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Carta a un joven columnista

Me dices que quieres ser columnista y me preguntas qué tienes que hacer para ver tus columnas publicadas en un periódico importante. Cuál es el camino más corto, seguro y directo para que tu firma alcance renombre, para que incluso -poniéndonos verdaderamente risueños- puedas un día vivir de ejercer el oficio de columnista. Te agradezco que acudas a mí, porque eso significa que crees que puedo ayudarte, y ayudarte no en un sentido puramente material -facilitándote contactos, recomendándote a alguien, abriéndote las páginas de mi propio periódico- sino espiritual. Es decir, crees que puedo transmitirte algunos conocimientos, experiencias y trucos del oficio que te sirvan para recorrer el angustioso trecho que separa tu vocación de su cumplimiento. O sea, tus textos de sus potenciales lectores.

Hubo un tiempo en que la autoridad para dar consejos la concedía la edad. Hoy el columnismo es un oficio cada vez más joven y cada vez más concurrido y cada vez más precario, y es precario porque está muy concurrido por gente muy joven: se trata de una ley elemental en cualquier mercado -también el de la lectura- que no necesitas que te explique. España ha sido un país fértil en columnistas; en general, ha sido fértil en solistas de cualquier disciplina: se nos ha dado mejor el quijotismo que la industria. Y en la Transición, como en la Segunda República, gozaron de una particular relevancia, razón de que estén tardando en jubilarse algo más de lo recomendable. Todavía se tiene a gala decir de Fulanito que murió con la pluma en la mano y habiendo enviado puntualmente la columna del día (escrita seguramente por su viuda): qué necesidad. Esta actitud correosa, de la que parecen excluidas las generaciones menos pugnaces (por más libres) que han venido después, creó un tapón gremial que empezamos a romper los nacidos en los años ochenta. Tal es la causa de que a los de mi quinta aún se les llame «jóvenes columnistas». Pero lo cierto es que voy a cumplir cuarenta años y que publiqué mi primera columna a los veinte; se titulaba Lógica y ola de frío, salió en un modestísimo periódico local de Madrid y estaba atestada de citas filosóficas y de otros vicios retóricos que quizá pueda ayudarte a conjurar. A la experiencia de dos décadas haciendo columnas me acojo para ello.

He mencionado la Transición. Y alguien podría pensar -tú mismo, sin ir más lejos- que vincular la Transición, o la República, o cualquier otro periodo políticamente connotado al desempeño del columnismo sugiere que no se puede ejercer el oficio de la opinión en prensa sin opinar de política. Pues bien, eso es exactamente lo que trataba de sugerir. ¿Significa eso que la nota costumbrista o el arrebato lírico o la crónica cultural más o menos camuflada o el calentón futbolero o la cómica vicisitud de una divorciada letraherida o la plegaria de gratitud por un atardecer familiar en la sierra no tienen cabida en una columna de periódico? Yo no he dicho tal cosa. Lo que intento decir es que un columnista de prensa ha de ser en primer lugar un observador de la vida pública del país; si su circunstancia personal le ayuda a formarse una opinión sobre la marcha de la polis, de la comunidad en la que el columnista vive, bienvenidos sean su uso y su abuso. Pero no debes olvidar, si realmente quieres dedicarte a este oficio, que el columnista es un espectador privilegiado, porque además de ver goza del privilegio de hacer oír su voz con el aval de un medio de comunicación. Los columnistas ombliguistas pueden atesorar mucho talento y toda la vis humorística del mundo y un pulso conmovedor para el boceto de las nimiedades cotidianas, pero ni dominan ni duran en este negocio; o duran por la respiración asistida del patrón ideológico o empresarial, nunca por el favor del público. Y está bien que no duren, porque han traicionado el pacto social con el lector, que lo mínimo que espera de un columnista es que se moje un poco.

