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El hacha y el martillo

9788416420438

Boxeo es vida. Vive duro.

Más que una novela, el tolo­sa­rra  ha escrito un repor­taje nove­lado en torno a dos míti­cos púgi­les vas­cos: Pau­lino Uzcu­dun e Isi­doro Gaz­ta­ñaga, cuyas vidas va entre­cru­zando con el rigor docu­men­tal y el sen­tido cro­no­ló­gico pro­pio de las bio­gra­fías. El autor, cate­drá­tico de Lite­ra­tura y autor bien cono­cido en el ámbito eus­kal­dún, forma parte de la gene­ra­ción de los Atxaga y Jua­risti, y ha publi­cado media decena de nove­las, libros de via­jes, can­cio­nes y rela­tos. En esta oca­sión recons­truye las aza­ro­sas tra­yec­to­rias de dos boxea­do­res que a prin­ci­pios del siglo XX pasea­ron el nom­bre del País Vasco y de España por el olimpo del noble arte tanto en la escena euro­pea como en la estadounidense.

A Uzcu­dun se le apodó el Leña­dor Vasco pronto y con impe­ca­ble cri­te­rio, pues se había criado como aiz­ko­lari en un case­río gui­puz­coano hasta que mar­chó a París a for­marse como púgil, con­fiado en su inti­mi­dante com­ple­xión. Su carrera fue meteó­rica: los riva­les caían aba­ti­dos por sus guan­tes como antaño caían las ramas bajo su hacha. Su pegada des­co­mu­nal y su coraje faja­dor lo hicie­ron tres veces cam­peón de Europa. En Amé­rica tam­bién impar­tió brio­sas lec­cio­nes de cocina vasca, pero fra­casó en su asalto al cam­peo­nato mun­dial con­tra el legen­da­rio Joe Louis, el bom­bar­dero de Detroit. Gaz­ta­ñaga, por su parte, el Mar­ti­llo Pilón de Ibo­rra, siendo más agra­ciado y téc­nico com­par­tía rotun­di­dad con Uzcu­dun, su ídolo de juven­tud y más tarde amigo en el cir­cuito hasta que rom­pie­ron por riva­li­dad depor­tiva pri­mero e ideo­ló­gica des­pués: al esta­llar la Gue­rra Civil, Uzcu­dun optó por Falange (y el autor no oculta su con­dena por ello) mien­tras que el repu­bli­cano Gaz­ta­ñaga se quedó en Amé­rica, enca­de­nando haza­ñas de alcoba y peleas de com­pro­miso que seña­li­za­ron su deca­den­cia hasta el tra­gi­có­mico final: acabó tiro­teado en Boli­via por un cor­nudo. A ambos les gus­taba tanto la juerga auto­des­truc­tiva como los K.O., en la mejor tra­di­ción de los pesos pesados.

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15 abril, 2016 · 18:35

Sócrates debe morir

Un ensayo de filosofía. De verdad.

Un ensayo de filosofía. De verdad.

Sócrates no puede pasar de moda mientras nos empeñemos en vivir en democracia. E incluso los súbditos de todas las tiranías –más exitosas históricamente que las democracias, sin comparación- han consolado durante 2.500 años su falta de libertad en los diálogos platónicos que construyeron la figura perenne de un titán, y sin embargo ciudadano ateniense. “He de confesar que me siento tan cerca de Sócrates que casi siempre estoy en lucha con él”, escribió Nietzsche, uno de los padres de la posmodernidad en que vivimos. Que no hace falta ser un atrabiliario filósofo alemán para sentirse interpelado por la vida, las ideas y el método revolucionario de Sócrates viene a probarlo Gregorio Luri (Navarra, 1955) en este ensayo de lectura tan magnética como enjundiosa. Pues Luri, que no en vano ha combinado la docencia con la filosofía, logra una escritura plena de rigor y pedagogía, demostrativa de que no hay pasión tan absorbente como el debate de ideas.

Este libro no es otra biografía intelectual del fundador de nuestra tradición filosófica, sino una suerte de thriller filosófico-judicial: el autor, que tiene metabolizada la obra platónica y segrega su jugo con toda naturalidad, nos sienta en el tribunal que ha de juzgar a Sócrates junto a Platón y Jenofonte, Alcibíades o Meleto, de quien parte la acusación terrible: Sócrates ha de ser ejecutado porque no cree en los dioses atenienses y corrompe a la juventud.

