
Los cronistas nos sentimos el martes como los pastorcillos de Fátima. Al filo del almuerzo, cuando don Ramón pugnaba heroicamente contra el sopor inducido por la logorrea sanchista, una luz cegadora se filtró por los balazos de Tejero y descendió hasta posarse en la tribuna, donde tomó carne bajo la forma de Yolanda Díaz. En ese mágico instante el sol se puso a dar vueltas como un cura borracho y a los leones se les derritió el bronce de puro amor. «¡Milagro!», se oyó en la bancada del Gobierno. «¡Milagro!», repicaron las redacciones de progreso. La patrona de los desiguales pisaba la cabeza del dragón fascista -el pobre Tamames miraba a los lados sin dar crédito, recordando las noches de cautiverio en Carabanchel- y anunciaba al pueblo la segunda venida del sanchismo, con ella de paloma mensajera.