El 21 de julio de 2018 escribí que Pablo Casado había sido capaz de «levantar en mes y medio un liderazgo propio». Ese mes y medio era el tiempo transcurrido entre la traumática moción que desalojó a Rajoy de La Moncloa y el arranque de un proceso de primarias sin precedentes en el PP. Apurando el cáliz de la humildad confesaré que la columna llevaba por título El parto de un líder. Los hechos han demostrado que me equivoqué con estrépito, y es justo reconocerlo en este purgatorio de vanidades que ha ideado brillantemente Leyre Iglesias para atormentar el ego del columnista y expiar antiguos pecados de opinión, desatinos atropellados bajo la rueda de la actualidad y velados piadosamente por el olvido.
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Cuándo se jodió el PP
El PP tiene dos almas, la aznarista y la marianista, pero no sabemos si habrá una tercera: la casadista. Casado es un aznarista de corazón que fue ascendido a portavoz por Rajoy para competir en los medios con las caras jóvenes de Cs, de modo que estaba en la posición ideal para integrar las dos almas en mismo proyecto. Ahora bien, uno no hace política en el aire sino en el terreno mutante de la realidad, y no todos se adaptan igual a las inclemencias del tiempo y del espacio. Con el calendario en contra, Casado escogió la lealtad a falta del liderazgo -el buen líder sabe armonizar a los diferentes- y bajo esa obsesión elaboró unas listas iconoclastas que, junto con la cizaña de la ambigüedad y la corrupción, purgaban también el grano de la experiencia. Hoy este PP se estrena en el Congreso sin equipo económico reconocible, y eso es imperdonable para su electorado. Al error orgánico añadió luego el estratégico. Se equivocó primero de aliado, desempolvando a Aznar para seducir a los votantes de Vox; perdió 71 escaños, experimentó una súbita epifanía centrista a la mañana siguiente y ahora se equivoca de adversario, movilizando a Rajoy para confrontar con Cs. Fruto de su errático vagar entre dos almas es la frase sonambúlica que pronunció ayer: «No tener complejos es lo que nos hace moderados». Que es algo así como decir que no comer verdura es lo que nos hace vegetarianos.
Así que Casado tiene lo suyo, que es mucho y puede serlo todo. Pero él no es el culpable del hundimiento. El marianismo conspirativo que aguarda un descalabro el 26-M para sustituirlo por Feijóo interpreta la debacle del 28-A como un espaldarazo a su burocrática, abúlica, inercial concepción de la política. Pensar así supone añadir soberbia a la ceguera. Porque los exvotantes del PP huyen de la radiación de un estallido que se registró la tarde exacta en que un bolso reemplazó la voluntad del líder del centroderecha, ocupado en una humillante sobremesa de cálculo y alcohol. Ahí se jodió el PP. Ahí se hizo pedazos. Por esa herida sangra el español que aún confió en Rajoy cuando ya se acumulaban incumplimientos y escándalos por mero pánico a la alternativa que la moción entronizó. Y se la lamerá durante años, porque nunca se habían reído así de él. Nunca.
Don y condena de SSS
Abandona la política el político más poderoso de España (sin distinción de sexo) desde Manuel Godoy, si hemos de creer las palabras de su archienemigo Margallo. Ciertamente, hasta Soraya Sáenz de Santamaría ningún cargo público había acumulado en su persona tantas competencias ni colocado a tantos fieles en puntos decisivos del Estado. Su modesta presencia contrastaba con el temor que llegó a inspirar su nombre en el pasillo del Congreso o en el de una redacción, pero ya se sabe que la historia está plagada de bajitos temibles.
El brazo ejecutor del marianismo -aquella que suplía de buen grado la tendencia a la inacción del jefe- comunica al nuevo líder que lo deja. No tenía otra salida, puesto que su permanencia puramente testimonial en el grupo parlamentario y en el partido habría resultado humillante para quien fue dueña y señora de esa bancada durante una década. El vencedor siempre pone las condiciones, y al perdedor siempre le parecen inasumibles. Encontramos precedentes en Íñigo Errejón y Eduardo Madina, derrotados respectivamente por Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, aunque solo Madina renunció al escaño para hacer carrera en la privada. A Soraya no le faltarán ofertas jugosas, pero también podría reintegrarse a su plaza de abogada del Estado.
