Un error común entre analistas liberales consiste en seguir interpretando la política como un ámbito racional. O como uno que lo era hasta la desdichada irrupción de mamá internet y de papá populismo, progenitores de la vigente memecracia. Pero lo cierto es que jamás ha existido tal cosa como una democracia deliberativa, un ágora de sabios vigilada por una comunidad de ciudadanos autoconscientes. Eso no existía ni en la Atenas de Pericles, según prueba la injusta muerte de Sócrates. Que la contienda política se ha librado y se librará -si no lo remedia la IA- en el terreno movedizo de la emoción de masas lo sabía hasta Iván Redondo cuando reformuló solemnemente el lema cartesiano: «Yo primero me emociono y luego pienso».
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Ni un minuto de silencio, socialistas
Cuando una mujer muere asesinada a manos de su pareja se convoca un minuto de silencio a la puerta del ayuntamiento. Hace tiempo que todas las formaciones políticas participan de este ritual de repulsa, que lo es también de apoyo a las víctimas. Todos salvo Vox, que a veces opta por la ridícula transaccional de guardar el minuto de silencio pero colocándose a una distancia prudencial del resto de partidos: un absurdo sí pero no que los expone a acusaciones de mezquindad, y con razón.
Te gusta Bukele
Así que te gusta Bukele. Admiras la manera en que ha limpiado de escoria su país. Quizá al principio dudaste, pero la justicia del fin te ayudó a disculpar los medios. Ciertamente Bukele no ha engañado a nadie: prometió liberar a los salvadoreños de la tiranía de la violencia y lo ha cumplido. Con los pandilleros entre rejas el miedo se disipa y la confianza en el Estado vuelve a fluir, aunque solo fluya en una dirección. Hay pocos políticos en Occidente que puedan presentar un vínculo tan fulminante entre programa y resultado. Y hay pocos porque afortunadamente la democracia liberal aún retiene algún prestigio. No sabemos cuánto durará entre nosotros la convención humanista de que hasta al peor criminal le asisten derechos inviolables. Sí sabemos -por las series, por las novelas, por la historia, por la pandemia, hasta por la amnistía- que lo primero que sacrifica el sapiens sapiens cuando se siente acorralado es el Estado de derecho.
El voxero que se hizo sanchista
Él le gritó «¡que te vote Txapote!» y Pedro respondió «ya me ha votado». Así empezó su idilio a primera vista, una amistad instintiva bajo los ropajes equívocos del odio.
La escena sucedió en la playa. El presidente, sintiéndose al fin legitimado por las urnas -con la legitimidad que solo da quedar segundo-, se atrevió a salir a la calle, a pasear por los alrededores del palacete estival, a echarse una carrerita matutina por la arena flanqueado únicamente por cuatro guardaespaldas. Pero ninguno de los cuatro pudo evitar que un chaval que sesteaba al sol sobre su toalla se incorporara como un resorte al verle pasar y prorrumpiera en el famoso ripio.
El correo del zar y el fantasma de Vox
A Djokovic le han caído 7.000 pavos por practicar el medievo con su raqueta y el poste de la red en un momento de frustración ante Alcaraz. La rabia es un lujo que sale caro, como jamás aprenderán los franceses, aunque la multa a Nole no le complique precisamente el fin de mes. En noviembre de 2021 Pedro Sánchez tuvo que pagarle 2.420 euros al PP después de que el Supremo ratificara la sanción de la Junta Electoral por hacer campaña desde Moncloa. La neutralidad institucional es para Sánchez lo mismo que el infinito para Zapatero: algo inconcebible. Así que Pedro se encogió de hombros y se dijo: «El colchón bien vale un bizum». La Junta Electoral le ha abierto otro expediente por lo mismo: usar las instituciones como si fueran el poste de la pista central de Wimbledon cuando va palmando. Veremos qué otras cosas le da tiempo a romper estos tres días.