¿Matar o no a Sócrates? Esa es la cuestión. Y Luri sabe que, con la ley democrática en la mano, Sócrates debe morir. Su predilección por lo bueno o lo verdadero sobre lo propio o lo nuestro –la identidad comunitaria– actúa como un disolvente sobre los lazos que tejen la convivencia en la polis griega. Si todo hombre se para a cuestionar la justicia o bondad de las leyes, se abona el terreno para la subversión. Porque la idea clave del pensamiento socrático (y de todo pensamiento) es la autonomía intelectual y moral del individuo frente a la comunidad. Y la autonomía resulta tan peligrosa en el siglo de Pericles como en el de Merkel.

“El Sócrates histórico fracasó porque Atenas necesitó protegerse de su presencia. El Sócrates platónico ha triunfado porque siguió habiendo jóvenes deseosos de rememorar su palabra, y porque Platón consiguió convencer a los atenienses de que la filosofía es el mayor bien para el ciudadano y para la ciudad”, concluye Luri. El admirable martirio de Sócrates –que renuncia a una defensa persuasiva ante el jurado porque prefiere la coherencia–, no desprovisto de temple irónico y en guardia crítica hasta el fin, depara más de una lección al hombre emocional de nuestra sociedad terapéutica, donde Sócrates sigue muriendo.

(Revista Leer, número 265, Septiembre 2015)

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16 septiembre, 2015 · 11:50

Animales de campaña (electoral)

Portada del libro imprescindible que se publicará el 2 de junio.

Portada del libro imprescindible que se publicará el 2 de junio.

Ahora que esta­mos en cam­paña, supongo que se impone hablar de esta­fa­do­res. Se dice que cuando te enga­ñan una vez, el cul­pa­ble es el esta­fa­dor; pero que si ese mismo te engaña otra vez, el cul­pa­ble ya eres tú. A mí siem­pre me ha pare­cido que dos opor­tu­ni­da­des son muy pocas para apren­der si habla­mos de seres huma­nos, esos ani­ma­les de los que tam­bién se ase­gura que son los úni­cos que tro­pie­zan dos veces en la misma pie­dra. O en la misma sigla.

En reali­dad hay otros ani­ma­les tan rein­ci­den­tes como el hom­bre, y no menos leta­les que él, como por ejem­plo el escor­pión. En la cono­cida fábula de Esopo, una rana ayuda a un escor­pión a vadear un río per­mi­tiendo que se enca­rame a su verde espalda, con­fiando en que el ala­crán no le picará por­que se aho­ga­rían los dos. Y sin embargo le pica. Y cuando ambos se están aho­gando, la rana le pide expli­ca­cio­nes y el escor­pión res­ponde com­pun­gido: no lo he podido evi­tar, está en mi natu­ra­leza. Como está la men­tira en la natu­ra­leza de la política.

Los grie­gos eran pro­fun­da­mente deter­mi­nis­tas, algo así como los taxis­tas o cuña­dos de la His­to­ria. Si eres un griego clá­sico tie­nes que acep­tar que las cosas son como son, y que tie­nen poco o nin­gún reme­dio. Todo se reduce enton­ces a sobre­lle­var el pro­pio des­tino inexo­ra­ble con la mayor dig­ni­dad, lo que nos con­ver­tirá en héroes del pue­blo pri­mero y, si por ven­tura hay algún dra­ma­turgo en la sala, en per­so­na­jes inmor­ta­les des­pués.

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De columnas, lectores y flamencas

Si una tarde cualquiera un chateo.

Si una tarde cualquiera un chateo.

El editor de LEER, entusiasta y temerario Borja Martínez, tuvo la ocurrencia quizá orwelliana de convocarnos a Juan Soto Ivars y a mí en un coloquio virtual en Whatsapp bajo su batuta moderadora. Fue el pasado 12 de enero y yo entonces aún no había fichado por El Mundo, de modo que técnicamente éramos compañeros de El Confidencial. La cosa fue divertida, tengo que reconocerlo, más allá de que sienta un precedente terrible que podría terminar con varios géneros periodísticos y al menos un par de sectores industriales, amén de la paciencia más franciscana.