Intelectuales y patriotas

¿Significa eso que tienes que convertirte en un intelectual? Bueno, a estas alturas parece imposible rescatar esa palabra del barro donde la hundieron a pachas los propios intelectuales por un lado y los populistas por el otro. Pero si tu voz no aspira a la influencia, una influencia real y mensurable que provoque adhesiones y amenazas, entonces es mejor que te dediques al posteo de estados de ánimo en tu red social favorita. Y por cierto, no confundas la influencia con el poder. El poder, en columnismo, es un atributo que solo fascina a los mediocres que persiguen el cohecho o a los resentidos que claman venganza, y un buen columnista no puede ser ni una cosa ni la otra. En cambio desearás la influencia, no ya por vanidad -en todo caso un motivo más sano que la ideología- sino porque te preocupa en alguna medida la deriva de tu país, ese solar centenario donde viven y mueren tus conciudadanos. A esa preocupación la llamábamos antiguamente patriotismo, si esa palabra no yaciera en el mismo barro que ahoga a los genuinos intelectuales por culpa de los mismos verdugos. Un columnista, sí, es un patriota. No lo olvides.

Tu segunda patria es tu lector. Él es el que manda. Y es el único que debe mandar. Pero al mismo tiempo es el último al que debes someterte, precisamente porque tu sumisión lo alejaría de ti. Antes deberás conquistar el derecho a ser escuchado. Lo harás con mucho tesón, con una vocación indeclinable y con una medida de fortuna. Sabrás que lo has conquistado porque el lector te buscará. Pero no te buscará para corroborar sus convicciones, como repiten tantos simples, sino para confrontar sus convicciones con las tuyas, porque las tuyas le importan. Si sale reforzado de la lectura, genial; si sale contrariado seguirá buscándote, porque te reconoce una secreta autoridad, un magisterio constante. El día que pierdas esa autoridad porque sospeche que escribes para reafirmar sus tesis y no para aquilatarlas, te abandonará.

Sé versátil. Y si no te sientes seguro fuera de lo que te funciona, entonces lee, ensaya y soporta la crítica hasta que ganes una nueva seguridad. Cuando era más joven contraje una malsana pasión por la taxonomía, por los podios y por las hogueras purificadoras de la censura: esto es columnismo, esto no lo es. Hoy sé que el auténtico talento no consiste en tener una marcada personalidad sino en tenerlas todas. O al menos en reunir el mayor número posible de personalidades columnísticas. No se trata de que digan de tu estilo que es inconfundible, sino que es inapresable. Que nadie lo puede etiquetar -fuera de la mala fe- porque verdaderamente ya eres capaz de escribir con sistemática elegancia de cualquier cosa. El genio es maniático, inmanente, pesadamente unívoco. El genio fue un oscuro invento de los románticos para curarse su rencor contra la luz, y como todos los inventos de los románticos termina en el crimen. El talento, noción clásica, indaga en la variedad para establecer lo canónico. Se adapta, imita, crece, muta, se supera. Pocos tienen una voz reconocible, y estos están bien; pero muy pocos pueden brillar en el empleo de cualquier tono y cualquier tema, y estos están mejor. Si quieres ser columnista tu dios no es Dionisos sino Apolo. Sé claro, sé fuerte, sé bello; inténtalo al menos, muchacho. Deja el morbo para los que ignoran la etimología de lo morboso, que significa enfermo.

El columnista de talento es capaz de combinar la observación atenta con la imaginación atrevida. Solo con observación serás aburrido; solo con imaginación serás irrelevante. Hay buenos columnistas y hay grandes columnistas, y doy por hecho que tú quieres ser de los segundos. En tal caso debes comprender que el buen columnista puede amar intensamente pero siempre en la misma postura; el gran columnista es poliamoroso, polimórfico y polivalente. Está el buen columnista umbraliano, el buen columnista irónico, el buen columnista político, el buen columnista activista, incluso el buen columnista cursi que nos mete algo en el ojo y nunca lo reconoceremos. Pero el gran columnista puede ser todos ellos en días sucesivos sin traicionar ni sus ideas ni su estilo. Es un pintor de paleta amplia, sobresaliente en el retrato, en el bodeguón, en la pintura histórica, en el paisaje impresionista y hasta en la miniatura flamenca. No es fácil, naturalmente, como no es fácil ser un novelista de mérito: debes saber que también el columnista trabaja con la fantasía -el enfoque novedoso, la premisa diferente, el personaje perfilado a partir del detalle revelador-, aunque su texto siempre despega y aterriza en la pista de la actualidad.

