Don José Echegaray, Nobel español y comediógrafo feble, no solo acredita el menos merecido de los grandes galardones hasta el cuarto Balón de Oro de Leo Messi. También entró en la Real Academia cinco años tarde por culpa de don Emilio Castelar, el mayor orador que ha dado la política española. Era tan buen orador que no sabía escribir sus discursos y por eso tardó cinco años en tener lista la pieza de bienvenida a Echegaray.
El propio Castelar había tardado otros nueve años en presentar el discurso de entrada cuando su insigne culo resultó bendecido con un sillón en la RAE. Los estatutos académicos obligan a leer un texto preparado con antelación, pero Castelar no había escrito un solo discurso en su vida y prefería demorar su ingreso en la Casa de los inmortales antes que coger una pluma. “Toda la prensa –cuenta don Gregorio Salvador, filólogo ilustre y también académico– comentó si, en razón de la personalidad del gran tribuno, no hubiese sido posible y, en cualquier caso, preferible olvidar por una vez lo establecido y permitirle que hablara en lugar de leer, porque en esto último no era ni sombra de lo que era al hablar”. La rectísima RAE no lo vio posible ni preferible y Castelar, al fin, escribió.
Por cierto que a otro gaditano ilustre, José María Pemán, le pasaba un poco lo mismo. Cuando le tocó a Eugenio D’Ors pronunciar su discurso de entrada en la Española, Pemán, que era quien debía darle la réplica, no llevó nada escrito: prefirió clavar la vista en unos papeles en blanco posados sobre el atril y fingir que leía un discurso que en realidad estaba improvisando.
Hoy el nombre de Castelar, liberal de Cádiz que llegó a presidente de la I República, apenas evoca el perpetuo embotellamiento de una glorieta de la Castellana. Pero si uno lee sus intervenciones parlamentarias descubre, bajo el follaje retórico y la consabida pesadez decimonónica, un cerebro prodigiosamente dotado para la sintaxis de ideas y oraciones, un dominio clásico del ritmo y la variación, una cultura vasta que armoniza con el giro improvisado, una interpretación fogosa y persuasiva; un hijo digno, en suma, de la estirpe de Demóstenes y Cicerón, de Disraeli y Churchill, de Lincoln y Mirabeau.
Hubo un tiempo en que la política fomentaba la oratoria. En que aferrarse al folio desde la tribuna del Congreso acarreaba un timbre de desdoro. El prestigio político de un aspirante –a alcalde, a diputado, a presidente– caminaba de la mano de su capacidad oratoria, promesa de aceptación en las urnas. Y si algún ambicioso llegaba a amasar poder sin pasar por el examen de la dialéctica, la anomalía se registraba mediante la concesiva de rigor: “Pese a no ser un gran orador, recabó el apoyo del partido”. Hoy la declamación política sin chuleta ha quedado restringida a los mítines de campaña, y así se dice en ellos lo que se dice. Y a veces vale más que lo que pone en la chuleta.
Uno tiene la suerte o la desgracia de ser cronista parlamentario y ha oído muy pocas intervenciones pasables en la Carrera de San Jerónimo en los tres últimos años. Se han pronunciado, sí, frases efectistas, párrafos incluso de hilada elocuencia; y hay señorías que se defienden con nota en la réplica y la contrarréplica, que son las suertes parlamentarias que exigen del orador algún talento propio, pues no cabe la lectura. En la tarea de replicar hay que decir que el presidente Rajoy es de los mejores, y esto lo digo como técnico de la palabra, al margen de ideologías. Es difícil despertarle, cierto; pero cuando un opositor lo consigue, el gallego sabe cómo ridiculizarle con poca piedad. A su estilo susurrante tampoco es malo Rubalcaba, cuya gestualidad profesoral y falso tartamudeo imitan descaradamente Eduardo Madina y algunos otros cachorros del PSOE. Elena Valenciano puede ser una pegadora notable en cuestiones de feminismo, ganando convicción y rabia según se acerque su reivindicación al tono carmesí del ideario. Wert y Gallardón tienen lecturas como para ensamblar sin papel una cita pertinente en un discurso articulado, y Sáenz de Santamaría es muy capaz de replicar con mordacidad sin caer en la frontalidad insidiosa de Rosa Díez. Duran Lleida me parece el mayor caradura de la democracia, pero si un tema le interesa sabe expresarlo con decoro, aunque personalmente suelo aprovechar sus intervenciones para salir a fumar. Recuerdo por último, y que Dios me perdone, a un portavoz de Amaiur, Iñaki Antigüedad, que celebró el retorno a las Cortes de su infame formación con un discurso potente, bien armado dentro de la paranoia criminosa en la que chapotean; creo que su locuacidad asustó a sus propios correligionarios, pues le echaron enseguida y pusieron a un cabrero en su lugar, supongo que para ganar coherencia entre su fondo y su forma.
