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Disney o el fin de la razón

¿Y esto es todo...?

¿Y esto es todo…?

La última de Pixar es la menos inocente de todas las suyas. La premisa es brillante, el desarrollo coherente y el final sostenido, por lo que la crítica la ha aplaudido como la obra de arte que es. Hay obras de arte, sin embargo, que transportan ideas funestas. Si en la Europa romántica no hubo mejor propaganda del suicidio que el Werther, en la era global no ha habido apostolado del animalismo como el de Disney. Y no me refiero a la pena que nos da la madre de Bambi, sino a la pena que nos da la opinión que el ser humano le merece al creador de Del revés, don Pete Docter, asesorado en esta cinta por dos psicólogos de Berkeley. Se confirma que la psicología guarda una relación más estrecha con el arte que con la ciencia.

Premisa argumental: cinco emociones básicas -Alegría, Tristeza, Ira, Miedo y Asco- dominan la mente de una niña de 11 años enfrentada a esos primeros traumas que comparecen en el quicio entre infancia y adolescencia. Uno esperó inútilmente al muñequito que encarnara el juicio incipiente, pero quia: cuando sale el tren del pensamiento, carece de maquinista. Y la capacidad de abstracción es presentada como un ámbito grotesco del que conviene desconfiar. Docter aducirá que a los 11 años no se tiene aún uso de razón; pero es que también reduce las conductas de los adultos al mecanismo estímulo-respuesta. No sorprende, en fin, que hasta perros y gatos se guíen por las cinco mismas emociones de la niña. Disney cierra el círculo: antes humanizaba a los bichos y ahora animaliza a los hombres, como ha visto Juaristi.

No hay lugar en Disney para la inteligencia. De ahí el éxito de la película, supongo. Que en una sociedad que sorbe lágrimas por Cecil triunfe el irracionalismo es lógico: ya hay activistas por el DNI canino (va a llegar antes que el catalán, con perdón) y los perros están a punto de ser permitidos en el AVE. Lo paradójico es que un templo de la razón como Berkeley expenda el conductismo animalista más grosero. Ya imagino a Monedero chillando ante una clase de monas gramscianas con derecho a voto.

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17 agosto, 2015 · 18:19

El que quiera peces

McLuhan: la cita es el mensaje.

McLuhan: la cita es el mensaje.

De McLuhan suele citarse su manida confusión entre medios y mensajes, pero hay otra sentencia suya que me parece más certera: «No sabemos quién inventó el agua, pero desde luego no fue un pez». En efecto, el pez no sabe lo que es el agua porque siempre ha vivido en ella y no concibe otra forma de vida que no sea acuática. Al que está inmerso en un determinado elemento, quiere decir McLuhan, le resulta imposible pensar sobre él. Pensar lo suficiente como para definir su alcance, descubrir sus carencias, idear su mejora. Todo descubrimiento requiere una cierta dosis de excentricidad, por eso los genios suelen ser gente rarita para el resto de la especie. Y por eso el instante de lucidez genial -el eureka del inventor- suele detonarlo un fenómeno externo que los saca violentamente de su medio: una manzana en el caso de Newton o la visión de su propio cuerpo bañándose en el de Arquímedes.

Con la democracia sucede quizá lo mismo que con el agua. A los ciudadanos que han nacido y nadado en ella desde siempre les cuesta imaginar que ese régimen -perfectible- de derechos y libertades no sea obvio, y que incluso pueda evaporarse, del mismo modo que el pez no puede imaginar el desierto. Y sin embargo el precio de la democracia, como el de la libertad, es la eterna vigilancia. Porque expuesta a determinados agentes climáticos, la democracia también se seca.

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Animales de campaña (electoral)

Portada del libro imprescindible que se publicará el 2 de junio.

Portada del libro imprescindible que se publicará el 2 de junio.

