Puedo escribir las columnas más tristes cada noche sobre la cancelación de cada día. Esta semana le tocó a Valcárcel por su exceso de fe en la biología, a Borrell por su odio neocolonial a la selva y a Summers por anunciar que va a vengarse de ese marica llenándole el cuello de polvos picapica. La semana que viene habrá carne nueva ardiendo en la hoguera de las vanidades éticas de las redes, donde toda mente literal tiene su asiento y toda ofensa exagerada hace su habitación. Y su discreto negocio: concernidos postulantes a cargo, puesto o subvención.
Escribe Elvira Roca Barea (Málaga, 1966) que «España es un ratón que arrastra la piel de un elefante». Una nación excepcional por el empeño inducido en su propia excepcionalidad. Va por 39 ediciones de Imperiofobia, mucho más que un ensayo contra la leyenda negra: un nuevo paradigma historiográfico. Su éxito, con más de 150.000 ejemplares vendidos y una nueva edición ampliada, es imposible de perdonar en España.
Los imperios engendran por igual odios y adhesiones, igual que los éxitos editoriales. ¿Cómo lleva usted todo lo que ha generado Imperiofobia?
El ataque de cuernos que les ha dado a unos cuantos catedráticos es un fenómeno muy comprensible. El mundo académico está acostumbrado a unos cuantos machos alfa que gobiernan los territorios que consideran de su exclusiva competencia, y en el momento en que aparece un verso suelto, una maestra de pueblo sin permiso de nadie, reaccionan como lo que son: unos carcas y unos acomplejados. Todo el mundo sabe el enorme poder que tienen en su cortijo, y se han sentido muy ofendidos por una outsider que incursiona en su territorio sin pagar peajes. Eso te da muchísima libertad, pero también supone estar expuesto. Yo estoy dispuesta a pagar cualquier precio por la libertad.
Anita termina el ejercicio, pero la sonrisa se hiela en el rostro atento de su entrenadora. Algo no va bien. Parece que no se mueve, que se está hundiendo, su cuerpo rígido desciende suavemente, una gravedad letal lo reclama. No hay duda de que Anita Álvarez está cayendo, parece un ánade baleado en pleno vuelo sobre un estanque. Se va a ahogar. La entrenadora grita a los socorristas, pero los socorristas no reaccionan. Son piezas mecánicas en el engranaje de un protocolo que rara vez se aplica y que solo puede activar la señal del árbitro. Los reglamentarios cerebros del árbitro y de los socorristas no están programados para decidir sino para transportar las órdenes de otro, siempre de otro, pero a Anita se le acaba el tiempo.
A los criados en los 80 el empoderamiento femenino nos lo explicaron la Sarah Connor de Terminator o la teniente Ripley de Alien. Uno no se imaginaba a ninguna aduciendo dolores menstruales ante la recortada del cyborg o las fauces del alienígena: la idea más bien era quela mujer podía defender papeles de hombre con tanta o mayor solvencia, incluso con tanta o mayor violencia. Uno lo tuvo claro desde niño. Por eso cuando años después el tópico de la desorientación masculina empezó a infestar las revistas para la mujer, nunca entendí bien a qué hombres se referían. ¿A especímenes rústicos, sin televisión, supervivientes de siglos patriarcales que se consideraban deshonrados al contacto con los azulejos de la cocina y no concebían a la hembra fuera del lavadero o el cuarto de costura? Si tales varones existían, el simple paso del tiempo los civilizaría inexorablemente o bien los extinguiría sin más, me dije.
El pintor se casó con una mujer cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir. Aquella señora de rojo sobre fondo gris fue el nombre que dio Delibes a su inspiración. Y como supo que no la recuperaría se puso a escribir sobre la pérdida, que era lo único que conservaba. Sin señora de rojo solo queda el fondo gris.
Con las derrotas políticas no se hace casi nunca buena literatura, y ni la sabia Castilla es una excepción. De estas urnas salen tantos fracasos que nos faltan colores para pintarlos. Fracasa el bipartidismo, fracasa la nueva política y triunfa el populismo, que siempre es un fracaso retardado, una promesa que incorpora necesariamente la espoleta de la traición.
