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El dios del bipartidismo llora sobre 2014

El autor, acreditado por Zoom News en la tribuna de prensa del Congreso para cubrir la proclamación de Felipe VI.

El autor, acreditado por Zoom News en la tribuna de prensa del Congreso para cubrir la proclamación real.

En la hora del balance, que es el pasatiempo encontrado por los periodistas para demorar el encuentro en la cena con el cuñado, se abre paso un acuerdo general en torno a la emergencia de Podemos como noticia del año. La competencia es dura: la abdicación de Don Juan Carlos y la proclamación de Felipe VI, la retirada de Rubalcaba y la elección en primarias de Pedro Sánchez, la crisis del ébola, los asaltos a Melilla, el desborde de la corrupción, la dimisión de dos ministros, la Décima del Real Madrid. No necesariamente en este orden. Pero la impresionabilidad tertuliana insiste en que el dios del bipartidismo llora sobre 2014.

Si abrimos el foco al tablero internacional, la competición se recrudece: la ígnea Ucrania, el terror del Estado Islámico, las paces cubanoamericanas, las cosas del zar, el escaso humor norcoreano, la catequesis global de Francisco, los polvos de Hollande y los lodos de Grecia. Y sin embargo nadie se atreve a sugerir la noticia más importante para el interés directo del español: el despunte de la recuperación económica. Con todos los matices, pero sin miedo a la fatwa temible que cae sobre el sospechoso de propagandista pepero, porque la verdad a veces coincide con la odiosa propaganda oficial y en esos momentos se requiere tanto coraje para decirla como cuando no coincide. O más.

Dejaré al margen mi simpatía entomológica hacia don Mariano, que es la clase de afecto libre que nace por el político al que no hemos votado. (El que sí hemos votado nos compromete a una indignación por día, generalmente.) Reconozco que don Mariano me resulta simpático por las mismas cosas por las que les resulta antipático a todos los demás: porque no sabe comunicarse la primera de ellas, aunque uno lo ha visto durante años defenderse en el Congreso con suficiencia insultante. Pero lo que me importa de este hombre, al margen de que le respete y no le vote, es lo que hace con mi país. Con el que, por otra parte y como ha señalado Pablo Iglesias en reciente artículo, poco se puede hacer por la escasez de margen soberano que le queda a un Estado miembro de la Unión Europea que no sea Alemania. En la Europa del siglo XXI solo hay un camino: la economía social de mercado al dictado de una ortodoxia supranacional. Peor fue el camino del siglo XX.

La ejecutoria de Rajoy no ha sido desastrosa sino directamente imperceptible en todo lo que no fuera economía, donde ha practicado el inevitable continuo socialdemócrata con guarnición de austeridad: recortes e impuestos, reforma laboral y a esperar a que escampe. El ajuste ha funcionado y ya hasta se pueden pactar subsidios de desempleo con los sindicatos: quien vea liberalismo o conservadurismo ahí es un sentimental. La poda del Estado, la regeneración política o el lío territorial son asuntos temerariamente aplazados. Ahora bien, soy de los que se malician que don Mariano todavía puede rendir un balance positivo en las generales si el empleo sigue creciendo y el separatismo catalán desinflándose. ¿Se imaginan ustedes que el plan le sale bien y gana las elecciones en 2016 y gobierna otros cuatro años? No habría bronce suficiente en los casetones del Panteón para fundirle la estatua al dios celta de la indiferencia. Porque de momento don Mariano está sentenciado por la opinión pública, que es esa señora del sketch de Martes y Trece que rechaza dos cajas de detergente Gabriel en lugar de una del mismo detergente Gabriel.

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Es la Navidad, estúpido

Navidad de 1942. Un soldado estadounidense reparte su chocolate entre unos niños.

Navidad de 1942. Un soldado estadounidense reparte su chocolate entre unos niños.

A un oficial que le pidió a Churchill unos días de asueto con su familia en plena guerra mundial, el premier le respondió:

–¿Vacaciones? Las vacaciones son un concepto de paz

Y el oficial se reintegró de inmediato al frente.