Mirada y estilo

Te he dicho alguna vez que el columnista es mirada y estilo, y sigo pensándolo. Ambas facultades se pueden entrenar, porque no son otra cosa que el pensar (inventio) y el decir (elocutio) de la oratoria clásica. Pero siento comunicarte que no hay recetas mágicas para el pensar incisivo ni para el decir original. Seguramente un cierta predisposición genética a la expresividad verbal resulta imprescindible, pero el resto se va adquiriendo con años de masticación lectora, libros que van regando el sedimento interior que distingue a esos tipos que los burgueses llamaban hombres de espíritu. Ahí se forma el terreno del que brotan las columnas. Cuando dices de alguien, sin ocultar tu admiración, que le salen las buenas columnas como churros, párate a considerar que para llegar a esa facilidad ha tenido que leer mucho y vivir lo suficiente.

Y vivir, en columnismo, obliga a conocer de primera mano la materia de la que se escribe. Escribir de los políticos sin conocerlos no te hace más independiente sino más ciego. También debes saber que acercarte demasiado pondrá en peligro tu independencia -y por tanto el respeto de tu lector-, y no por temor a una represalia sino por la chispa del afecto o por el fuego de la inquina. Procura que esa llama esté apagada cuando te sientes a escribir; a veces naufragarás por exceso de cercanía y otras por exceso de distancia, pero al menos sé consciente de que naufragaste en aquel texto y contra qué arrecife, para poder corregir el rumbo en la siguiente columna. Y recuerda que no tiene ningún mérito la independencia cuando de ella no se deriva la posibilidad de que el interpelado por tu crítica pueda encontrarte, llamarte o rebatirte. Ese coraje mejorará tu estilo, porque le añadirá la responsabilidad de la que carecen los infinitos cobardes vestidos de valientes que pueblan la mecanografía del falso columnismo.

En cuanto a la forma, que tanto importa a los mitómanos del género, no tengo muchos consejos que darte porque efectivamente el estilo es el hombre, o la mujer. Y cuando no lo es significa que estás estafando al lector, y por tanto debes dedicarte a los monólogos o a los guiones baratos. Tu personalidad está en los giros que escoges, en los adjetivos que descartas y en la sintaxis que ordena tus ideas para fijarlas en frases eficaces y sinceras, sean cortas y copulativas o largas y subordinadas. Aprende que la prosa estriba en el sustantivo y toma la fuerza del verbo, y que escribir pensando en el adjetivo es como cocinar un filete con sacarina; el adjetivo es el postre de la columna, pero al lector primero hay que nutrirle.

Y por el amor de Dios, rellena de cera tus oídos antes de escuchar los cantos de sirena de la música que sofoca la letra. Guárdate de la sonaja de los fonemas, de los ruedines de las metáforas gastadas y del sabor exótico del término que urraqueaste por ahí. Esto no es Instagram, muchacho: esto es tu cerebro sin filtros. Cuando descubras la potencia sin igual de la idea, dejarás de preocuparte por el modo de expresarla. Domina el lenguaje, tiranízalo para que vaya por donde dictan tu pensamiento y tu sensibilidad; si por el contrario te dejas llevar por él acabarás solo, marginado en un rincón de la fiesta, preguntándote por qué nadie aprecia los campanudos ecos de tu voz de odre vacío.

Respeta a los maestros pero no les rindas vasallaje. Escribe como si te estuvieran mirando por encima del hombro, pero no precisamente para agradarles. Los maestros auténticos esperan con resignación que los iguales, y no los igualarás escribiendo lo mismo que ellos solo que después. Piensa en el maestro venerado hasta pulsar la primera tecla; ni se te ocurra hacerlo después. Y cuando termines, asume sus correcciones con humildad. Porque ellos pasaron por donde tú estás pasando y llegaron adonde tú ansías llegar.

No confundas la subjetividad con la ecuanimidad. La subjetividad no te incumbe, como no te incumbe un planeta en que las sillas vuelen y los árboles hundan su copa en el suelo y enseñen sus raíces. La tierra es el reino de la gravedad y el columnismo es el reino de la subjetividad. Se trata de convertirte en un sujeto interesante, alguien cuyas subjetividades interesen. Para eso es importante que te esfuerces por conquistar el grado más alto de ecuanimidad a tu alcance. Serás de izquierdas o serás de derechas o serás mediopensionista, pero merece la pena que te esfuerces por ser ecuánime en tus textos. Ecuánime es aquel que sabe reconocer el acierto del adversario y el error del afín sin abandonar por ello la lealtad a sus principios. Una lealtad, por cierto, siempre condicionada al resultado de su contraste con los hechos: el que muere pensando lo mismo que pensaba a los veinte años entrega a la tierra un cerebro sin desprecintar.

