Un grito de dolor rasga el aire cargado de vísperas electorales. Es el plañido amargo de las viudas de Pedro, a las que debemos imaginar con el rostro picassiano de la mujer del Guernica. Yace en sus brazos la más bella encarnación del progreso, víctima del bombardeo de votos fascistas y brigadas mediáticas. ¡Pablo Iglesias tenía razón!, claman ahora mientras maldicen a media España, amenazan a los tibios de la otra media y corren a rodear el hermoso cuerpo del presidente. De cuerpo presente.
De verso suelto a voz cargada de autoridad poselectoral, García-Page ha revalidado su mayoría absoluta y apenas se resiste a asumir el escenario de la debacle en julio y sus efectos catárticos. Habla de «autoexpulsión» y también de «recomposición»
Usted es ahora el socialista con más poder territorial de España. La única mayoría absoluta, presidente de la Comunidad más poblada. ¿Siente que tiene una responsabilidad especial?
No. No especialmente. No soy más que era antes de las elecciones. Otra cosa es que evidentemente los que gobernamos tenemos ahora sí la obligación moral de hacernos cargo del estado de ánimo de los que se han visto desalojados del poder. No es la primera vez que me pasa. Nos ha pasado en varias ocasiones en distintas danas nacionales que ha habido en los 90 o en el 2011 y, por tanto, sí hay que reconstruir. Afortunadamente, más allá del estado de ánimo, muchos de los cuadros que no han conseguido el gobierno o lo han perdido son en su inmensa mayoría útiles. No están amortizados, valen para el día de mañana. Eso es un valor estructural importante.
Pero a quién aplaudías hasta romperte las palmas, coreógrafo socialista. Por quién crees que doblaban las campanas de tus manos rabiosas si no es por ti. En qué momento te mudaste a Estocolmo para asumir este maltrato. Cuándo olvidaste tu condición de representante del pueblo para agarrarte al clavo ardiendo que sella la tapa del ataúd del PSOE.¿No hablas por miedo a quedar fuera de las listas? ¿Aún no has comprendido que es lo mejor que te puede pasar? Un vistazo al mapa electoral debiera bastarte para ensayar un ahogado murmullo de protesta, un mohín de autocrítica, un vislumbre de duda: todo eso a lo que no alcanza tu invisible coraje democrático, tu norcoreano ejercicio de autolisis intelectual. ¿Vas a irte por el sumidero de las urnas sin haber siquiera gritado socorro? Si esa es tu decisión, entenderás que los españoles ni se planteen la propina de la lástima. Y entenderás también que el próximo secretario general sopese apenas tu utilidad antes de desecharla limpiamente.
Este año electoral cierra definitivamente el ciclo político abierto por el 15-M, cuyo epígono decolorado ha sido Sánchez: empezó anaranjándose y acabó poniéndose morado. Aquella crisis de representación empuñó la bandera regeneracionista por las dos vías clásicas: la revolucionaria de Podemos y la reformista de Cs. Pero mientras que el nuevo marxismo proclamó que lo personal es político y elevó a la agenda legislativa su concreta circunstancia -desde la compra de un chalé caro hasta la visita al psiquiatra, pasando por las preferencias sexuales o el rencor hacia una estrella de la tele-, el nuevo liberalismo se esforzaba por defender el higiénico muro que desde Constant separa la esfera personal de la pública. Claro que para extrañar tu vida de antes ayuda mucho haber tenido una: una familia fuera de la política, un oficio fuera de la política, alguna inocente afición fuera de la política. No era el caso de los dirigentes de Podemos.
Pero quién llama dignidad al narcisismo. Pero quién sigue confundiendo la inteligencia con la cobardía. Pero quién imputa a la audacia lo que solo explica la frivolidad. Sánchez es Sánchez y no puede ser otra cosa hasta el final, que sucederá el 23 de julio de 2023 porque le aterra agonizar hasta diciembre y para que no lo maten antes. Había perdido los apoyos parlamentarios, del PNV a ERC, y el fratricidio entre Podemos y Sumar volvía inviable la mera convalidación de un decreto. La legislatura había muerto mientras nacía el despliegue del poder recién ganado por el PP.
Al atardecer de aquel día, con las urnas ya cerradas y los apóstoles reunidos, se oyó de pronto un estruendo como de viento huracanado que batió las ventanas y penetró en la habitación en forma de sondeo a pie de urna. Surgió entonces una gran llamarada, y la vieron dividirse en lenguas de fuego que se posaron sobre cada candidato decisivo para voltear el mapa del poder español. Había allí madrileños y aragoneses, valencianos y cántabros, andaluces, extremeños y baleares, y todos se pusieron a anunciar con su propio acento el prodigio atestiguado: la resurrección del partido que llevaba siete años sin ganar unas elecciones de ámbito nacional.
Una campaña electoral se parece a un certamen de relato corto que espera ganar el que miente mejor. De la reivindicación de los prodigios obrados y de la promesa de los que se obrarán el público menos ingenuo suele descontar un alto porcentaje de mala literatura hecha con buenas intenciones:de ahí el cínico aserto de que las promesas electorales solo comprometen a quienes se las creen.
Para que no le acusen a uno de antisanchista superficial, como si lo fuera por moda y no por convicción, viraré el foco de la persona a su obra.
La obra política del sanchismo recibe entre los académicos el nombre de polarización, fenómeno moral que adopta la forma de paja en el ojo ajeno, ojo que por definición pertenece a un facha. Como lamenta un politólogo de cámara en una de las geniales viñetas de Daniel Gascón, no estaríamos tan polarizados si todos pensáramos igual que el Gobierno. En consecuencia, la solución que propone la ciencia política independiente con base en Ferraz para acabar de una vez por todas con la polarización es la autocracia. La evidencia empírica de esta fórmula reside en las Cortes franquistas, que al decir de nuestros mayores eran una balsa de aceite: ni un grito ni una mala cara ni una camiseta con mensaje. Cero por ciento de polarización, oiga.