Ahora que esta­mos en cam­paña, supongo que se impone hablar de esta­fa­do­res. Se dice que cuando te enga­ñan una vez, el cul­pa­ble es el esta­fa­dor; pero que si ese mismo te engaña otra vez, el cul­pa­ble ya eres tú. A mí siem­pre me ha pare­cido que dos opor­tu­ni­da­des son muy pocas para apren­der si habla­mos de seres huma­nos, esos ani­ma­les de los que tam­bién se ase­gura que son los úni­cos que tro­pie­zan dos veces en la misma pie­dra. O en la misma sigla.

En reali­dad hay otros ani­ma­les tan rein­ci­den­tes como el hom­bre, y no menos leta­les que él, como por ejem­plo el escor­pión. En la cono­cida fábula de Esopo, una rana ayuda a un escor­pión a vadear un río per­mi­tiendo que se enca­rame a su verde espalda, con­fiando en que el ala­crán no le picará por­que se aho­ga­rían los dos. Y sin embargo le pica. Y cuando ambos se están aho­gando, la rana le pide expli­ca­cio­nes y el escor­pión res­ponde com­pun­gido: no lo he podido evi­tar, está en mi natu­ra­leza. Como está la men­tira en la natu­ra­leza de la política.

Los grie­gos eran pro­fun­da­mente deter­mi­nis­tas, algo así como los taxis­tas o cuña­dos de la His­to­ria. Si eres un griego clá­sico tie­nes que acep­tar que las cosas son como son, y que tie­nen poco o nin­gún reme­dio. Todo se reduce enton­ces a sobre­lle­var el pro­pio des­tino inexo­ra­ble con la mayor dig­ni­dad, lo que nos con­ver­tirá en héroes del pue­blo pri­mero y, si por ven­tura hay algún dra­ma­turgo en la sala, en per­so­na­jes inmor­ta­les des­pués.

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Ensayos literarios

Esto es un crítico.

Esto es un crítico.

Definimos la sensación que deja la lectura de Samuel Johnson como admiración intelectual en estado puro. Contemplar el espectáculo de una mente capaz de igualarse a los autores que reseña -y esos autores son Shakespeare o Milton-, incluso de señalar ¡sus fallos! con autoridad y convicción, es un placer no apto ciertamente para consumidores de novedades de aeropuerto, pero desde luego representa un acontecimiento editorial para los amantes de la literatura. Y cuando decimos literatura, decimos el pináculo anglosajón del canon occidental.

Precisamente haber leído antes a Harold Bloom -con Borges el discípulo más famoso del Doctor inmortalizado por Boswell– depara la certeza de una noble genealogía que arranca en nuestro autor y que, hilando cumbres como Hazlitt, Wilson o Connolly, llega hasta Bloom y George Steiner para avalar la canonización de la crítica literaria como una de las bellas artes. Decía Steiner que cuando un crítico mira hacia atrás contempla la sombra de un eunuco; pero si el que mira es Samuel Johnson, más bien descubre el alargado reflejo de un semental. Un gigante no ya de la ilustración dieciochesca sino de la de todos los tiempos.

Pero que nadie se asuste. Porque precisamente no es el menor logro de Gonzalo Torné, al cuidado de esta edición, el haber entregado un Johnson que no solo se lee con amenidad, sino que envejece y avergüenza la prosa de los críticos actuales por comparación. Johnson instituyó el modelo de crítica impresionista que Sainte-Beuve llevaría a su más puntiaguda perfección, pero en el maestro escocés aún no encontramos el capricho y la venalidad que llevaron a titular al francés uno de sus crueles ejercicios de taxidermia literaria como Mis venenos. Al contrario: Johnson pontifica, pero pontifica siempre imbuido de un sentido moral bien argumentado amén de confesional, y de un alto sentido de la responsabilidad estética, consciente de que sus juicios podían destruir a un escritor para siempre. Claro que si es capaz de censurar el zascandil gusto de Shakespeare por los juegos de palabras, o reprobar la aridez abstracta del Paraíso Perdido (“Nadie jamás lo deseó más extenso de lo que ya es”), o de acusar a Swift de “instruir sin persuadir”, no queremos imaginar la brutalidad que podría desplegar contra los autores de nuestro tiempo.