Verdad y belleza

Te daré un consejo para estos tiempos de censura y autocensura, de inquisidores y ofendidos, de presiones horizontales y linchamientos digitales. Cuando te ocurra a ti -y hoy a todo columnista decente tiene que ocurrirle- no cambies. Quieto ahí. Las heridas se lamen en casa, no en el folio. Niégate a la bajeza del pensamiento posicional por mucho que queme la llaga de un mal lance. Nunca opines algo simplemente para no coincidir con el otro, no escribas pasando a pasiva los posicionamientos activos del adversario o incluso del camarada. Tampoco lleves la contraria por llevarla, por mucho que te harten los lugares comunes o te canse tu propio bando. Sucede que a veces los tópicos dicen la verdad, incluso a veces la dicen los de tu propio bando, y tu misión consiste siempre en servir a la verdad; a tu verdad, al menos. Lo de epatar al burgués déjaselo a Baudelaire y a los payasos de las redes.

Grábate esto a sangre y fuego, joven español: el izquierdista y el derechista persiguen igualmente un mundo más justo, solo que por procedimientos diferentes. Es lógico que al izquierdista le parezcan injustos los procedimientos del derechista y es lógico que al derechista le parezca injustos los del izquierdista. Ese conflicto se llama democracia. Pero si eres conservador y solo ves rojos deseosos de pegar fuego a la patria y a la familia; o si te llamas progresista y solo ves fachas explotando al pueblo en general o a tu colectivo en particular, en ambos casos debes dejar de escribir columnas creyendo que le importarán a alguien ajeno a tu tribu. Lo tuyo es el activismo.

Es posible que nada de esto se consiga siendo demasiado joven, pero estoy bastante seguro de que se pierde siendo demasiado viejo, así que no te desanimes. Es un oficio hermoso, de honda y singular raigambre española, y merece una continuidad en este mundo. Piensa que por muy mal que esté -siempre estuvo mal-, por mucho que la revolución tecnológica amenace con reducirnos a la afasia y al emoticono, dudo que se encuentre una alternativa tan rica y sutil y poderosa como las palabras para designar los miedos y las esperanzas de los hombres. Así que si de verdad sabes usarlas, por mucha competencia novel o veterana a la que te enfrentes podrás ganarte la vida. Encontrarás tu lugar en la honrosa cadena del columnismo patrio.

Es un oficio ético, porque no escribirás bien si no te anima un propósito honesto de mejora propia y ajena. Y es un oficio estético, porque en los mejores momentos sentirás que te has sentado por un día a la derecha de los poetas y de los novelistas. A la mañana siguiente, por supuesto, ellos seguirán sentados allí arriba y tú deberás empezar de nuevo aquí abajo. De las rentas viven los dinosaurios y los griegos. Un columnista vale lo que vale su último artículo: no lo olvides. Tu mejor columna está por escribir. Siempre.

No te conformes jamás. Si eres realmente bueno no tolerarás la relectura de tus textos más aplaudidos. Habrás aprendido a localizar en pocos segundos los puntos donde cargaste la mano del efectismo. Podrás desmontar rápidamente el reloj de la columna más redonda y constatar que habrías podrido montarla mejor con un poco más de trabajo. La columna, tal como yo la entiendo, no es un desahogo subjetivo ni una mera reflexión con propósito de influencia: es un arte. Como cualquier arte exige una técnica y persigue la belleza. La belleza de la verdad y secundariamente la belleza de las palabras. A los artistas más dotados parece nacerles la página con envidiable fluidez, pero se trata de una destreza engañosa, de una laboriosa sencillez. Hace falta la vida entera de un gran columnista hasta el instante exacto en que logra parir en cuarenta y cinco minutos una gran columna. Y ese mismo maestro conoce días de sequedad mental en que suda dos horas y media para cursar un folio de puro aliño. En esta incertidumbre reside la pequeñez y la grandeza de mi oficio.

Dios quiera que lo descubras por ti mismo. Porque significará que habrás llegado, querido amigo.