La Navidad parece un concepto de paz, pero lo es tanto como de guerra. En Navidad siempre hay un ministro o un primer ministro o un segundo primer ministro que viaja hacia desiertos remotos y lejanas montañas donde nuestros muchachos pasan la Nochebuena preparando la guerra para tener la paz, reza el adagio latino. En España este año le ha tocado a Soraya personarse en Afganistán, y a su regreso ella misma me contó en la copa de prensa monclovita que allí ahora no hace frío, lo cual complica la interpretación fidedigna tanto del Blanca Navidad como del Noche de Paz, entre otros entrañables villancicos. Mi preferido es de José Luis Perales, compositor cálido de mi infancia, artista injustamente preterido en beneficio de histriones como Raphael o chuloplayas como Julio: “Ven, soldado, / vuelve ya, / para curar tus heridas, / para prestarte la paz”. Claro que un soldado de veras no quiere regresar a casa por Navidad, porque su casa es la guerra y una cena de Navidad su verdadero infierno.

De las cenas de Navidad, de empresa como de familia, o incluso de empresa familiar –a las que se va directamente en traje antiébola–, uno puede salir como Jünger en Tempestades de acero: “Prescindiendo de pequeñeces como los rasguños y las contusiones producidas por balas de rebote, mi cuerpo había retenido al menos catorce proyectiles que dieron en el blanco, y contando las entradas y salidas me habían dejado veinte cicatrices. […] En aquella guerra en la que ya se disparaba más a los espacios que a los individuos había conseguido que once dieran en mi cuerpo”. De ahí que estos días proliferen las piezas de telediario y los decálogos digitales sobre cómo sobrevivir a la reunión navideña, tan inexorables como las medidas para no deshidratarse con la ola de calor en agosto. En ambos casos el taimado periodista se excusa en unos “expertos” a los que al parecer se les encuentra en el listín siempre dispuestos a decir perogrulladas.

De perogrulladas está llena la Navidad, en donde tan tópico resulta la insufrible comedia moñas de sobremesa como los visajes del hipster anticastizo: ambos están ya contenidos en la obra de Dickens que funda el relato occidental aún vigente de lo navideño. Paradójicamente, poner en pie un tópico que dure es quizá la mayor prueba de originalidad que distingue a la obra maestra. Cuento de Navidad lo es, del mismo modo que llamar kafkiano a lo desasosegante constituye ya un lugar común. Así que mientras odiemos la Navidad o bien nos compadezcamos del niño con mocos que la pasa sin regalos, seguiremos siendo criaturas de Dickens: canónicamente navideñas.

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¿Y qué opina Willy Toledo?

Disfrazando la inevitable traición.

Disfrazando la inevitable traición.

El día en que el Papa Francisco cumplió 78 años, Obama y Castro anunciaron al mundo el fin de cinco décadas de bloqueo. Embajadas, viajes y bancos: diplomacia, movilidad y dinero. Tres extravagancias para los cubanos que van a dejar de serlo. ¿Genialidad histórica de Obama o capitulación vergonzante? Por lo pronto, Obama logra que deje de hablarse de sus problemas reales en Irak, Siria, Rusia y Corea del Norte y a cambio vende la foto de la recuperación de la iniciativa exterior en un conflicto tan glamuroso, tan cinematográfico como el cubano. Para Estados Unidos hace mucho que Cuba dejó de representar una amenaza –como mínimo desde la caída de la Unión Soviética–, pero la política sirve también para revestir la irrelevancia de rentable simbolismo: tras gruesas decepciones en lo mollar, Obama quiere pasar a la historia como el presidente que levantó el bloqueo cubano. No deja de ser un título honorífico, porque la fruta estaba madura hace tiempo, pero tampoco es el marquesado de Del Bosque.