Os dejo el experimento, que quizá sirva para saciar algunas malsanas curiosidades.

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Corrupción, abono literario

La corrupción goza en España de una excelente salud. Abre los periódicos, alimenta el share de las tertulias de la tele, monopoliza las redes sociales y ya hasta ha colonizado las conversaciones de autobús y de ascensor, antaño dominio exclusivo de la climatología. Este año incluso le han dado el Premio Planeta a la corrupción, tratada por Jorge Zepeda en su más negra acepción mexicana.

Tucídides, el primer periodista de investigación.

Tucídides, el primer periodista de investigación.

Lo que sorprende un poco es que tema tan antiguo provoque un escándalo tan nuevo. Aristóteles definió la corrupción como un “estancamiento” que pudre las aguas de la democracia, degenerando en ciénaga de demagogos que abona el terreno para la irrupción del tirano. El mecanismo es tan conocido, y tan indefectible, que causa estupefacción la facilidad con la que los humanos –también los altivos demócratas de la Europa posmoderna– nos precipitamos a cumplir el mismo guión milenario que fijó Tucídides en su Historia de las guerras del Peloponeso. Es la primera descripción en Occidente de un caso de corrupción y sucedió en Corcira en el siglo V a. C. La cita es larga pero su precisión resulta de una escalofriante actualidad:

“La audacia irreflexiva pasó a ser considerada un valor fundado en la lealtad al partido; la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada; la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría; y la inteligencia capaz de entenderlo todo, incapacidad total para la acción; la precipitación alocada se asoció a la condición viril, y el tomar precauciones con vistas a la seguridad se tuvo por un bonito pretexto para eludir el peligro. Estas asociaciones no se constituían de acuerdo con las leyes establecidas con vistas al beneficio público, sino al margen del orden instituido y al servicio de la codicia. Y las garantías de recíproca fidelidad no se basaban tanto en la ley cuanto en la transgresión perpetrada en común”.

Por los mismos años escribió Aristófanes su Pluto, ácida comedia contra el desigual reparto de la riqueza que los gobernantes prometen mientras la practican en exclusiva. La reciente puesta en escena de esta obra en el festival de Mérida serviría a algunos adanistas para descubrir que el discurso contra la plutocracia no es precisamente un genialidad de Podemos. Mención especial merece Luciano de Samosata (siglo II d. C.), quizá el primer genio satírico de la historia, un antidogmático radical y descacharrante cuyos textos asombrosos leíamos en Clásicas como el iniciado que penetra en Delfos y descubre el mayor burdel de Europa. La tradición lucianesca es la que relanzan Jonathan Swift y nuestro Quevedo con sus Sueños, entre tantos otros. Y qué decir de Roma, donde se idearon todos los vicios y todas las soluciones, desde el tribuno de la plebe al pan y circo. De los muchos escritores que eligieron la corrupción como tema literario –la galería de infames de Tácito, los epigramas afilados de Marcial, las sátiras implacables de Juvenal y Persio– yo me quedo con el taimado Salustio, que hizo un carrerón al elegir el bando correcto del divino Julio, rapiñó todo lo que pudo en el año y medio en que César le confió el gobierno de los númidas, fue acusado por el Senado de exacción ilegal en el ejercicio de cargo público y acabó reinventándose como historiador moralista alejado de las vanidades del mundo… en una mansión que los emperadores le expropiarían a su muerte, muertos de envidia. A este precursor tan latino del fraile después de cocinero debemos la sofisticada trama de vileza de La conjuración de Catilina.

Hay en la Edad Media toda una literatura goliarda que fustiga los vicios del poder, ya ocupara este el estamento noble o el eclesiástico, y cuya tradición llega a las chirigotas gaditanas. Pero debemos a los renacentistas algo parecido a un tratamiento sistematizado –casi un género ensayístico– de la corrupción, con Erasmo, Moro y Maquiavelo como faros de costa de la moralidad pública. los partidos (gobierno de los grandes) generan oligarquía. Bien común. “Los hombres son malos todos, y el áncora del bien público está toda entera en la bondad de las leyes, la cual consiste en hacer que los hombres se abstengan, más por necesidad que por voluntad, de obrar mal”, escribe el autor de El príncipe con irrefutable realismo. El gran crítico soviético Bajtín extrae del Gargantúa de Rabelais el concepto de lo carnavalesco como subversión reglada del orden establecido: es decir, como desahogo del pueblo sometido a un régimen opresivo que se perpetúa precisamente gracias a la válvula de escape que supone el carnaval, el negativo lúdico de la revolución.

