Hace un lustro escribimos que en Sánchez todo es mentira salvo la ambición, y la mentira no ha hecho más que crecer desde entonces. En este momento el Gobierno es un holograma invasivo que a falta de consistencia presupuestaria nos ocupa el salón con fantasmas de la guerra, giras de míster universo concernido por la paz mundial y reclutamientos catódicos donde el kilo de bufón se paga (lo pagamos) a precio de soprano.
Archivo de la etiqueta: Telepantoja e ingeniería social
Marujos rojos ante la boda de Almeida
La boda de Almeida ha venido a desmentir que a cierta izquierda no le gusten las bodas de derechas; claro que le gustan. Lo que odian es reconocerlo. Se podrían llenar cientos de miles de divanes ibéricos con los cerebros incapaces de identificar las raíces de su resentimiento. A ese paciente que odia a los demás porque se odia a sí mismo un buen psiquiatra le prescribiría algo más que cabalgar sus contradicciones: abrazarlas.
Emociones gallegas
Un error común entre analistas liberales consiste en seguir interpretando la política como un ámbito racional. O como uno que lo era hasta la desdichada irrupción de mamá internet y de papá populismo, progenitores de la vigente memecracia. Pero lo cierto es que jamás ha existido tal cosa como una democracia deliberativa, un ágora de sabios vigilada por una comunidad de ciudadanos autoconscientes. Eso no existía ni en la Atenas de Pericles, según prueba la injusta muerte de Sócrates. Que la contienda política se ha librado y se librará -si no lo remedia la IA- en el terreno movedizo de la emoción de masas lo sabía hasta Iván Redondo cuando reformuló solemnemente el lema cartesiano: «Yo primero me emociono y luego pienso».
Dylan y ‘Zorra’ comparten este planeta injusto
Un designio cruel ha querido enfrentarme al documental sobre la génesis de We are the world y a la final del Benidorm Fest con pocas horas de diferencia. Caprichos del dios salvaje del algoritmo. El himno de 1985 contra la hambruna en Etiopía siempre me ha resultado incomestible, como nuestros tomates a Ségolène Royal. La letra es una redacción escolar -ahí se ve la mano de Michael Jackson– y la melodía cae como una melaza espesa sobre los tímpanos de su víctima hasta colapsarlos por completo. No cabe descartar que We are the world haya provocado más guerras de las que ha evitado. Pero el documental sobre el hito formidable de su grabación -una sola noche agotadora, una constelación de genios mitológicos currando juntos gratis como dóciles becarios- me ha reconciliado con el tema. Ahora lo oigo sereno.
La nación sorda
Los mismos que manifiestan su perplejidad ante el posible retorno de Trump, responsable de aquel enero de 2021, se aburren del debate sobre la amnistía a los de octubre del 2017 y del 2019. Los mismos que se movilizaron contra Rubiales por el pico a Jenni no lo hicieron antes por las evidencias de sus prácticas corruptas. Los mismos que experimentan un irrefrenable temblor en las yemas de los dedos por el cual derraman en las redes su indignación ante un Baltasar embetunado mantuvieron un silencio estratégico cuando Bildu presentó asesinos en sus listas. Los mismos que cargaron contra la precariedad laboral cuando Fátima Báñez elevaba la tasa de empleo aplauden la fijeza discontinua si el orgullo estadístico parte de Yolanda Díaz. Los mismos que detectan xenofobia en la ultraderecha española apagan el sónar humanitario ante las señales de odio que emite la ultraderecha catalana.
Entrevista a Arturo Pérez-Reverte
El más leído de nuestros novelistas no habla nunca de escribir novelas: habla de hacerlas, con orgullo fabril. Esa consumada artesanía se aquilata ahora con El problema final, la feliz incursión en el género detectivesco clásico de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), que enreda al lector en un juego perverso y elegante de la mano de un Holmes conradiano y un Watson español. Una novela magnética, técnicamente perfecta, que envasa la nostalgia no como una queja amarga sino como un aroma delicioso. Un retorno a la inocencia.
Todo escritor tiende a pensar que su último libro es lo mejor que ha escrito. ¿Cuál es su listón interior, esa obra de referencia con la que se mide cada vez que se pone a escribir una nueva?
Una novela corresponde a un momento y a una intención. No hay mejor novela como tal: cada una responde a lo mejor que puedes o quieres hacer en un momento dado. El club Dumas (1993), por ejemplo, es una buena novela. El pintor de batallas (2006) es mi novela, digamos, más seria, más densa, más importante como novela. Pero cada novela me pide el momento en el que está escrita, así que no puedo decir si una es mejor o peor. Quizá mejor técnicamente sí, pero tu mejor novela no es tu última novela. Hay autores que están muertos y no lo saben, los mataron los lectores o ellos mismos se suicidaron hace años y no se dan cuenta. Por eso es tan importante estar pendiente de los lectores. Pero no de los amigos, que nunca te dicen la verdad. Hay que salir fuera, mirar librerías, no encerrarte, mirar cómo te ven y darte cuenta de cuándo el lector, que es el juez auténtico, empieza a aburrirse de ti. Cuando un escritor dice «Oye, es que a mí el público me da igual», o miente o no se entera. Porque el público es tu espejo. Aunque el lector de verdad no enjuicia una novela sino una obra en su conjunto.