La hora de Darwin ha sonado en el PP
Hemos visto la renuncia de un Papa, la abdicación de un Rey y el despido de un seleccionador la víspera del Mundial. ¿Por qué no íbamos a ver a seis candidatos del PP luchar a tumba abierta por el cetro de Génova 13, allí donde toda dedocracia tuvo su asiento y toda férrea disciplina hacía su habitación? De don Mariano criticamos mucho su preferencia por el estar y su desprecio por el ser, pero estar estaba, de un modo tan incorpóreo como inequívoco -algo parecido a la gracia divina o a la Agencia Tributaria-, y todos lo sabían. De manera que durante la década impávida del marianismo (2008-2018), en el PP solo se ha movido la cinta de correr del jefe. Ahora no hay jefe, ni cinta, ni órdenes que seguir ni estribillo que corear: solo un vacío alienante que ha convertido a una tropa regular, amante de la geometría y del cuarto mandamiento, en una selva donde se emboscan los capos de guerrillas rivales que ocultan tatuajes feroces debajo de la chaqueta.
«No soy optimista», me decía esta mañana un dirigente popular. «Ojalá me equivoque, pero esto tiene pinta de que vamos a abrirnos en canal. Entiendo a Alberto: para qué cambiar una vida feliz por semejante fango». Y es verdad. Pero quien piensa así no es un político de raza, la clase de animal que se ducha cada día pensando en la pausa dramática que guardará entre el quinto y el sexto párrafo de su discurso de investidura. Ese don destructivo, ese instinto letal que le susurra por las noches los mejores trucos para arruinarle la vida a su compañero de partido quizá despierte recelo en la población civil, pero háganme caso: necesitamos gente así. La democracia necesita gente así. Ellos no son culpables de ser como son: tan solo portan una pulsión primaria que selecciona a los más aptos para resistir la erosión de la intemperie política. En el PP ha sonado la hora de Darwin, y solo puede quedar uno. O una. Y cuando lo haga, sabremos que no podía liderar el partido una persona distinta de la que ganó el congreso, porque habrá hecho todo lo imaginable para hacerlo; del mismo modo que hoy ya sabemos que Núñez Feijóo no está hecho del fuego devorador que arde en los líderes genuinos.
«En ocasiones veo fascistas»
Recuerdo la primera vez que oí la palabra fascista. Se la decía un compañero de EGB a otro que no le prestaba un boli, que ni siquiera era un boli rojo. Desde entonces hasta que Adriana Lastra confundió a Albert Rivera con José Antonio, el término ha conocido un imparable proceso de banalización. Ahora bien, sé que aquel compañero mío podría pasar por politólogo danés en sesiones como la de este miércoles en que el PSOE, preocupado por el auge de Arrimadas, se empeña en la húmeda fantasía de presentar a su socio de Gobierno en Andalucía como una troqueladora de yugos y flechas.
La estrategia es tan impúdica que convendría emitirla codificada. Aunque el pleno está pensado para controlar al Gobierno, de las seis preguntas que el grupo socialista dirigió a los ministros cuatro estaban formuladas contra Ciudadanos, abusando del calzador. Quien mejor entendió que aquello no iba con él fue el propio Gobierno, hasta el punto de que Rajoy ni siquiera compareció y la vicepresidenta se personó en salto de cama. Está bien, era un quimono. Se lo puso para aleccionar al pequeño saltamontes Domènech en la diferencia entre el yin constitucional y el yang independentista; pero este contraste resulta demasiado nítido para los comunes, que afrontan cada día la ardua misión de conciliar el nacionalismo de sus líderes con la indiferencia terruñera de sus votantes, pendientes todavía de las añejas promesas que auparon a Colau, como los desahucios. Que, como es natural, se siguen produciendo. En Cataluña y en la China popular.