No hay palabra para nombrar el dolor de la madre que pierde a su hijo. Existe el huérfano porque a su amputada condición se le reconoce aún la posibilidad de una vida digna de ese nombre, pero el lenguaje se ha negado a reservar un significante para un significado demasiado aterrador como para fijarlo en sílabas. Deberíamos empezar por aquí a juzgar la decisión de Ana Obregón de ser madre por gestación subrogada a los 68 años de edad.
Incluirlo en la crisis habría supuesto un alivio inmerecido, un blanqueamiento. La crueldad de Sánchez es infinitamente más refinada: ha querido castigar a Marlaska no echándolo de este Gobierno sino manteniéndolo en él hasta el final. Exhibiendo el túmulo de cenizas desde el que apenas humea el hilo afónico de su voz, calcinado hasta los tobillos, con todo el pasado por delante. A quién puede juzgar mañana un espectro así en un tribunal que se respete a sí mismo.
El sol de la mañana irrumpió por la izquierda del plano y prendió el parietal de don Pedro, donde arden los nombres de sus ministros fungibles y se cocina la sumisión de los que van a morir y le saludan. Pero esta vez la sien cesárea parió un ratón, o más bien dos, para sustituir a Carolina Darias y a Reyes Maroto, que tampoco parecen carne de biografía de Zweig: una será recordada por la gravosa longevidad del tapabocas y la otra por una navajita con ridícula vocación de cimitarra.
Los cronistas nos sentimos el martes como los pastorcillos de Fátima. Al filo del almuerzo, cuando don Ramón pugnaba heroicamente contra el sopor inducido por la logorrea sanchista, una luz cegadora se filtró por los balazos de Tejero y descendió hasta posarse en la tribuna, donde tomó carne bajo la forma de Yolanda Díaz. En ese mágico instante el sol se puso a dar vueltas como un cura borracho y a los leones se les derritió el bronce de puro amor. «¡Milagro!», se oyó en la bancada del Gobierno. «¡Milagro!», repicaron las redacciones de progreso. La patrona de los desiguales pisaba la cabeza del dragón fascista -el pobre Tamames miraba a los lados sin dar crédito, recordando las noches de cautiverio en Carabanchel- y anunciaba al pueblo la segunda venida del sanchismo, con ella de paloma mensajera.
Después de la comba, que Gistau sustituía por una carrerita desganada alrededor del gimnasio, el primer ejercicio que nos hacía practicar Jero era la esquiva. Me emparejaba con David y cada uno soltaba diez veces la mano -izquierda, derecha, uno, dos- hacia la cabeza del otro, que debía agacharse a tiempo para emerger de nuevo lo más rápido posible, listo para contragolpear.
La legislatura que nació de un drama en Cataluña merecía agonizar con una farsa en Madrid. Con un candidato emblemático del consenso propuesto por un partido entregado a la fabricación de disensos. Con un presidente que cerró ilegalmente el Parlamento imponiendo el filibusterismo mediante respuestas kilométricas a preguntas no formuladas. Con una vicepresidenta sin partido que trata a sus votantes como a párvulos y luego abronca a un anciano que pagó con cárcel la lucha por la democracia que ella heredó. Con una condenada por terrorismo reprochando un «error histórico» al coautor de los Pactos de la Moncloa. De este destrozo de la política institucional, degradada a superposición chillona de relatos divisivos, solo se sale de dos maneras: escarbando más hondo en la disolución populista o regresando a la edad falible pero adulta de los políticos que primero hacían y luego narraban. No al revés.
Acaba de publicarse el índice de los países más felices del mundo y España ocupa el puesto trigésimo segundo, por detrás de Estonia y por delante de Italia. Para desacreditar la lista basta señalar que la lidera Finlandia por sexto año consecutivo, posición que solo se explica por su turolense nivel de despoblación -si el infierno son los otros, como estableció Sartre, entonces Finlandia debe de ser el paraíso- o porque los encuestadores hayan preguntado a los renos. Uno pasó cierta vez por Helsinki y no sintió ni frío ni calor, seguramente porque era verano.
La chica está de espaldas, encaramada a unas sandalias dominantes, ataviada con un vestido extemporáneo en el mediodía laborable de una céntrica acera de Madrid. La chica se agarra a la verja de un palacete, como si quisiera asaltarlo. De pronto se gira bruscamente, la melena al aire de su vuelo, para clavar una estudiada mirada de desafío en el fotógrafo faldero que registra muy voluntarioso el paripé. A menudo el de la cámara no es más que un novio solícito, resistente al bochorno, entregado humildemente a la causa doméstica del modelaje amateur. Monta tu pasarela de andar por casa y desfila, diva urbana: El Retiro será tu Milán. Una pose y otra, un disparo y otro, una jornada más ejerciendo de top model de barrio, corriendo al Instagram a revelar el carrete, facturando seguidores a granel, calculando un nuevo patrocinio. La dura vida de la influencer.
RT @VMondelo: Revelamos la orden de la Generalitat para endurecer la inmersión. En cinco años, el 80% de las conversaciones de los colegios… 2 hours ago