País Vasco, vehiculados a través de dos clubes que se pretenden más que clubes y lo consiguen: el Barça y el Athletic de Bilbao, el único equipo del mundo que todavía alinea únicamente a jugadores vascos o criados en clubes vascos, apelando a un anacrónico «etnorromanticismo», dice el autor, que quizás hubiera que llamar racismo a secas.

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17 junio, 2014 · 13:38

El diván de Montalbán

MVM y su hijo, DVS, en la hora del esplendor en la hierba.

MVM y su hijo, DVS, en la hora del esplendor en la hierba.

El hijo único de Manuel Vázquez Montalbán firma en propia declaración este «acto de expiación paternofilial» que cae sobre el indefenso ataúd de su padre como un último perno inclemente, desmañado, comido por óxidos varios y compatibles: el arrasador complejo de inferioridad, el ajuste de cuentas freudiano, el arranque sentimental, el memorialismo cainita, la autocompasión patética, el desahogo contra terceros, el comentario político, el acceso lírico, el brindis al sol felliniano y hasta alguna parrafada de sintaxis madura. Todo ello cabe y se sucede sin concierto en estos Recuerdos sin retorno que le han dejado publicar a Daniel Vázquez Sallés, contra el que no tenía uno nada antes de leer su libro.

El autor, quizá por encargo lucrativo, quizá animado de una generosidad filial en la efeméride del primer decenio sin el padre de Pepe Carvalho, afronta la escritura de una obra que debiera por íntimas razones haber observado un proceso más serio de elaboración, un propósito más claro de destino o, al menos, debiera su desnortado autor haber contado con una piadosa asistencia editorial, así sea por la limpia memoria del patriarca. No es que Vázquez Montalbán salga malparado de estos recuerdos filiales, ni tampoco más explorado de lo que ya estaba por el propio autobiografismo solapado de Montalbán, ni elucidado en sus posibles incoherencias, como esa de ser a un tiempo terca ama de llaves del comunismo español y teórico pionero del nuevo gourmet de clase media-alta. El delicado género de la carta al padre, para ser literatura de observación y no documentalismo de niño perdido, exige la afirmación de una nueva personalidad mediante la reivindicación orgullosa, o bien el ajusticiamiento a lo Kafka; pero la obrita digamos compuesta por el vástago de Manuel Vázquez Montalbán no hace ni una cosa ni la contraria: explota desde la portada el apellido paterno para acabar endilgándonos la confesión más idiosincrásica que original de un varón barcelonés en plena crisis de los cuarenta, hijo de padre talentoso a quien el cielo y la genética se negaron a transmitir el don, dóciles al inflexible aforismo: Quod natura non dat, Salmantica non præstat.

El texto vale como documento elocuente del tema del padre no intencional. Si Vázquez Sallés se propuso emprender un paseo proustiano por el tiempo compartido, en la práctica sólo se lame las heridas de una vida marcada (para bien y) para mal por el hierro de un papá titánico, castrante. Así los Panero. En este caso, el relato en primera persona traslada la voz de un hombre aplastado por la relevancia del destinatario al que se dirige. Unas veces lo defiende de un Arcadi Espada o un Vidal-Folch implacables con los turistas del ideal. Otras veces le reprocha su incapacidad para el cariño, o la existencia vicaria a la que la fama del padre tiene condenado al hijo: «En este planeta de los simios, no soy el puto mono de feria al que pueden lanzar cacahuetes cada vez que recuperan sus historias de la puta mili». Desde luego, si el autor aspira a un reconocimiento propio que suelte amarras con las prebendas dinásticas, no lo conseguirá con ese lenguaje.

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11 marzo, 2014 · 12:13

El formol delicioso de Julio Camba

Sus crónicas alemanas están entre lo mejor del articulista gallego.

Sus crónicas alemanas están entre lo mejor del articulista gallego.