Este ensayo forma parte del libro Generación Negroni (Harper Collins) publicado en noviembre de 2023 como tributo colectivo a David Gistau, maestro de columnistas.

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24 noviembre, 2023 · 13:14

Acaudillados

Gistau lo llamaba la sociología del acaudillado. Las buenas gotas de sangre jacobina que había en él lo persuadían de la vigencia de cierta excepción española por la cual nuestro país tiende fatalmente a la sumisión, a la indolencia histórica, a levantar como mucho una ceja y nunca una hoja de acero ante los abusos del poder. Madariaga opinó que el español asistía al curso de la historia desde el patio de butacas; seríamos para don Salvador un pueblo de espectadores de teatro que solo muy de vez en cuando -un arranque comunero, un mayo en Madrid- reunía energía suficiente para invadir la escena. Según esto, se equivocan quienes explican la postración ejemplar de una sociedad burlada hasta la náusea por su Gobierno recurriendo al franquismo, que habría domesticado la escasa pulsión contestataria de la nación para varias generaciones; es al revés: el franquismo fue posible porque nuestro espíritu nacional viene de antiguo predispuesto al caudillaje. Por eso, concluye el liberalismo frustrado, los caciques arraigan bien en este suelo, duran lozanos y mueren en la cama.

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6 enero, 2022 · 10:09

La hora de la venganza

A don Mariano le gustaba repetir una cita de Ortega del epílogo de La rebelión de las masas que los políticos deberían llevar tatuada en un muslo: «Toda realidad ignorada prepara su venganza». También Rajoy ignoró realidades que se vengaron de él, pero su alergia natal al postureo le procuró una carrera larga y siete años en Moncloa. Que la carrera de su sucesor no sería tan longeva lo empezamos a sospechar el día en que lo vimos calarse en el avión las gafas de puto amo, como decía Gistau, y la cuenta oficial de La Moncloa distribuyó un delirante retablo de sus manos nervudas -«expresión de determinación presidencial»- que a Jacques-Louis David le habría causado rubor atribuir a Bonaparte.

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10 May, 2021 · 8:05

No parecía el escritor que era

El último negroni con David Gistau me lo tomé en Kiev la mañana de la final de la Champions en la que el Real Madrid tumbaría al Liverpool. El paseo por la capital de Ucrania con Jabois y Gabriela desembocó calculadamente en un bar donde al fin pudimos evitar que David siguiera humillándonos con su conocimiento de la historia ucraniana. Uno se preguntaba de dónde había sacado el tiempo para leer tanto, ver tanto cine, formar una familia numerosa y boxear puntualmente tres días por semana, además de cumplir con la radio y con el periódico.

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8 febrero, 2021 · 12:45

Sánchez, líder básico

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«Ya mismo estamos en Moncloa, amor».

Después de todo, Sánchez es un líder elegido por las bases, y a ellas vuelve acorralado como el líder básico que es. La maniobra de don Pedro ‘el Prorrogado’ -tres meses más de agonía- resulta coherente con su estatura política. Tan básica que olvida la primera ley del darwinismo partidocrático, según la cual uno se hace militante con la vaga esperanza de sentarse un día en el comité, y una vez sentado no quiere saber nada de sus tiempos novicios de pegador de carteles. Pero si Sánchez ya ha partido el partido entre podemófobos y podemófilos, qué más le da ampliar el desgarro entre Dirección y bases.

A don Pedro no se le puede discutir la coherencia cristalina del desesperado. Cada uno de sus movimientos rompe un jarrón chino de la venerable casa socialista, pero se comprenden como los manoteos del náufrago. Si está rompiendo el PSOE, poco le dolerá parcelar España cediendo referendos como lindes a sus caseros de La Moncloa, para quienes el derecho de autodeterminación es un contrato de arrendamiento. Sánchez o el entreguismo: primero el partido, después el Consejo de Ministros y por último el Estado. Y Granada para el ISIS, como dice Gistau.

Con tal de evitar unas elecciones que lo desalojarían del cartel, don Sánchez va a acogerse a la militancia, aunque sólo un poquito, pues la consulta no es vinculante: lo justo para escenificar la división y envenenarle la campaña a su sucesora. «¡Los ciudadanos demandan democracia interna!», pretextará don Luena. No: antes que eso los ciudadanos castigan la discordia. Un Pablo Iglesias lo fundó, otro lo heredó: más coherencia sanchista.