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La espada y la palabra. Vida de Valle Inclán

Genio sin máscaras.

Genio sin máscaras.

Es cierto que no contaba Valle-Inclán con una biografía a la altura de su leyenda, precisamente porque su leyenda excesiva deformaba los contornos rigurosamente fácticos de su vida. La culpa de esta carencia hay que atribuírsela al modelo subjetivo y militante que instituyeron sus primeros biógrafos, de Melchor Fernández Almagro a Ramón Gómez de la Serna, apasionados partidarios del artista y sus máscaras más que del hombre y sus hechos que recogieron sin mucho escrúpulo el más celebrado anecdotario valleinclanesco, tan romántico como dudoso.

Ahora bien, el primer culpable de este desdén por el rigor fue el propio don Ramón, quizá el genio literario más indiscutible de la primera mitad del siglo XX español, quien ejerciendo de tal se entregaba a la mixtificación incontinente y, con aquel ceceo magnético, diseminaba retazos fantasiosos de autobiografía por entrevistas y tertulias en las que reinaba sin discusión. “Cuando está don Ramón en el café, él habla y los demás escuchamos”, consignó un testigo de aquellos años en que el magisterio literario se impartía en los cafés. Valle, a la manera de los dandis de raza, se preocupó de vivir en artista, empezando por la calculada excentricidad de su aspecto, que tan popular lo hizo entre el pueblo de Madrid. Cuando nos acercamos al 80° aniversario de su muerte, el investigador Manuel Alberca ofrece el resultado de una tarea hercúlea: despojar de máscaras al creador del esperpento para fijar el relato contrastado de su paso por el mundo, desde su nacimiento en el seno de una señorial familia gallega en 1866 hasta su amargo fin en los albores del fatídico 1936.

Este colosal trabajo ha merecido el Premio Comillas, pero en nuestra modesta opinión no creemos que este libro, con ser grueso, agote la figura de Valle-Inclán. Tampoco lo ha pretendido, y lo justo es juzgar las obras por el grado de aproximación a su propósito declarado, que en este caso se ha limitado a documentar una vida, soslayando el juicio sobre su obra y aun la influencia recíproca de la una en la otra. En la presentación se disculpa Alberca de antemano por incurrir en eventuales interpretaciones más allá de la constancia de los hechos: pues bien, a este lector le hubiera gustado que el autor interpretase más, mucho más. La biografía de Alberca avanza sobre la pauta obsesiva del dato fidedigno y olvida quizá que un escritor está en su creación tanto o más que en sus amores, infortunios, desafíos políticos o quiebras financieras. Agradecemos las exhaustivas relaciones de liquidaciones editoriales, porque revelan un tren de vida acomodado que desmiente la fama de bohemio con que Valle gustaba de adornarse; pero echamos de menos una indagación más audaz en el proceso psicológico de su maduración artística. Por ejemplo, cómo el primer exponente de la prosa modernista termina alumbrando preceptivas tan insólitas como las de Luces de bohemia o Tirano Banderas. Quizá sea posible hallar un virtuoso término medio (el Belmonte de Nogales, vaya) entre el método vibrante pero novelero de un Stefan Zweig y este contemporáneo prurito de sabueso del dato, que sacrifica toda amena teatralización o conjetura pertinente en el altar de la historiografía científica, si vale el oxímoron. La prosa funcional, correcta, tampoco concede mayores expansiones.