Parece una paradoja que el auge editorial de Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884-Madrid, 1962) coincida con la ruina del periodismo tradicional, amén del cincuentenario de su muerte que se conmemoró el año pasado. Asombra la vigencia de la prosa cambiana en su estilo y en sus temas, sancionada por el favor de nuevas generaciones de lectores que descubren al gran genio español del columnismo del siglo XX ahora que cualquier bloguero con pretensiones se llama a sí mismo columnista. Pero quizá no sea tan paradójico el resurgir de Camba (a quien hace diez años nadie leía ni reeditaba en este país) en tiempos críticos para el periodismo, porque es conocida la facultad selectiva de las crisis para expurgar únicamente lo mejor con cierto ánimo de reivindicación. Y Camba no sólo es de lo mejor que le ha pasado a la historia del periodismo español, sino de lo mejor que podría sucederle a su futuro.

La editorial sevillana Renacimiento, con un primor ya reconocible, publica ahora las crónicas escritas por Julio Camba entre 1912 y 1915, siendo corresponsal en Alemania para La Tribuna primero y para el ABC de Torcuato Luca de Tena después:

–Pero si yo no sé alemán.
–Eso no importa, lo hará usted muy bien –le contestó el fundador de ABC.

Camba, que venía de cubrir las corresponsalías más excitantes de Londres y, sobre todo, de París, encaró Berlín con una desgana que la siempre fina ironía de sus artículos deja traslucir perfectamente. «Yo soy el hombre menos alemán del mundo», declaraba, y aunque pasó allí dos años y escribió algunas de las mejores crónicas de su vida periodística, nunca llegaría a encariñarse de lo germánico. Regresó aliviado a Madrid en los inicios de la Gran Guerra, aunque él dijo que volvía por aprensión de sabiduría, porque empezaba a notarse «síntomas así como de ir adquiriendo un criterio científico para todas las cosas» y él no quería defraudar a sus amigos castizos del café volviendo del país de Kant hecho un sabio de levita.

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29 noviembre, 2013 · 17:52

El hombre (y la mujer) de Vitrubio

Hombres limpiando, fijando y dando esplendor.

Hombres limpiando, fijando y dando esplendor.

Durante siglos la crítica occidental vivió a salvo de Oscar Wilde y pensó pacíficamente que el arte imitaba a la naturaleza y no al revés. El arquitecto romano Vitrubio, conservador devoto de los órdenes griegos y formulador del canon arquitectónico indiscutido hasta el Barroco, expresó la idea de que las columnas, por ejemplo, no son sino las copias artificiales de los árboles sobre los que en edades primitivas se apoyaban las techumbres de los edificios. Fue el mismo Vitrubio quien calculó la medida armónica del hombre que luego plasmaría famosamente Leonardo. Y fue Vitrubio quien explicó que las proporciones de las columnas clásicas se basaban en las proporciones del cuerpo humano, con tres órdenes correspondientes a tres formas ideales de lo corporal: el dórico a las del varón, el jónico a las de la mujer y el corintio a las de la doncella, señorita o muchacha en flor.

Sería interesante recorrer, por ejemplo, los edificios públicos de Madrid con el libro de Vitrubio en la mano y con ganas de aplicarlo rigurosamente. Las consecuencias son fastuosas, seguramente injustas e indudablemente cómicas. Sin salir de la almendra central, nos topamos con la sede de la Real Academia Española, cuya limpia fachada neoclásica se sustenta sobre columnas de orden dórico, como expresando el predominio de lo masculino en una institución que aún hoy cuenta con solo seis académicas de cuarenta y seis sillones ocupados. Y si la dórica RAE se resiste a la feminidad, como decía Vitrubio, qué diremos de los pintores de El Prado, cuya fachada precedida por Velázquez repite el orden dórico con sereno, sobrio, viril neoclasicismo.

La Bolsa o la vida, ambas femeninas.

La Bolsa o la vida, ambas femeninas.