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1 febrero, 2016 · 11:38

Si duele es bueno, Albert

Rivera bajo el foco.

Rivera bajo el foco.

Era cuestión de tiempo que Albert Rivera metiera la gamba. Su grado de exposición mediática desde que comenzó el año ha sido tan disparatado que por pura coherencia tenía que acabar diciendo disparates. Si las cámaras fueran el sol y la faz de Rivera un panel que almacenara la potencia de foco absorbida en los últimos cuatro meses, podríamos iluminar con ella durante siete días cuatro aeropuertos como el de Castellón, e incluso hacer aterrizar en ellos el avión de Al Gore alimentándolo en exclusiva con energías renovables. Todo lo cual se vería desde el espacio, parpadeando junto a la Muralla China.

Perder la virginidad no es pactar con Susana, como dicen los tertulianos, sino anunciar tu primera gran sandez y que sea reconocida como tal por los medios que hasta el momento te miraban con simpatía. Incluso por los intelectuales que te fundaron. Eso acaba de ocurrirle al doncel que lidera Ciudadanos, cuyo himen de sensatez ha sangrado aparatosamente sobre el catre gitano que a veces reviste la forma de columna de opinión.

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Entrevistado por Alberto Olmos

El Escorial con columnista delante.

El Escorial con columnista delante.

[Copio a continuación, por si fuera de interés, la entrevista que el escritor y crítico Alberto Olmos ha tenido a bien hacerme para su temido portal, que cualquier veterano o novel de la república de las letras tiene el deber altamente instructivo de frecuentar. Sobre el oficio de columnista, y disculpen el inevitable personalismo]

El columnismo se mueve bajo mis órdenes. Me fijo en David Gistau cuando escribía en La razón, y lo ficha El Mundo; y lo ficha ABC. Me fijo en Manuel Jabois cuando vaciaba adjetivos en los bares más tormentosos de Malasaña, y lo ficha El Mundo; y lo ficha El País. Y, hace nada, me había fijado en Jorge Bustos, que manumitía ideas en sitios digitales de nombres tan soberanos como Zoom News, y lo ha acabado fichando El Mundo. Amigo articulista, creo que tienes que procurar que yo me fije en ti: muevo el cotarro.

El columnismo es un señor que opina y alguna señorita histérica. Antes de que se me pongan nerviosos: la frase me ha salido sola, y no la suscribo.

El columnismo, digo, es un señor una señora una señorita y un señorito que opina en papel y cobra por decirlo ahí antes que en el bar. Suele, el señor, la señora, tener alguna gracia, porque opiniones distintas a los demás no tiene nadie todos los días, y esto del articulismo es para todos los días, como el café.

¿Es, a 2015, el columnista una «estrella»? ¿Se gana tanto como en los 90? ¿Se folla tanto como en los 90? ¿Se escribe mejor que en los libros, a 2015?

Sobre estos y otros (sobre todo otros) líos hablamos con Jorge Bustos (Madrid, 1982), que ha estudiado Clásicas.

–>entrevista realizada por Alberto Olmos

Hola, Jorge. ¿Cómo estás?
Estoy muy bien, y esto no ha hecho nada más que empezar.

La revista Leer reunió en febrero a los treinta nombres que según ellos pueden ir a protagonizar la literatura española en los próximos años. Eres el único columnista seleccionado. Ya he leído por ahí que estás escribiendo una novela, y me preguntaba por qué tantos columnistas quieren hacerse escritores. Es como si un torero abriera una ONG de protección de animales; como si un broker se fuera a vivir debajo de un puente; como si un actor porno se casara con su novia de toda la vida…
No te falta razón en sugerir una dignidad autónoma -la que sea- para el género de la columna, pero en mi caso quise ser columnista desde los 17 años y novelista desde los 18. Más o menos. Leía a todos los columnistas de los periódicos no porque me interesara el periodismo, sino porque encontraba un reducto de lo literario. ¿Y entonces por qué no leía usted novelas?, me replicarán. Las leía también y muchas. Pero siempre me atrajo la literatura de la cotidianeidad, de lo fáctico -el libro de viajes, el dietario, la biografía, las memorias, el reportaje-. Así que lo mío con la columna periodística ha de ser por fuerza una atracción natural, y así la asumo. Por lo demás, la novela está aparcadísima y no sé si podré volver a ella, o a otra, o a ese género endiablado en general con alguna garantía de potabilidad.