Dicho lo menos bueno, digamos ya que la obra de Alberca acumula méritos ingentes. Quedará por ejemplo como la aclaración definitiva de la paradoja ideológica valleinclanesca: cómo una literatura tan vanguardista pudo ser hecha por alguien que abrigó toda su vida un pensamiento ultramontano, orgullosamente reaccionario. De tal forma que sus admiradores literarios se empeñaban en disculpar su carlismo como una extravagancia estética más de don Ramón, en tanto que los tradicionalistas más ortodoxos desconfiaban de su compromiso con la Causa a la vista de la propensión escatológica que denotan sus obras. Y sin embargo los hechos son tozudos e infinitos los testimonios que certifican una inclinación natural al tradicionalismo, la fe inquebrantable en la raza de los pueblos como medida de su destino, la añoranza del señorío de raíz feudal y el convencimiento de sus virtudes sociales, el odio insuperable al gregarismo y la mesocracia o la admiración por la figura del caudillo providencial, incluido Mussolini. El aristocratismo estructural de Valle sirve no solo para cimentar su credo esteticista, que le enfrentó con empresarios de teatro deseosos de códigos más comerciales, sino también para decodificar muchas de sus contradicciones políticas: carlista a fuer de español pero aliadófilo a fuer de católico; defensor del régimen mexicano frente a los terratenientes españoles por pura venalidad (el gobierno revolucionario le pagó su gira americana); partidario de las dictaduras pero crítico con Miguel Primo de Rivera; monárquico de siempre pero comprometido en 1931 con la República como antialfonsino notorio.

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Venciste, Galileo

La Pasión según Podemos.

La Pasión según Podemos.

«La religión es el suspiro de las criaturas oprimidas, el corazón de un mundo sin corazón y el alma de las situaciones desalmadas». No lo escribió Santa Teresa sino Karl Marx, a renglón seguido de lo del opio del pueblo. Steiner afirma que sólo una sensibilidad judía como la de Marx podía articular el sistema comunista sobre una plantilla bíblica: el edén como estadio previo a la explotación capitalista, el proletariado como pueblo elegido, los intelectuales como nuevos clérigos y la sociedad sin clases como paraíso prometido. Por eso no me sorprende que Begoña Gutiérrez, diputada electa de Podemos, asistiera a la salida de la hermandad de los Estudiantes de Sevilla. Solo hay que leer al Guareschi de Don Camilo, el cura que siempre tiene al alcalde comunista en primera fila los domingos. Por no aludir al morado penitencial que viste el logo ni a la efigie nazarena de su líder, que para colmo se apellida Iglesias.

Que el comunismo es un cristianismo despojado de trascendencia está dicho hace tiempo, pero quizá haya que repetirlo. Precisamente Álvaro Pombo, generoso lector de esta columna, reedita ahora en Ariel su biografía del Santo de Asís, a la que ha añadido un prólogo político que me recomienda. Allí tiende Pombo el puente del franciscanismo entre política y fe, entre Podemos y el Papa. Ante los aplaudidos gestos de Francisco, como ante el olor a fratría y catacumba de los círculos ‘podemitas’, «inclinamos sombríamente las cabezas, pensando: revolucionará la retórica política y religiosa, triunfará al principio estrepitosamente, nos deslumbrará, pero fracasará», augura Pombo. Como, a ojos de la política romana, fracasa hoy Cristo en la cruz.

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Sinceraos, ‘Lomanas’

Jardiel, obrero de la pluma.

Jardiel, obrero de la pluma.

Para retratar de una vez el fariseísmo de la opinión pública suele recordar Ruiz Quintano una confesión de Dumas: «Yo tengo dos opiniones de la Virgen: una para los periódicos y otra para los amigos». En España siempre fue tendencia presumir de cristiano viejo y vivir como pagano, o bien blasonar de rojo sensible y vivir como señorito facha; el truco es que nunca coincida la opinión privada con la mediática, y cuando el juego se descubre sentimos un bochorno como el del malabarista cuando se le caen los platillos en mitad de la función. Bajo la vigilancia insomne de la corrección política la cosa no ha hecho más que empeorar, y ya en campaña la hipocresía nacional se extrema hasta el delirio.