El símbolo madrileño en Fitur este año será un abanico. Por español y por sostenible. Las plataformas de vídeo y las campañas electorales se llenan de productos típicamente españoles, de Lola Flores a Raphael pasando por un cebadero de cerdos. En la música triunfan el quejío tecno de Rosalía y el madrileñismo mestizo de Tangana, y triunfa más aún si se mete en la catedral de Toledo a mezclar lo sacro y lo profano, la fe y el muslamen. Los reporteros evocan con honores el cine quinqui de Eloy de la Iglesia o las hazañas bélicas de los pandilleros de los bajos de Moncloa, y todos seguimos esperando la gran entrevista memorial a Marisol antes de su ascenso a los cielos. Ayuso arrasa por el procedimiento inimitable de devolver al adjetivo del Partido Popular su sentido etimológico, ese que quizá perdió a las pocas horas del bautizo. España y la hispanidad llenan los anaqueles de las librerías al calor del basta ya de Elvira Roca. Vuelve la costumbre del columnismo castizo -¡hasta Arcadi prepara libro sobre flamenco!- y los caciques de cantón se disfrazan de federalistas para blindar su momio decimonónico con fondos europeos. La Pantoja no se acaba nunca, como París, y Victoria Federica desfila en el cuché con más ojos encima que la penúltima anglodiva del pop. Todos hacemos propósito de ir más a los toros, aunque sea por joder. Los capillitas salen de la catacumba, posan en la misa de la abuela y fabrican con esa añoranza una literatura buena o mala que lo peta en Amazon. Incluso los hermanos pequeños de los mileniales descubren las guerras de nuestros antepasados,con su borrachera de yugos, flechas, hoces y martillos. ¿Qué está pasando?
PRENSA – HERALDO DE MADRID – PERIODISTAS – REDACTORES, REDACTORES JEFES Y DIRECTORES\MANUEL CHAVES, REDACTOR JEFE
Ira es la primera palabra de la historia de la literatura occidental. «Canta la cólera, musa, del pélida Aquiles». Así arranca el primer verso de la Ilíada, con el terrible sustantivo abriendo la frase, estrenando el género de la epopeya, inaugurando la poesía y hasta preconizando el periodismo si limpiásemos de mitos los hechos de armas en la playa de Troya. Pero no es la musa sino Homero quien canta admirado la ira de los hombres, porque Homero sabe que solo la guerra iguala a los hombres con los dioses. Y alguien deberá contar esa apoteosis de sangre y de fuego para que el mundo no olvide. Para que el recuerdo de lo que hicieron perviva de generación en generación.
Hay una línea improbable que a través de veintiocho siglos conecta a Homero con Manuel Chaves Nogales. Uno era un bardo mitómano que embellecía lo que no vio y creía en los dioses; otro fue un periodista insobornable que anotaba lo que veía en una España rota que ni siquiera dejaba espacio a la fe en la condición humana. Pero hay una cualidad que los emparenta, una virtud rarísima, casi sobrehumana: la ecuanimidad. Homero no juzga a los hombres que se matan en el campo de batalla. Admira su valor o deplora su destino al margen del bando y la causa en la que militan. Y eso mismo hace Chaves Nogales en el implacable fresco del horror fratricida que es A sangre y fuego. Para que tampoco lo olviden. Y para que no lo recuerden como algunos sectarios de ayer y bastantes de ahora mismo quieren que lo recordemos.
Michael Phelps anda tan perdido en Tokio como Bill Murray. Ha ido allí de comentarista igual que el protagonista de Lost in Translation fue a rodar un anuncio, pero ambos comparten el mismo extravío existencial. Desconcierta ver a Phelps en unos Juegos en los que no compite, y al primero que le desconcierta es a él. Ha confesado a la prensa que no sabe qué hacer cuando no nada o cuando no comenta la forma de nadar de los demás. Durante un cuarto de siglo delegó su autonomía en una voz que le ordenaba dónde ir y a qué hora, qué comer, cuándo dormir, cómo entrenar. La gloria olímpica exige renunciar al libre albedrío, y nadie se alienó tan bien como Phelps en pos de su sueño sobrehumano. Lo realizó como nadie antes, como seguramente nadie después. Phelps trascendió el periodismo para ingresar en la mitología y se metamorfoseó en pez, desarrolló branquias y aletas, llegó a desconocer el agua de tanto vivir en ella, como en el cuento de Foster Wallace. Y como ocurrió hace miles de millones de años, el pez debe ahora evolucionar a hombre. Solo que Michael no tiene tanto tiempo.