Así se van sentando las bases de una de las grandes aportaciones hispanas a la literatura mundial, y a los propios paraísos fiscales: la picaresca. Ni el autor del Lazarillo ni Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache ni mucho menos Quevedo en su Don Pablos idealizan lo que cuentan: sencillamente eliminan el filtro de la hipocresía social y lo que queda es la condición humana en pelotas. Una sociedad corrupta, donde el pobre no carga contra la corrupción de los aristócratas por indignación moral sino porque a él se le excluya de ese banquete. El criterio ético del bien común lo salvaron cronistas patrios del XVII –verdaderos periodistas del Siglo de Oro– como Pellicer, Saavedra Fajardo (“La murmuración es argumento de la libertad de la república, porque en la tiranizada nos e permite”, escribe, reflejando el clima social de la España de Felipe IV) o Jerónimo de Barrionuevo. Todos ellos levantan acta del desgobierno de la monarquía y reflejan la carestía reinante. Los pasquines críticos infestan las esquinas de Madrid y la queja general contra el “menoscabo de la Real Hacienda” convive con los arrestos sumarísimos por delito de sedición.

Cervantes, manco para unas cosas y de mano larga para otras.

Don Miguel tampoco era manco.

¿Y dónde dejamos, por cierto, a don Miguel de Cervantes, que fue condenado por irregularidades recaudatorias en el desempeño de su cargo? No deja de ser idiosincrásico que la mayor gloria de las letras españolas cediese en vida a la tentación de la picaresca. Si nos ponemos estrictos, señores, Cervantes fue también un corrupto. Habrá que estar atentos a esos papeles que al parecer Bárcenas está escribiendo en Soto del Real.

Vélez de Guevara levantó los techos de la hipocresía social de la sociedad barroca en su Diablo Cojuelo, y aún tuvo que dulcificar el tono en la segunda parte del libro porque comprendió que su manutención dependía del mecenazgo de aquellos estamentos a los que atacaba.

Será el absolutismo el sistema que venga a aplacar el temperamento crítico de la sociedad barroca, y será el abuso de poder de los reyes absolutos el que justifique la doctrina del contrato social de Rousseau, cuya ruptura define precisamente el fenómeno de la corrupción. El concepto de voluntad general del autor del Emilio es el germen del democratismo moderno, pero también será el chivo expiatorio más invocado por los futuros populistas para encubrir sus propias corruptelas.

La vocación pedagógica de los ilustrados produjo una rica veta de ensayismo didáctico, de intención moralizante. Feijóo, Jovellanos y el viperino Moratín tienen páginas sobre la viciada maquinaria de la administración que ha permanecido inexpugnable a la democracia. Una misma sensación de tiempo perdido que nos despierta el Madrid galdosiano de ¡Miau!, verdadera radiografía de lo que el gran novelista llamó “el panfuncionarismo burocrático”, cuyos frutos más consabidos eran el nepotismo de corte, el caciquismo localista y el revolucionario de salón. Pero caeríamos de nuevo en el papanatismo aldeano si creyéramos que nuestra situación, pese a su proverbial atraso teocrático, era mucho peor en lo tocante a corrupción política que la de otros europeos. Los franceses encontraron su espejo en los burgueses corruptos de Balzac y Maupassant; en los infinitos engranajes del Imperio británico se escondían los arribistas victorianos de Dickens y Thackeray. Y en Italia, entretanto, la semilla de picaresca sembrada por los españoles durante el virreinato de Nápoles y Sicilia germinaba en ramificaciones mafiosas que andando el tiempo llegarían consolidar una vertiente endémica de la novela negra que encuentra en Sciascia su culminación.