Relacionado con lo anterior, tenemos que, desde “el periodismo avillana el estilo” de Valle-Inclán al “deshojarse en columnas” de Umbral, hay todo un discurso de culpa y de disculpa entre los oficiantes del articulismo literario, como si estuvieran siempre pesarosos por no encomendar su talento a empresas mayores. En realidad, creo que el columnismo es “palabra sin posteridad”, y que lo único que molesta al articulista brillante es que nadie lo vaya a leer en el futuro; tener su obra desatendida en las hemerotecas.
Bueno, la posteridad está tratando muy bien a Julio Camba, por ejemplo, y a otros columnistas que se resignaron alegremente a que su columna muriera con el periódico del día. Y se equivocaron. Eso tiene que ver no con la brillantez sino con la lucidez, con la potencia de pensamiento del columnista en cuestión para pasar de la anécdota del día a la categoría antropológica en la que se reconocerán los lectores de un siglo después. A Camba le ocurre eso. Profetizo en cambio que las columnas de Umbral envejecerán mucho peor.

Redactando mis propias no-preguntas se me ha ocurrido lo siguiente: la literatura es noble. Hay cierta nobleza en alguien que dedica cientos de horas a armar algo tan improcedente como una novela. Creo que de esa nobleza (del hecho puro y acaso inocente) procede el respeto un tanto exagerado que el columnismo tiene por la literatura. ¿Es, por tanto, el articulista un canalla por definición?
Lo que tenga de canalla se lo deberá al contagio de la canallesca, es decir, de los periodistas de plantilla como tal, que son -¡somos!- gente deliciosamente anárquica en general, aunque muchos esconden bajo siete llaves sus veleidades literarias. Redactar una pieza de periódico exige mucho menos tiempo y talento que armar una novela pasable, así que es lógico que los periodistas admiren la disciplina de los novelistas. Otra cosa es que haya periodistas más inteligentes, capaces y dúctiles que muchos escritores torremarfileños, puros. Y viceversa.

El precio de la palabra escrita arroja cálculos delirantes. Por ejemplo: cincuenta mil palabras en 100 columnas pueden ser entre 10.000 y 30.000 euros (o más); cincuenta mil palabras en un una única novela pueden proporcionar a su autor entre 0 y 600.000 mil euros, siendo lo más habitual 1000 euros. En Atados a la columna (serie de entrevistas que Amibilia hizo a columnistas famosos a finales de los 90), Gistáu reconocía que cobraba como 365 euros por columna, pieza que a buen seguro escribía en veinticinco minutos. Dinos todo lo que puedas (quieras) sobre dinero y columnismo: es un asunto del que nunca se habla.
Ah, el dinero, el gran asunto. Entiendo tu interés: yo he conocido el confort de una nómina decente y la precariedad de los 50 euros el post, a veces post de tres folios y cuatro horas de escritura. Pero yerras el tiro al disparar a la columna: lo verdaderamente caro es el reportaje. La columna se llevaría la medalla de plata del gasto, pero en un buen reportaje un periódico se deja cuatro veces más, empezando por las dietas del reportero, alojamiento, desplazamiento… Por lo demás, y aun conservando el columnismo algún pedigrí crematístico, nada que ver estos tiempos con los 80 y 90 en que un columnista español entraba en un caro restaurante de la mano de un banquero y pagaba el columnista.