Todo parece indicar que se trata de una magnífica noticia para la libertad de los cubanos, y por extensión para todos los sufridos habitantes del eje bolivariano en Iberoamérica. El imperio penetra en la aldea irreductible con carta de oficialidad y declaración conjunta: ahora será más difícil sostener según qué retóricas de sonrojante maniqueísmo. Por mucho que Maduro corra a apuntarle la victoria a Fidel, igual que Kirchner, y que el propio Raúl proclame que ni uno solo de los principios de la Revolusssión queda afectado, lo cierto es que el deshielo financiero facilitará presumiblemente la normalización de Cuba hacia la economía de mercado, principio que no figura en el manual del marxista innegociable.

Ahora bien. La apertura mercantil y diplomática no creará de suyo las condiciones de una vida aceptable en Cuba sin la compañía de una radical transición política; eso es obvio. Pero lo que de verdad impide prender cohetes en hilera y batir campanas es el factor sociológico, es decir, la inexistencia de una burguesía que pueda sostener la aceleración cubana hacia el progreso hasta ponerse en hora con el reloj de la historia.

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El ridículo sueldo de Mariano Rajoy

Don Mariano haciendo economías.

Don Mariano haciendo economías.

En aplicación de la Ley de Transparencia el Gobierno ha montado un portal –que es lo propio de la Navidad– donde se publican las subvenciones a partidos y los sueldos de los altos cargos, entre otros datos de morboso escrutinio. A los periodistas más anglosajones de entre nosotros siempre les parecerá poco, pero bien está el paso hacia la lejana arcadia democrática, donde todos los pastores tienen bolsillos de cristal.

A mí, que no soy anglosajón, me tiene escandalizado el sueldo ridículo de nuestro primer ministro, hombre que según fundados indicios preside España desde hace tres años, se sienta en el Consejo de Seguridad de la ONU y responde al nombre de Mariano Rajoy. Por atender estas y más graves responsabilidades cobra unos irrisorios 78.185,04 euros, prácticamente la cifra más baja en el complejo monclovita si exceptuamos a la señora (o señor) de la limpieza, y no estamos seguros. Yo creo que semejante salario podría llegar a explicar muchas cosas, como por ejemplo la aversión de don Mariano a prodigarse en los medios; al fin y al cabo, el pequeño Nicolás lo hace por dinero.

Explicaría también el hecho de que nadie en el PP, con la pedriza que les cae desde las encuestas y la desesperante pachorra con que se toma Rajoy la nominación de candidatos en año electoral, se haya avenido aún a montarle una rebelión interna digna de tal nombre: esto se debe al miedo que inspira un hombre que aguanta lo que aguanta ganando lo que gana. Abolida la rumbosa práctica del sobresueldo, hay que pensar que a Rajoy no le importa el dinero, y eso en un país de pícaros es como mentar a Jehová.

Pero lo que en los trepas de partido cursa con temor reverencial, en la calle suscita una absoluta falta de respeto. Un hombre que gana 78.185,04 euros por dirigir la décimo séptima potencia económica del planeta no puede aspirar a gran cosa en términos de ese sano maquiavelismo que prescribe, si no el amor del pueblo, al menos el temor al príncipe como garantía de autoridad. Es muy probable que a mi amigo Sostres, que defiende como Pla el fundamento monetario de la moral, se le haya caído un mito.

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La españolidad airada de Podemos

¿De veras no ven ustedes a don Íñigo pactando con el PP?

¿De veras no ven ustedes a don Íñigo pactando con el PP?

Durante la Gran Guerra los españoles se dividieron –el verbo que mejor conjuga un español– en germanófilos y aliadófilos, y dirimían sus diferencias en los cafés con el escaso sosiego propio de la raza hasta el punto de colmar la paciencia esteticista de Ramón, que terminó por prohibir en Pombo que se hablara de la guerra. Por entonces hizo fama el viñetista Bagaría, que alcanzó un grado sublime de españolidad satirizando al Káiser para un periódico aliadófilo y firmando con seudónimo para otra publicación sarcasmos contra franceses e ingleses; cuando le descubrieron, salió del paso con una genialidad: “Odio la guerra en todas sus manifestaciones, y qué mejor forma de demostrarlo que atacar a los dos bandos”. De este encaste de pícaros de la intelectualidad provienen también Pablemos y sus muchachos.