Así tenemos a Esperanza Aguirre -que sabemos que concita el voto más tradicional del PP- descargando su imagen conservadora sobre la chepa de Cristina Cifuentes, quien sí milita en el PP más por azar que por doctrina. Aguirre blasona de liberal pero un liberal es aquel que no necesita repetir a cada paso que lo es, porque sus obras cantan. Pablo Iglesias viaja a la socialdemocracia desde su puerto ideológico (y financiero) en el marxismo tropical, pero no puede decirlo muy alto para que no se le cabree el patrón bolivariano ni pierda por un calculado centro los votos de la izquierda radical en que militó siempre. Y luego está Albert Rivera, a quien acusan de indefinición ideológica porque su programa no es enteramente socialdemócrata ni tampoco liberal, sino un poco de los dos. Pero Rivera no es un hipócrita, porque lleva a gala desde el principio la disolución de las dos Españas en un eclecticismo enriquecedor, más por razones generacionales que teóricas. Pretender destruirle por no ser rojo ni azul es como descartar a un mediocentro por saber atacar y defender a la vez. «Jamás he sido hombre de derechas o de izquierdas. Me gustaron siempre ideas inherentes a los dos bandos: el sentido reverencial de la tradición de las derechas y el sentido porvernirista del progreso y la libertad genuino de las izquierdas», escribió Jardiel Poncela en 1947. Cuando en el Madrid del 36 un escritor comunista amigo suyo le advirtió de la conveniencia de alinearse así fuera retóricamente con el comunismo, Jardiel contestó: «Si no creo en Dios, ¿cómo voy a creer en Lenin?».

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El nombre de la rosa

¿Es Ferraz lo que arde al fondo?

¿Es Ferraz lo que arde al fondo?

Hay que celebrar la designación de Ángel Gabilondo como sucesor de Tomás Gómez: seguramente solo un catedrático de Metafísica puede explicarnos por qué un partido como el PSOE decide autodestruirse a comienzos del año electoral más decisivo desde su fundación: aquel que dirimirá si vive o muere. Si Leibniz se preguntó por qué hay algo en vez de nada, hoy los votantes socialistas de Madrid se preguntan consternados por qué hay nada en vez de algo. Si Aristóteles definió el movimiento como el paso de la potencia al acto, el caso Gómez delata a un partido estancado que pasa de la potencia… a la impotencia. Y si para Heidegger el hombre es el pastor del ser, entonces hay que plantearse si Pedro Sánchez es realmente un buen pastor, si el PSOE es o no es y si quedan ovejas en su aprisco o se las ha merendado ya el lobo, que gasta coleta. Estos autores salían en las clases de don Ángel y es de desear que salgan ahora en sus mítines, de modo que el nivel intelectual durante la próxima campaña autonómica experimentará un alza drástica.

El filósofo William James hizo gala de una rara honestidad cuando confesó que solamente puesto de gas de la risa -óxido nitroso- había conseguido comprender a Hegel. Con el PSOE, en cambio, no hace falta recurrir a sustancia alguna: estos días ofrece un espectáculo tan abiertamente cómico, tan berlanguiano, que más bien hay que atracarse de setas holandesas para otorgar alguna seriedad alucinógena a las evoluciones de sus dirigentes. Lo de cambiar la cerradura de la sede de Callao para que no entren ya más los nuevos proscritos compone literalmente una escena de Azcona, pero es que Billy Wilder habría dado su mano derecha y seguramente también la de Marilyn Monroe por escribir una frase de guión como la respuesta de Tomás Gómez al enterarse: «Que me devuelvan la miniatura de mi vespa». Y luego dicen que la política es aburrida, y que causa desafección en la ciudadanía; si yo fuera Wert, le quitaba el 21% del IVA al teatro y se lo ponía a la política. Contemplamos su desplazamiento a sitcom surrealista con un placer culpable como de evasor fiscal. El humor fino se paga.

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