La idea vitrubiana de feminidad señorea, en cambio, la columnata jónica del Instituto Cervantes, con sus imponentes cariátides custodiando el chaflán. Si reparamos en que el hoy Instituto Cervantes se diseñó para Banco Central, podríamos concluir que su arquitecto vino a subrayar el tópico bíblico de la mujer hacendosa, o bien la deidad grecolatina de la feracidad, es decir, ese talento crematístico, ese don para la administración de los dineros que siempre se ha atribuido a las mujeres, según Pla «el ser antirromántico por excelencia».

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4 noviembre, 2013 · 16:34

Las cinco falacias de nuestro periodismo

[Me anuncia el director de Revista de Libros, Álvaro Delgado-Gal, que muy pronto la revista conocerá un relanzamiento digital de primera magnitud. Como crítico de RdeL desde hace tres años y medio, me llena de alegría la noticia y me apresto a la tarea. Pronto reseñaré un nuevo y delicioso Camba, y postearé algún artículo en su galería de blogueros.

Para celebrarlo, copio aquí mi primera colaboración en RdeL, número de enero de 2010, que tanta ilusión me hizo dada la categoría de la publicación, y que cosecharía este generoso comentario de Arcadi Espada en su blog. Yo creo que su contenido no ha caducado en este tiempo. Si acaso la cosa ha acelerado su degeneración y la denuncia ganado pertinencia. Pero juzguen ustedes mismos]

(…)

Ruano a punto de amortajar a Azorín.

Ruano a punto de amortajar a Azorín.

Los periodistas de hoy han padecido la formación tecnicista y hueca de una universidad decadente, que es aquella que se obsesiona con enseñar cosas útiles y con «preparar a los estudiantes para el mercado laboral», con Bolonia como estación término, o terminal. ¿Debemos recordar una vez más que la universidad se creó precisamente para enseñar lo inútil, para cultivar el espíritu de las personas que tenían la suerte de no tener que apacentar ganado –algo muy útil, desde luego– para vivir? El humanista primero aprende a pensar, y luego va conociendo y perfeccionando los trucos y las técnicas de un oficio tan intuitivo y experimental como el de periodista. (Los titulados lloriquean por el intrusismo en vez de formarse mejor para batir a la competencia.) ¿Por qué nadie dice de una vez que los periodistas de la primera mitad del siglo XX, y aun los del franquismo –adictos o no al régimen–, estaban incomparablemente mejor preparados que los de hoy, en términos generales, y a despecho de tanto avance tecnológico? ¿Por qué en las facultades de Periodismo no se olvidan un poco de tanta práctica técnica y obligan a leer a los cinco periodistas citados hasta que los alumnos dominen la lengua castellana siquiera como la mitad de la mitad de cada uno de ellos, ninguno de los cuales por cierto –oh, sacrilegio– estudió la carrera de Periodismo? Sin embargo, son sus retratos los que cuelgan de las paredes de un pasillo del Congreso de los Diputados, junto a la sala de prensa.

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15 octubre, 2013 · 23:16

Qué escándalo, aquí se lee

A riesgo de que Hughes nos llame cursis, con razón, llevamos gastados 80 pavos que no tengo en libros, libros de papel, adquiridos con toda la intención escandalosa de leerlos, que sería la manera de conjurar la cursilería en favor de una elegante soledad. Reconozco que comprar libros todavía no constituye una lacra social equiparable a no tener móvil, pero todo llegará.

Viejo prematuro, uno compra libros ya sólo en librerías de lance, en los tres o cuatro paraísos analógicos y anacrónicos diseminados por mi Barrio de las Letras, donde tienen a los autores que me interesan, que son los que están muertos, normalmente asesinados o muertos por propia mano, pero en cualquier caso incapaces de aprobar el mundo actual. En los últimos días he adquirido una rareza de Borges, el vitriolo literario del maligno Alberto Guillén que me recomendó Ignacio Ruiz Quintano, los cuentos futbolísticos de Fontanarrosa que me aconsejó Gistau y un ejemplar de las Vidas de muertos de Anzoátegui con el que vengo a subrayar la antecitada necrofilia de mis anaqueles.

