
Cómo serán los tiempos para que las palabras navideñas de un monarca suenen subversivas. Los analistas coinciden en que el discurso de Felipe VI ha venido cargado de mensajes concretos, lejos de los lugares comunes del orgullo y la satisfacción con que Juan Carlos I solía dar el pistoletazo de salida a la carrera familiar por el langostino, cuñado el último. Y no es que su hijo no desee con todas sus fuerzas el dulce regreso a un estado hipotenso de la cosa pública, uno en que sus mensajes dejen de esperarse como el don de un taumaturgo o el conjuro de un hechicero que someta a la tribu vecina, porque es imposible satisfacer la expectativa transversal de un país partido en dos por exigencias del guion de la política. Pero cuando el poder mismo se afana en la normalización de la anomalía, a los reyes constitucionales conscientes de su deber no les queda más remedio que resultar provocativos.