De continuar la deriva emprendida, Podemos va a acabar achicando el espacio al PP. Un aplauso más al papa, un guiño más al funcionario, otra mirada amorosa a la tropa de infantería y Cospedal tendrá que salir con su mantilla más tupida a insinuar que ya con el PSOE no: que ahora, por mor de la pura afinidad ideológica, con quien se plantea el pacto de gobierno el PP es con Podemos.

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Partido Postigo

Jaque Mato.

Jaque Mato.

Parece ser que los europeos no usan postigos. La costumbre de escudar las ventanas para ponernos a salvo de la curiosidad ajena es netamente española y uno, que es europeo tan solo mediante el original modo que tiene un español de serlo, se escandalizaba cuando viajaba por ahí y advertía el campo abierto al voyeurismo que ofrecen los desnudos ventanales de Europa. Por el contrario el nuestro es un país entre visillos, y el fenómeno me parece digno de estudio.

Como no estoy a salvo de los tópicos historiográficos ni de las opiniones de los volterianos ratoneros –“país de pandereta”, “Españistán”, “Spain is different” y en este campanudo plan– lo primero que hice fue culpar a la Inquisición, a quién si no, que habría inducido una sospecha secular, epigenética casi, en el homo hispanicus al punto de hacerle desconfiar por sistema del vecindario, temeroso siempre de una hipotética delación. Esto habría excitado un españolísimo sentido del pudor y la intimidad del que desde luego carecen las guiris que con suma facilidad nos levantábamos en la calle Huertas.

Luego pensé que aquella desconfianza por defecto tenía su reverso positivo, que es una hidalga noción de la dignidad individual, nota presente en nuestra literatura más o menos desde doña Jimena, por no hablar de la tauromaquia. Por ahí, por nuestro acendrado individualismo y nuestra resistencia a la colectividad –cosa de protestantes– fuimos asentando un narcisismo de lo propio que encontraba su lógico corolario en el desprecio de lo ajeno por el mero hecho de ignorarlo, como vio Machado. Y de toda esa madeja psicológica se fueron desovillando complejos tan idiosincrásicos como la raíz honda de la envidia, la obsesión por la pureza de sangre, el sectarismo de capilla angosta, la enfermiza atención a la vida sexual de los demás o la delirante conciencia de que hay un genio o un santo o un héroe agazapado en el interior de cada español, según satirizó Camba.

Lo que no habría en España es gente normal: gente de una razonable mediocridad, de un elemental sentimiento comunitario, personas juiciosas que han llegado a la conclusión de que sus vidas no son tan interesantes como para blindarlas tras complicadas celosías. Pero este grato tipo de paisano –las pruebas en Instagram– no alcanzó en nuestro país una masa crítica. Piensen ustedes que aquí los mayores escándalos los causan siempre los casos de escuchas: del CESID a la malsana curiosidad que echó a Garzón de la judicatura; de los memes a cuenta de Snowden y Obama al SMS de Rajoy a Bárcenas. No importa tanto la gravedad real del caso sino el propio hecho de que algo oculto salga a la morbosa luz. El peque Nico es el último ejemplo de ese morbo. Si nada aterrorizaba tanto a los galos como que el cielo cayera sobre sus cabezas, nada roba el sueño al español como el temor a que un fallo en Whatsapp desvele sus mensajes en alguna web global de cotilleos. Como si el adulterio o sus intentos entrañaran alguna originalidad. El mecanismo mental es inexorable: el pudor excesivo obliga a una hipocresía excesiva y genera una vergüenza proporcional cuando el velo se rasga.

