Una campaña electoral se parece a un certamen de relato corto que espera ganar el que miente mejor. De la reivindicación de los prodigios obrados y de la promesa de los que se obrarán el público menos ingenuo suele descontar un alto porcentaje de mala literatura hecha con buenas intenciones:de ahí el cínico aserto de que las promesas electorales solo comprometen a quienes se las creen.
Conduce su periodismo igual que su coche: sin cinturón de seguridad. Pero es tan menuda que está exenta de abrochárselo, como en cierta ocasión le explicó pacientemente a un agente de tráfico. Pilar Urbano (Valencia, 1940) merece la atribución de maestra del oficio porque no da lecciones de periodismo sino que lo sigue ejerciendo, libro tras libro. Ni la edad ni la fama logran retirarla de la pasión por la actualidad, de la documentación laboriosa, de la escritura ágil como su mente, de la narración trepidante, de la independencia probada. Se ha sumergido durante años en el procés, ha entrevistado a todos sus protagonistas y ha emergido con El alzamiento (editorial Planeta), porque pensó que no se había contado todo de la última sedición catalana. Y, sobre todo, no se había contado cómo cuenta las cosas la Urbano…
El título tiene una resonancia franquista que no parece casual: ambos alzamientos se justificaron por razones nacionales.
Yo tenía once folios con títulos, se me ocurren muchos. El editor me dijo: «Me gustaría uno que fuese como una piedra». Como un pedrada. Y se me ocurrió El alzamiento y le encantó. Pero no es mío sino de la sentencia, donde se alude a ese término 47 veces, mientras que «ensoñación» sólo se dice una vez. Y la gente se quedó con ensoñación.
Acaba de publicarse el índice de los países más felices del mundo y España ocupa el puesto trigésimo segundo, por detrás de Estonia y por delante de Italia. Para desacreditar la lista basta señalar que la lidera Finlandia por sexto año consecutivo, posición que solo se explica por su turolense nivel de despoblación -si el infierno son los otros, como estableció Sartre, entonces Finlandia debe de ser el paraíso- o porque los encuestadores hayan preguntado a los renos. Uno pasó cierta vez por Helsinki y no sintió ni frío ni calor, seguramente porque era verano.
A medida que concede entrevistas vamos comprendiendo que no es Vox el que utiliza a Ramón Tamames (Madrid, 1933), sino Tamames quien va a utilizar a Vox. EL MUNDO responde a la llamada del indomable profesor para entrevistarlo en su casa. Se guarda celosamente muchos contenidos de su personalísimo discurso, pero las posiciones que sí avanza no solo no coinciden con el programa, el tono y las intenciones de los de Abascal, sino que a menudo entran en franca contradicción. Cuando el candidato termine de hablar, quedará flotando en el aire cargado del hemiciclo una duda razonable: ¿votará Vox a favor de la moción de Tamames?
No sabemos cómo le llamaban las putas en la frecuente intimidad que compartían. Sabemos que era tito Berni para los amigos y diputado Fuentes Curbelo cuando tocaba votar a favor de abolir la prostitución, pero nosotros le llamaremos simplemente Juan Bernardo. Nos interesa el hombre detrás del alias. Queremos acceder a los contornos precisos de su carácter, calibrar los ricos matices de su psicología, catalogar el material inédito del que está hecho el extraordinario ejemplar humano que nos ocupa. Alguien capaz de declarar, ante el primer micrófono que le pusieron a la salida del juzgado tras pasar 48 horas en el trullo por la imputación de cinco delitos distintos: «Tengo la conciencia muy tranquila». Alguien que, obligado a dejar el acta de diputado porque sus fotos delatan a un aplicado figurante de Gomorra, todavía se despidió de sus compañeros de bancada con este mensaje: «Gracias por los buenos momentos. Me tienen en Fuerteventura para lo que necesiten. Un abrazo enorme». Y firmó como presidente de la asociación de amigos del carnaval. Un hombre así merece una etopeya rigurosa, un estudio moral muy detenido, y seguramente un anticipo jugoso por la madre de todos los libros de autoayuda.
Quedan pocos diputados constituyentes tan activos como el que fuera ministro de Exteriores de Rajoy, que le atribuyó un ego «estratosférico». Defiende en la radio el legado constitucional frente a Pablo Iglesias, pero no es un inmovilista: tiene un plan para reeditar el pacto de la Transición, que cree que debe liderar Feijóo para capear otro fracaso histórico cuyos precedentes analiza en España en su laberinto (Almuzara)
Usted fue diputado constituyente. Hoy comparte tertulia con Pablo Iglesias, que cree que ustedes diseñaron una continuación del franquismo.
No solo Iglesias. En La Transición explicada a nuestros padres, Juan Carlos Monedero sostiene que la Transición fue un movimiento de adaptación del ordenamiento del Estado sin modificarlo para permitir la entrada en la Unión Europea, que era el fin perseguido por los intereses financieros sin alterar las esencias del régimen, bajo la vigilancia del Ejército. Eso es rigurosamente falso, y es desmerecer el proceso constitucional. En el momento de la muerte de Franco aquí no había absolutamente nada: había unas Cortes de procuradores que no representaban a nadie, una Cámara del Consejo Nacional del Movimiento -que era el partido único-, no había organizaciones empresariales ni sindicales reales, el poder local estaba en manos de alcaldes designados por los gobernadores civiles. No se había previsto nada y había que improvisar un nuevo sistema institucional. Estábamos sufriendo la crisis del petróleo, con una inflación galopante. Y para colmo ETA mataba más que nunca, y ciertamente había resistencias al cambio en una parte de las Fuerzas Armadas. Así que la situación era mucho más compleja de lo que algunos cuentan.
De nuestra democracia sentimental ya no podemos excluir el llanto como categoría política. Pero una cosa es disculpar que los políticos también lloren y otra muy distinta es que convirtamos la flojera lacrimal en la medida misma de su crédito. No solo porque no hay estrategia retórica más vieja que la oportuna exhibición de lágrimas de cocodrilo, como sabe cualquier tertuliano del corazón, sino porque los ciudadanos nos merecemos la contención pública de nuestros representantes. No vaya a ser que además de sufrirlos tengamos que consolarlos.
A los votantes se les podría clasificar por el órgano que los conduce hasta la urna. Los que no llegan a fin de mes votan con el riñón. Aquellos que experimentan un rechazo visceral hacia el Gobierno antes que un positivo entusiasmo por la oposición son los votantes hepáticos, porque el hígado es la glándula de la bilis. Y existe en fin un puñado de idealistas que todavía vota con el corazón. Pero debemos reconocer que el órgano electoral por excelencia es la nariz. Por eso pronto empezaremos a oír hablar de esos electores que terminan decantando el poder: los que votan con la nariz tapada. La pugna por seducir a un millón de narices sensitivas pero finalmente magnánimas con los hedores de un concreto candidato es prioritaria en las perfumerías de campaña de Génova y de Ferraz.