
Hughes, Marta del Riego, Ángel del Riego y Jorge Bustos (o sea, yo).
[Reproduzco a continuación mi prólogo a La Biblia blanca, de Ángel y Marta del Riego Anta, editorial Córner]
No sabemos si la publicación de una biblia madridista, valga la redundancia, es una obsesión de fanáticos o una empresa propia del Renacimiento. Pero si se trata de tender un puente entre los Ultra Sur y el cardenal Cisneros, yo quiero formar parte de tan santo pontificado. Mis credenciales son inequívocas: el madridismo, bajo la forma militante del mourinhismo, constituyó mi última religión profesada con fervor, es decir, sin respeto, con verdadero espíritu de cruzada. La vida lo atempera a uno y lo vuelve más cínico y quizá más sabio, pero yo no puedo olvidar la pasión personalmente exaltante que coloreó aquellos días de ruido y furia. Después de aquello gané cuatro copas de Europa seguidas, y en las cuatro finales estuve en el estadio, pero no me importa reconocer que ya nunca volveré a vivir el fútbol con la intensidad del sacro trienio en que Yahvé fue del Madrid y Mourinho su profeta. Aquellos pentecostés en que el Espíritu bajaba en lenguas de fuego y prendía la sala de prensa. Aquellos clásicos que parecían guerras de religión rodadas por Mel Gibson y donde echábamos las semanas posteriores recontando cadáveres, arrastrando los suyos por el barro y dándoles a los nuestros cristiana sepultura.
Hay muchas especies de fe, pero solo una religión verdadera. No lo dijo un papa sino Kant, que no era precisamente de los que mojaban la pluma en agua bendita. Hay muchas aficiones y luego está el aficionado del Real Madrid, que es el único club verdadero, con su curia vaticana y sus parroquias de barrio. Como toda religión verdadera el Real Madrid sufre cismas periódicos, es agitado por heresiarcas ambiciosos y telepredicadores sombríos, sucumbe a travesías por el desierto durante las cuales el pueblo es tentado por la idolatría y finalmente conoce el restablecimiento de la ortodoxia en el cónclave de los socios, que siguen siendo los dueños de su fe y de su templo.
Ahora bien: la religión madridista no es ecuménica. No practica el entendimiento buenista entre todas las confesiones y la redistribución del palmarés, sino la hegemonía más rapaz, una suerte de dominación feudal, aristocrática pero inmisericorde. En esto se separa del imperativo categórico de Kant, que ruega a los madridistas que no ganen todo aquello que les gustaría ganar a los demás, y abraza en su lugar la voluntad de poder de Nietzsche, que no reconoce más criterio moral que la conquista perpetua, el eterno retorno de las copas de Europa. El madridismo, por tanto, no es un credo evangélico –mucho menos protestante: este sería el del Atleti– salvo por una frase: “Al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.
Un día paseaba Heine con un amigo por el interior de una grandiosa catedral europea. Su amigo, abrumado por la belleza que levantaron nuestros antepasados, comparó tanta magnanimidad con la mediocridad de su tiempo y le preguntó entristecido a Heine por qué los europeos ya no eran capaces de edificar catedrales. El gran poeta alemán respondió: “Nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una opinión”. Efectivamente: se necesita una fe. Por eso el Madrid continúa levantando por todo el continente orejonas como catedrales: París, Madrid, Bruselas, Stuttgart, Glasgow, Bruselas otra vez, Ámsterdam, París, Glasgow otra vez, Lisboa, Milán, Cardiff, Kiev. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene una opinión, pero solo el Madrid tiene trece copas de Europa.
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