Y sin embargo ninguno de ellos resiste la comparación no ya con los portavoces de la época de Castelar, sino con los propios actores de la Transición. Desde Felipe y Guerra hasta Blas Piñar, desde Leopoldo Calvo-Sotelo hasta Adolfo Suárez –que no había leído un libro en su vida pero dominaba la pausa dramática–, desde Tierno Galván hasta Miquel Roca: cualquiera de ellos en su mejor forma dejaría con la palabra en la boca a cualquier diputadito con cuenta en Twitter muy seguida. La deriva estrictamente verbal que va de José Antonio a Carlos Floriano produce escalofríos. El nivel discursivo que hoy impera, y que algunos han bautizado como politiqués, ya estaba prefigurado por Wenceslao Fernández Flórez en una de sus crónicas parlamentarias de 1916:
«El señor Allende tiene, además, esa funesta costumbre de los oradores nada fáciles que les obliga a repetir tres o cuatro veces el mismo concepto.
El señor Allende dice:
–Es evidente, es innegable, es positivo, es público…
Y se queda una instante como buscando algo más en el fondo de su cerebro.
–Es notorio… –agrega, después de esa labor de rebusca laboriosa.
Si se pudiesen podar, como se poda un árbol, los discursos del ex ministro, apenas se aprovecharían cincuenta palabras. Es como si en ese árbol un hacha fuese echando abajo las ramas frondosas, y más ramas, y luego la acorchada corteza, y después la madera dañada, y los nudos, y la médula blanda e inservible… Y del corpulento ejemplar, tan solo un aguzado palillo para los dientes.
El señor Allende apela siempre también a las frases hechas y busca el apoyo patriarcal de los refranes. Él os dirá que a la tercera va la vencida, y que para muestra basta un botón, y que no las hagas y no las temas. Y después se quedará tan orgulloso, como si hubiese descubierto el Mediterráneo.
El señor Allende ha hecho perder mucho tiempo a España y ha sido causa de que muchos taquígrafos y periodistas que han tenido que tomar sus discursos falleciesen de neurastenia. Los gobiernos deben preocuparse de esta cuestión. Debe haber un español heroico bien retribuido, que se encargue de leer a solas los discursos del señor Allende y condensarlos en las líneas precisas.
El infeliz no tendría una vida muy larga, pero la patria sabría recompensar su arrojo».
La oratoria ha entrado en decadencia en España, y sus políticos no son desde luego ajenos al hundimiento, como tampoco la industria del teletipo. La neurastenia es general y nos tiene al borde del fallecimiento. Pero en este artículo, y como conocedor de primera mano de la retórica política, yo encuentro que han caído mucho más bajo la oratoria empresarial y aún la oratoria periodística: esos locutores que se han creído que por avillanar el lenguaje, por hablar “como la calle”, comunican mejor. ¿Alguien se explica cómo Juan Rosell ha podido llegar a presidir la patronal hablando como habla? Entiendo que la afasia patética de Ferran Adrià no le impida cocinar, pero ¿a qué oscura virtud deben tantos tertulianos de dicción pedregosa y mente escolar su micrófono y su silla? Hay gurús que escriben libros sobre cómo aprender a hablar en público y que van por las empresas dando charlas de formación durante las cuales comprimen en frases de galleta china conectadas por flechitas de Power Point los viejos esquemas de Quintiliano. Hay truquitos de asesor de imagen para que un candidato no haga el gesto feo que le resta simpatía en directo. Pero lo cierto es que no hay más atajos para alcanzar el dominio de la palabra que la lectura, la memoria y el ejercicio.
Compruebo además que nuestros políticos hablan peor cuanto más jóvenes son. Esta observación vincularía la ineptitud expresiva con el fracaso de la educación en España y el auge de lo audiovisual, como no podía ser de otra manera. En los próximos años no creo que surja en España un Matteo Renzi, quien no ha heredado tampoco la puesta en escena de Mussolini que sedujo a Ruano y a Pla –por no hablar de la elocutio volcánica de Hitler que enamoró a Heidegger y al último salchichero del país–, pero sí ha ganado debates sin mirar un papel y sabe al menos cómo apoyar despreocupadamente el codo en un ambón.
En todo caso, la oratoria como vehículo para la persuasión social no puede morir. Dicen que la democracia y las redes sociales han desprestigiado la propia idea de púlpito, pero no es cierto: más bien ha multiplicado y empequeñecido los púlpitos: un hombre, un púlpito. Ahora, en cuanto aparece un talento y se sube a lo alto de un buen púlpito, todo el mundo deja lo que está haciendo y le presta atención. Lo que faltan son púlpitos resonantes de verdad. Nadie puede desvincular el éxito en ventas de Apple del carisma derrochado por Steve Jobs en sus míticas presentaciones de aparatitos. Ni tampoco habría sido posible la creación de la marca Obama sin su reconocida (y trabajada) facundia. El hombre ambicioso que en un mundo global tenga una idea y cultive la elocuencia necesaria para comunicarla, partirá con la ventaja decisiva que le falta al hombre de labia embotada, por preparado que esté en lo suyo. En la sociedad de la información cada vez hay menos profesiones que puedan permitirse el lujo de la inexpresividad. Quizá la excepción más flagrante a esa norma se llame Messi.
(Publicado en Suma Cultural, 22 de febrero de 2014)