No olvidemos la tesis ya clásica de Enzensberger y otros que han señalado el origen español de la Camorra como un sistema paralelo y clandestino de distribución de recursos que florece allí donde ciertas funciones sociales no están suficientemente atendidas por el Estado capitalista, que tampoco puede o quiere imponer la ley del todo. Luego los italoamericanos exportaron el modelo de negocio a Chicago, Nueva York, Atlantic City o Nueva Jersey con el éxito conocido en novelas, películas memorables y series de HBO. Fuera del subgénero mafioso, pero sin salir de Estados Unidos, cabe recordar que la gran aportación –aparte de la estilística– de Hammett y Chandler al canon detectivesco consistió precisamente en la introducción de un propósito de denuncia, pues las víctimas no son ya únicamente de un asesino más o menos sofisticado sino de todo un entramado social injusto que premia con el medro la corrupción de policías, políticos y empresarios, mientras que mantener un código ético solo reporta soledad personal y penuria económica.

Valle instituyó el género de dictador, o corrupción suprema.

Valle instituyó el género de dictador, que corrompe absolutamente.

Un fenómeno parecido ocurría entretanto al otro lado del Atlántico. El genial aforista colombiano Nicolás Gómez Dávila, frente al indigenismo incipiente, no culpaba a España de haber colonizado el vergel suramericano, sino de haberlo colonizado tan mal: “La mejor crítica de la colonización española son las repúblicas suramericanas”. Y comparaba los resultados en limpieza cívica que exhibían los países de la Commonwealth, por donde había pisado la bota británica, con la yuxtaposición de satrapías en las que se habla el español. No es una visión demasiado amable con España, pero el hecho de que la novela de dictador –con el precedente canónico que según la crítica sienta el Tirano Banderas de Valle– se convirtiese en un género casi autóctono desde Panamá hasta Tierra de Fuego parece refrendar su amarga constatación. De toda la narrativa de Vargas Llosa, un autor que ha consagrado a la degeneración de la política buena parte de su obra de ficción, acaso sea Conversación en La Catedral la novela que mejor nos pasea por las simas de general indignidad que propicia todo régimen tiránico y corrompido.

La descomposición de toda superestructura política suele abonar una exuberante floración literaria. Sea porque el fin de la censura suelta las lenguas reprimidas, sea porque en el fango se revela con más plasticidad la naturaleza humana, no podemos olvidar las gestas narrativas de heroicos disidentes soviéticos como Solzhenitsyn o Vasili Grossman desde la óptica realista, o las de Bulgákov o Voinóvich desde la paródica. No se trata solo literatura testimonial, sino de verdaderos informes sobre la vivencia humana bajo el máximo grado de corrupción (lingüística, económica, ética, estética…) jamás alcanzado. Con parecida chapucería aunque menor crueldad cursó el estertor entre elegíaco y bufo del Imperio austrohúngaro, tan formidablemente retratado por Joseph Roth, o por el desopilante Jaroslav Hašek de Las aventuras del buen soldado Švejk. Y la literatura poscolonial ha seguido arrojando frutos de denuncia escalofriante en Oriente Medio y en África.

Nuestro país afronta, si no una genuina descomposición, como poco una olorosa catarsis, y nadie puede discutir la oportunidad de conceder a Rafael Chirbes, novelista ácido del pelotazo inmobiliario, el último Nacional de Narrativa (¡y sin devolverlo!). Lo que está claro es que la corrupción, como buen excremento, resulta un abono excelente para la fertilidad de la imaginación.

(Revista Leer, número 258, Diciembre 2014 – Enero 2015)

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Pla, un vencedor derrotado

El hombre que murió en la cama.

El hombre que murió en la cama.

Cuando oigo decir que ya es hora de empe­zar a estu­diar el fran­quismo sin apa­sio­na­mien­tos, reprimo un hondo sus­piro de melan­co­lía. Ya sería hora, sí, en un país nor­mal: no en uno que revive cada día el espan­tajo del dic­ta­dor para jus­ti­fi­car un deli­rio iden­ti­ta­rio o una eterna revo­lu­ción pen­diente, con­ce­der meda­llas retros­pec­ti­vas, prac­ti­car un revi­sio­nismo absur­da­mente nos­tál­gico y, en gene­ral, ganarse la vida del inte­lec­tual ses­gado con sine­cura ideo­ló­gica, que es el modelo inma­duro de la indus­tria cul­tu­ral española.