Y como han tenido la paciencia de llegar hasta aquí, ahora les hablaré del PP, que sé que es lo que les gusta. El Gobierno del PP ha impulsado la primera Ley de Transparencia y hoy mismo don Mariano presentará en el Congreso nuevas medidas de regeneración política. Pero don Mariano tiene un grave problema de credibilidad porque no ha alcanzado todavía su sueño, que consiste en que dejen de mezclarle de una santa vez con esos golfos del Partido Popular. Lo ha intentado con tanto ahínco como Soraya, pero lo tiene difícil porque los papeles aseguran que de hecho es el jefe del Partido Popular, del mismo modo que Jaimito se quejaba a su madre de que no quería ir al colegio y ella le respondía que debía ir porque tenía 50 años y era el director.

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27 noviembre, 2014 · 11:08

Podemos y Cataluña: el indiscreto encanto de la burguesía

El círculo de Podemos: los ojos de la boa Kaa que obnubilan a los pijos.

El círculo de Podemos: los ojos de la boa Kaa que obnubilan a los pijos.

La única inexactitud sugerida por el Jefe del Ejército, más allá de la inexactitud fundamental que supone el hecho de que un militar opine, es que España juegue en su analogía el papel de metrópoli de Cataluña, cuando las evidencias de renta económica e iniciativa política señalan que ocurre exactamente al revés. A Manuel Vázquez Montalbán no le gustaba la famosa sentencia de Wenceslao Fernández Flórez según la cual Cataluña es la única metrópoli que desea separarse de su colonia. No le gustaba, claro, porque no era tonto y porque era comunista, y por tanto sospechaba que Fernández Flórez metía el dedo en la llaga al señalar que el nacionalismo catalán era una afición de burgueses. Como así es, en efecto. Don Wenceslao era gallego, tierra entonces de miseria en comparación con Cataluña, y no podía entender un movimiento de liberación nacional que se apoyase no en la humillación de los oprimidos sino en el egoísmo de las clases medias y altas.

En Cataluña, como en Escocia o en la Padania, el independentismo es un juego de clases acomodadas que quieren serlo más, es decir, pagar menos impuestos a los pobres del sur del Ebro y tocar a menos bocas en el reparto de los propios, con los cuales además seguir haciendo suculentas distracciones al 3% sin miedo al ojo de la Hacienda central. No por pesetero e insolidario deja de ser menos transparente el empeño: menos comprensible es el caso vasco, cuyos nacionalistas, logrado el cupo, apelan a un esencialismo étnico que sonrojaría ya a Darwin. El hecho desnudo es que en las dos regiones históricamente más prósperas de España ha arraigado un sentimiento de vergüenza hacia el resto de la Península que no es alimentado por un escarnio sistemático, como el de los congoleños a manos de Leopoldo II de Bélgica, sino por el asco de mezclarse con pobres en alpargatas. De ahí la frase de Fernández Flórez.

Racismo y burguesía siempre han trabado bien, porque el que tiene su capitalito teme más que lleguen otros a quitárselo que el que no tiene nada, como el obrero, o el que tiene mucho, como el aristócrata, que propende antes al paternalismo que a la xenofobia. Pero revolución y burguesía conjuntan aún mejor. Todas las revoluciones –las buenas, como la inglesa y la americana; las mediopensionistas, como la francesa; y las vesánicas, como la bolchevique y la fascista– las ha hecho la burguesía, y el proletariado ha sido en ellas lo de siempre: la carne de cañón. Es natural que así sea, porque el proletario no tiene tiempo ni formación para idear revoluciones y lo que desea ante todo es convertirse en apacible burgués. Es el burgués el que posee lecturas y energía para entretenerse en hacer listas de agravios cuando la vida le ha despechado o no le ha catapultado adonde esperaba. Una checa siempre la empieza llenando un profesor ex burgués que señala con la pluma al editor que no le publicó antes que el miliciano lo sentencie con la pistola.