Borges. El ciego en su paraíso.

Borges. El ciego en su paraíso.

La Revista de Libros, que tiene la generosidad de contar con mis servicios de crítico literario -que es para lo que estudié, en puridad-, publica aquí sus recomendaciones librescas, entre las que yo propongo un ensayo contra la epidemia tertuliana y unos relatos del punzante O’Henry, por si ustedes también gustan de escandalizar al personal.

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Espada y la venenosa faloides de la leyenda

«La memoria de los diplomáticos europeos que trataron de salvar la vida de las comunidades judías cuajó por esa película. Se trata del mérito de La lista de Schindler y del cine de la historia, en general. La otra cara del mérito son los problemas que tiene cualquier escritor cuando vuelve sobre un hecho que el cine ha narrado y comprueba con desesperación que escribir es corregir»

Esta declaración de intenciones colada in medias res resume tanto el tema como la intención del laborioso libro que acaba de publicar Arcadi Espada. Durante cinco años, el periodista barcelonés, que se ha ganado a pulso la personalización terca del escrúpulo en el discernimiento entre fiction y faction, ha indagado en la gloria poco esclarecida que corresponde a un reducido grupo de inequívocos franquistas, capitaneados por el embajador Ángel Sanz Briz, que se jugó la vida por salvar la de millares de judíos durante el invierno caníbal que en 1944 desató el terror en la capital húngara, gobernada por asesinos de razas y asediada por criminales de clases. Por ese infierno minuciosamente recreado por el cine se movieron Sanz Briz y su equipo de justos –la secretaria Elisabeth Tourné, el abogado húngaro Zoltán Farkas y el judío italiano Giorgio Perlasca– y por aquel escenario semivelado se mueve, separando la leyenda de los hechos, la navaja de Espada para hacer aflorar una verdad histórica mucho menos provocadora de lo que parece: que hubo virtud no ya bajo el franquismo, sino directamente en su nombre. A estas alturas de trayectoria –heredera del talante antisectario de un Chaves Nogales–, al autor le importa poco contradecir la historiografía oficial antinazi que en toda Europa –no sólo en España– ha patrimonializado la izquierda, aunque ello le acarree la incomprensión de los que viven cómodos en la estricta simetría.

Porque En nombre de Franco logra acreditar que hubo «franquistas buenos»: heroicos, de hecho. Que Sanz Briz fue uno de los primeros diplomáticos europeos en alertar con un detallado y puntual informe de la puesta en marcha de la Shoah cuando nadie aún le daba crédito. Que, amparado oficialmente por la cadena de mando que, a través del falangista Javier Martínez de Bedoya, llegaba hasta el mismo ministro de Exteriores, Francisco Gómez-Jordana, usó la condición neutral de España en la contienda para expedir pasaportes españoles a judíos húngaros en trance inminente de deportación a los hornos nazis. Que la jerarquía franquista, evidentemente, no impulsó esta estrategia projudía por meras razones de humanidad, sino por cálculo político, pues su respaldo a las gestiones salvíficas de Sanz Briz se hizo más expreso según crecía la evidencia de que el Eje perdería la guerra. Que Sanz Briz abandonó la legación con el permiso del Gobierno español ante el riesgo cierto de muerte que corría cuando los rojos –a los que había combatido en la guerra civil española– entraran en Budapest, tras asegurarse que 2.295 judíos se hallaban sanos y salvos al día de su partida. Que su sucesor en la embajada, Giorgio Perlasca, continuó la labor salvadora y más tarde quiso atribuirse en los periódicos y en sus libros todo el mérito, encaramando su propia figura sobre la supuesta cobardía del español huido, cuya elegancia personal le impidió en vida blasonar de su gesta y cuya memoria no ha conocido el enaltecimiento debido hasta la publicación de este libro.

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12 abril, 2013 · 13:55