Pero a veces topa­mos con tra­ba­jos rigu­ro­sos, labo­rio­sa­mente edi­ta­dos y valien­te­mente pro­lo­ga­dos, muy ale­ja­dos del sec­ta­rismo que alienta en la colo­ni­za­ción cul­tu­ral (enjui­ciar las posi­cio­nes éti­cas de los bio­gra­fia­dos en tiem­pos béli­cos desde la con­for­ta­ble óptica de la pros­pe­ri­dad pos­mo­derna) como este libro del perio­dista Josep Guixà, obra lumi­nosa sobre la rela­ción ambi­gua entre Pla y otros cata­la­nis­tas mode­ra­dos con el fran­quismo. A dife­ren­cia de lo que se ha tra­tado de hacer con Ruano, redu­cién­dolo a nazi sin com­pren­der su pica­resca estruc­tu­ral (y sí: amo­ral, pero nunca faná­tica ni cri­mi­nal), este libro des­cribe con pro­li­fe­ra­ción de docu­men­tos y esfuerzo de com­pren­sión la polé­mica evo­lu­ción ideo­ló­gica del gran escri­tor y de algu­nos cole­gas, desde su crianza bur­guesa hasta su coque­teo juve­nil con el radi­ca­lismo izquier­dista de Macià; siguiendo por el defi­ni­tivo des­lum­bra­miento ante Cambó y el regio­na­lismo pac­tista de la Lliga (posi­ción con­ser­va­dora que ya nunca aban­do­nará); con­ti­nuando por su labor de espio­naje desde Fran­cia para el bando de Franco durante la gue­rra, cuya elu­ci­da­ción pre­cisa es la mayor apor­ta­ción de este libro; y ter­mi­nando por la des­con­fianza amarga con que unos y otros (cata­la­nis­tas y fran­quis­tas, e incluso cata­la­nis­tas fran­quis­tas, con­di­ción mucho más mayo­ri­ta­ria de lo que vende el mito nacio­na­lista y que Guixà docu­menta con lujo) paga­ron sus servicios.

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Las raíces culturales del futuro: el hígado de Prometeo

La 'elocutio', que diría Quintiliano.

La ‘actio’ o ‘pronuntiatio’, que diría el bueno de Quintiliano.

El pasado lunes 1 de diciembre debuté como conferenciante en el imponente auditorio que Caixa Fórum tiene en Madrid con una charla titulada Las raíces culturales del futuro: el hígado de Prometeo. Fue el filósofo Gregorio Luri quien concibió la generosidad inverosímil de fijarse en mí para cerrar el ciclo de conferencias que él coordinaba bajo el título: «A hombros de gigantes. La transmisión filosófica, política y cultural». Para las dos primeras conferencias, don Gregorio reclutó nada menos que a William Kristol y a Rémi Brague, dos intelectuales de renombre mundial y respectivos referentes en Estados Unidos y Francia. Mientras me planteaba la propuesta por teléfono, exactamente hace un año, nunca pensé que de mí arrogante boca saldría un sí. Pero salió: yo mismo me oí aceptando con increíble suficiencia. Y no solo salió el sí de mis labios sino que terminé dando la conferencia.

La cita que mereció el evento en la columna de ABC del maese Ignacio Ruiz Quintano.

La cita que mereció el evento en la columna de ABC del maese Ignacio Ruiz Quintano.

Pasé el verano leyendo ensayos y tomando notas, refrescando viejas tesis y abocetando un texto más o menos contundente y articulado, expurgando las primeras versiones y añadiendo observaciones de última lectura bajo la tutela de don Gregorio. Me metí en el papel, vamos. No puede uno pasarse la vida quejándose de que no le dan bola y, cuando se la dan, volver la espalda al paso amoroso del tren. Si no es lo más ambicioso que he escrito –una furiosa reivindicación del canon occidental en tiempos de liquidez posmoderna–, está cerca; en todo caso han pasado cinco días y todavía no he cambiado de posición respecto de las resueltas sentencias que blandí desde el atril. Por esta razón, y en la confianza de que el trabajo realizado redunde en algún provecho para mis improbables lectores, ofrezco ahora en mi blog gratis et amore –el directo costó cuatro euros, la mitad para clientes de La Caixa– tanto el texto literal como su ejecución oral, suerte en la que aún no me defiendo con la soltura que desearía, como se advierte en los vídeos. Apenos me atrevo a levantar la vista del papel, exactamente lo que he criticado en los políticos, leo a velocidad ininteligible y por momentos la zozobra nerviosa de mi voz se vuelve intolerable. Pido disculpas por ello con el propósito de enmendarme para trances futuros, llenando si es preciso mi boca de guijarros playeros como Demóstenes; pero si el Rey Felipe todavía gallea, yo, monárquico declarado, no voy a ser menos. También debo aprender a sujetar la mente y terminar una frase antes de empezar otra, incapacidad manifiesta en el vídeo del coloquio que sucedió a la conferencia.