Recuerdo estas elementales nociones de sociología histórica porque han sido confirmadas por el último CIS, que identifica al votante mayoritario de Podemos como urbanita de clase media más o menos afectada por la crisis y con estudios universitarios. O sea el pijiprogre, pues el proletariado no entiende La Sexta, evidentemente, sino Telecinco. A los de Podemos les llaman con toda propiedad la casta de Somosaguas, Monedero es profesor de máster en ICADE, Errejón no puede disimular su dicción de niño pijo y las adhesiones ardorosas a su causa no se pronuncian en las fábricas de Fuenlabrada sino en las teterías del Barrio de Salamanca, donde declararse podemista es pura moda trendy como la talasoterapia o la crema de células madre.

–Pues yo voy a votar a Podemosss, tía, que está todo fataaal –se despereza la milf desde el centro burbujeante del spa del Metropolitan.

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La palabra más hermosa de Rajoy

Rajoy ejecutando una heroicidad extravagante: decir que no.

Rajoy ejecutando una heroicidad extravagante: decir que no. Y con prensa delante.

Pasé el fin de semana en Barcelona, maravillosa ciudad, ocasionalmente afeada por la lluvia o la propaganda. Comí unas cosas exquisitas y muy caras por recomendación de Sostres, que reserva su filantropía para las distancias cortas. Y entendí, paseando la ciudad, que el independentismo es una ficción mucho menos poderosa de lo que pensamos en Madrit, a la manera en que un ruido súbito y continuo en la noche resulta bastante menos inquietante si nos levantamos a comprobar que un grifo no estaba bien cerrado.

Puedo equivocarme, pero ahora ya no estoy tan seguro de que veré la independencia de Cataluña. Una guerra de independencia no se libra a golpe heroico de banderola balconera; sobre todo porque son muchos más los balcones desnudos, gritando su estricta elegancia neoclásica o modernista. Y porque unos carteles amarillos que rezaban por las calles del Ensanche “Independencia es cohesión social” o “Un país independiente es un país sin listas de espera hospitalarias” –la verdad es la mentira, la guerra es la paz– nunca engañarán a los suficientes si tenemos en cuenta el coeficiente de estupidez de Carlo M. Cipolla, según el cual la cuota genética de estulticia local se mantiene básicamente constante a lo largo de la historia, más allá de inflamaciones levantadas por la televisión o las crisis económicas. La gota rítmica, malaya, de la propaganda genera independentistas, qué duda cabe; pero también escarmienta, hastía y vacuna. Y no digamos ya si encima se viaja o se lee.

Para ayudar a la gota a hacer su trabajo de horadación Artur Mas confiaba en Rajoy. Confiaba primero en que Rajoy siguiese siendo Rajoy, de modo que le tolerase salir a saludar a la caída del telón tras la representación de la farsa, como cualquier comediógrafo. Y en el peor de los casos confiaba en que Rajoy dejara de ser Rajoy, es decir, que le procurase alguna imagen de autoridad, que viene a ser la estimulación clitoriana del nacionalismo, cuya intimidad psicológica es de inclinación masoquista. Pero funcionó el primer supuesto: el mero onanismo de los narcisos estelados y su monja sicalíptica, en ausencia del padre prior.

Me cuento entre los que sintieron frustrados el domingo cuando el compareciente gubernamental resultó el ministro Catalá y no el presidente. En la rueda de prensa retardataria de hoy, don Mariano ha sugerido que salir él el domingo habría conferido seriedad a la Mas-carada, y que lo que habría deseado el sedicioso ya cachondo es alguna foto de la legítima violencia que en democracia monopoliza el Estado. Pero los españoles no le pedían tanques ni esposas, don Mariano: le pedían que hiciera lo que ha hecho hoy, pero el domingo.

Los tiempos en política son como el medio en periodismo: el mensaje. Hablando 72 horas después, Rajoy manda un mensaje de desprecio al envalentonado independentismo; pero no hablando el domingo, mandó otro de indiferencia a la humillada ciudadanía de España. Y esa factura se la pasarán cuando les pida el voto.

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