La revista LEER, con la que colaboro y que envió a Caixa Fórum una delegación de entusiastas dignos de mejor causa, publica en exclusiva el texto de la conferencia con un pulcro esfuerzo de presentación que aprovecho para agradecer a Borja Martínez, incluyendo la ilustración de Prometeo martirizado que imaginó Rubens con el grandioso efectismo marca de la casa. Aquí va la conferencia. ¿Qué mejor plan para este puente?

Y aquí, con toda mi vergüenza por fuera, los vídeos de la conferencia y del coloquio:

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Josep Pla, el penúltimo facha

Pla, fumándose la opinión de El País. Ilustración en el 255 de LEER de David Pintor.

Pla, fumándose la opinión de El País. Ilustración de David Pintor en el número 255 de LEER.

El pasado domingo 14 de septiembre El País, cumpliendo una tradición encomendada en persona por Voltaire y Diderot al diario de Prisa para que vele por la pureza ideológica de la cultura española, publicó un artículo titulado Pla, espía número 10 de Franco. Se hacía eco de una investigación del periodista Josep Guixà que la editorial Fórcola publica bajo el nombre Espías de Franco. Josep Pla y Francesc Cambó. Javier Fórcola es un gran editor para quien la búsqueda de un modesto gancho comercial no está reñido con el escrúpulo estético y la exigencia intelectual a la hora de planear sus lanzamientos. La verdad es la verdad, la diga Agamenón o Guixà, quien seguro ha escrito un libro documentado y riguroso, tirando por lo demás de un hilo viejo y conocidísimo: la labor de espionaje que el genio ampurdanés desarrolló para el bando nacional durante la guerra. Lo que no se sabía era el grado exacto de compromiso de Pla en esta tarea, y bienvenida sea la historiografía honrada para fijarlo.

En una guerra civil, un escritor sirve para muy poco: básicamente para hacer propaganda de un bando o de otro y para elaborar informes de inteligencia. También puede elegir el exilio y acabar muriendo en la Fleet Street por inadaptación fatal a los hunos ni a los hotros, caso que fue el de Chaves Nogales. Pero en España, en 2014, cuatro años después de la edición revisada y aumentada de Las armas y las letras, la cosa sigue funcionando más o menos como desde 1975, año inaugural de la Gran Revancha o antifranquismo cultural de maniqueísmo y pesebre. Con lo útil que habría sido el antifranquismo con Franco vivo.

Según esta ley de hierro, que a los nacidos en 1982 y por ahí nos sume en la desesperación y en un senequismo prematuro como de payaso suicida, hay que prohibir la palabra chiringuito porque la puso en circulación el fascista de Ruano. Sin embargo, hay que bautizar todos los colegios públicos que admita el presupuesto con los nombres de Alberti y Neruda, pese a que el primero firmaba durante la guerra en un periódico obrero una columna titulada «¡A paseo!» donde hacía exactamente lo que se esperaba del epígrafe: iba señalando a los intelectuales depurables que, efectivamente y una vez puestos en la diana por el camarada poeta, acababan en la checa y de ahí a Paracuellos. Y no es que Alberti y Neruda se dedicaran a versificar y unos descontrolados les interpretasen mal; no, no: formaban una célula homologada del Komintern perfectamente autorizada para la purga ideológica de retaguardia, entrañable afición de tanto arraigo en la tierra por donde vaga errante la sombra de Caín. El caso de don Pablo, además, se antoja especialmente inadecuado para prestar nombre a escuelas u hospitales, pues abandonó a su hija en cuanto se enteró de que padecía una severa hidrocefalia. De ella moriría la niña a los ocho años sin haber conocido a su padre, que estaba demasiado ocupado en enhebrar odas a Stalin. Vasili Grossman, en cambio, adoptó a las dos criaturas de su mujer, viuda de un purgado por Stalin, para evitar que fueran deportadas a un orfanato para hijos de contrarrevolucionarios, poético lugar que sin temor a la incongruencia bien podrían haberlo llamado Archipiélago Neruda, por ejemplo.

Y sin embargo no se nos ocurre decir que no haya que leer a Alberti, o que Neruda no sea un prodigioso renovador de la poesía castellana. Ni tampoco pedimos para el olmo de la mezquina estirpe formada por los escritores y los artistas en general las peras del heroísmo moral de Grossman, verdaderamente excepcional. Del genio su obra; a él, ni con un palo.

Ahora bien. Pla cometió el error de espiar para el bando equivocado, a efectos de la Gran Revancha. Y aunque al parecer Guixà prueba que ninguno de sus informes justificaron una sola represalia letal, es evidente que no se comportó como un héroe. Ni falta que hace para lo que nos importa a sus devotos lectores. Pla había cubierto la degeneración quemaconventos de la República y por su talante conservador, amante del orden y los buenos alimentos, estaba cantado que ayudaría al Movimiento. Lo cual ni siquiera lo convierte en un facha, pues su colaboración parece ser que fue pura táctica para evitarle a su amada Cataluña la ruina total de una prolongación del conflicto. Y si de todos modos Guixà probase que Pla le preparaba personalmente las sopas al Caudillo, tampoco saberlo disminuiría un ápice su consideración literaria, como espera que suceda el autor de la nota de El País, terriblemente obsesionado por hacer aparecer al gran escritor como un cobarde, un vendido, un franquista desorejado y basta ya de tanto homenaje y reedición, coño. Qué diferente el ponderado enfoque que usa el redactor de La Razón en la elaboración de la misma noticia; y que nadie advierta en esta oposición el consabido esquema de preferencias que evoca la mancheta progre contra la mancheta rancia: sencillamente el texto de La Razón no lleva incorporado al monaguillo de sotanita rasgada proclamando entre líneas el escándalo que le produce todo, qué horror, el Josep Pla, qué vergüenza, tú. Esta vez la mera información está del lado de Marhuenda.

La dramática infantilización de la inteligencia que padecemos demanda potitos de moralina que mezclen lo nutritivo con lo tragadero, de tal modo que el distingo entre ética y estética, conquista conceptual que rige la Historia del Arte y de la Literatura, se vuelve una provocación. Así que hay que rehacer el canon. Vamos camino de resucitar un Index laico donde figuren en exclusiva los escritores que se muevan en bici, se alimenten de brócoli y solo pisen los burdeles para afiliar a las putas a la Seguridad Social. A ver cuántos nos quedan. Entretanto, la industria cultural española es un sectarismo que no cesa. Por ideología y por los intereses creados bajo su bandera, claro. Que a nadie le han dado un Instituto Cervantes por reeditar a Foxá.

¿Hay una campaña orquestada para disuadir a las nuevas generaciones de la lectura de impuros como Ruano o Pla? Yo no creo en orquestaciones maquiavélicas ni en el vestuario del Real Madrid, que ya es decir. Pero ciertas adhesiones que ha traído El marqués y la esvástica, el libro contra Ruano (magistralmente reseñado aquí) que subió el rubor a las mejillas acomplejaditas de la novicia Fundación Mapfre, hace pensar que hay nombres de nuestras letras recientes que molestan. Que molestan bastante. Lo bueno es que toda fatwa excita el interés por el condenado, y yo puedo decir que acuden a mi Twitter jóvenes estudiantes de Periodismo y lectores en general pidiéndome títulos de Ruano, Pla o Camba; curiosidad que me apresuro a saciar lleno de esperanza en el futuro.

Dejen ustedes que leamos lo que nos salga de los cojones, señores mandarines de la intelligentsia. Sobre todo cuando no producen ustedes nada capaz de competir ni de lejos con Ruano o con Pla.

Portada del número 255 de LEER, septiembre de 2014.

Portada del número 255 de LEER, septiembre de 2014.

Y dejando de lado la santa política -o no, porque al final no se puede-, aquí va mi homenaje estrictamente literario al mayor prosista de las letras catalanas, portada del número 255 de la revista LEER, septiembre de 2014. Ojalá muchos más espías de Franco escribiendo como él.

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