Con la aparición de los blogs, miles de personas empezaron a expresar sus opiniones de forma gratuita. Algunos consiguieron muchos lectores y siguieron escribiendo sin esperar compensación económica. Esto, unido a la caída de compra de periódicos en papel, hacía pensar que los tiempos del columnista millonario habían acabado. Sin embargo, los recientes movimientos y fichajes en el sector de la opinión periodística han devuelto a la profesión su halo ejecutivo, de puestazo. ¿Es una huida hacia adelante de los periódicos? ¿Se han vuelto locos? ¿Puede salir a día de hoy rentable pagarle a alguien -digamos- 500 euros por folio y medio a la semana? ¿Qué aporta hoy una “firma” a un periódico?
Tanto como halo ejecutivo… Veamos: los últimos movimientos atañen a periodistas todoterreno más que a columnistas específicos, y me incluyo. A mí me ha contratado El Mundo en plantilla para hacer más cosas que columnas -no te digo nada en la era de internet-, aunque quizá mi perfil de columnista es el que buscaron en principio, y a mucha honra. Yo tengo una nómina y no he calculado a cuánto sale mi columna, aunque conozco casos de columnistas-colaboradores muy bien pagados. Si la empresa lo paga, es porque han hecho números y les sale a cuenta. En eso soy liberal. Ahora, no te equivoques: las firmas lo son todo en el periodismo. No me refiero a la firma con fotito del columnista vanidoso, sino a la firma del corresponsal de guerra, del reportero del corazón con mala hostia, del redactor sensibilizado con los temas sociales, del delegado de partido o de tribunales con buenas fuentes… Todos ellos valen lo que vale su firma como aval de credibilidad, y créeme que pueden ser mucho más vanidosos que cualquier columnista. Al que por lo demás, generalmente, desprecian (risas enlatadas).

La figura del periodista, y del columnista en concreto, siempre ha vivido la mítica amenaza del director o del dueño del periódico, que podía “censurar” sus opiniones. Las nuevas fórmulas de periodismo nos han llevado a situaciones tan interesantes como ésta: en El diario.es un socio, que paga 5 euros al mes, exige que echen a un columnista por decir algo contra el pueblo Palestino. Hay casos de columnistas que han dimitido al sentirse desautorizados por los «socios». ¿Es una mejora pasar de tener un jefe millonario censor a tener varios miles de censores a 5 euros/mes?
Me parece escalofriante eso que me cuentas. No tenía ni idea. No sé cómo Nacho Escolar puede consentir semejantes presiones. Un periódico, como toda organización que funciona o ha funcionado alguna vez, es un ente jerárquico. Si la jerarquía no lo hace bien, tiene encima un consejo más o menos formado que le pide cuentas. Pero rendir cuentas al accionista-ciudadano es solo un corolario más de la rebelión de las masas orteguiana y una amenaza odiosa para la profesión. Usted, señor ciudadano, ponga dinero en eldiario.es o en El Español; pero ahí acaba su contribución. Luego, usted se sienta y lee, y puede que aprenda cosas. Y si no aprende, no participe en la próxima ampliación de capital o váyase al diario de la competencia como se ha hecho toda la vida. Qué coño es eso de pedir cabezas por 5 euros/mes. Dónde escribiría Sostres, entonces. Dónde escribiría nadie, al final: todo el mundo acabaría siendo el mismo columnista políticamente impoluto por puro pánico. Estremecedor.

De joven uno pensaba que un columnista era alguien que escribía con gracia opiniones personales y que, cuando triunfaba, era porque tenía más gracia y más opiniones personales que los demás columnistas. Hoy pienso que gran parte del columnismo se debe a un público, a cuya ira, capricho y pasiones viscerales da forma verbal. Los casos extremos serían Sostres, Fallarás o Julián Ruiz. Son como animadores de muchedumbres. Cubren una demanda de brutalidad intelectual. Son leídos en la medida en que dan la razón al que lee. ¿Cómo lo ves?
No veo a Sostres encajando en ese perfil, porque él cabrea a gentes muy distintas, lo cual tiene un mérito suicida innegable. Otra cosa es que la boutade acabe imantando un estilo o que el clientelismo aliente inconfesablemente en cada ataque o defensa de un columnista. Por otro lado, el columnista siempre ha tenido algo de predicador, siempre aspiró a portavocear a su parroquia después de habérsela creado. Ahora bien: yo pienso que lo que diferencia al buen columnista del gran columnista es que el segundo es capaz de desairar a la parroquia que ha ido construyendo con tanto esmero no por provocación o cálculo, sino por coherencia propia y trayectoria intelectual. De estos hay poquísimos. Y ahí tiene que estar el jefe inteligente para sostenerle, cuando hunos y hotros pidan su cabeza.

Dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez que el columnista está obligado a tener razón, mientras en la novela hay que dudar. ¿Cómo gestionas o preparas o sostienes esta “chulería” propia del articulista? Creo que no se habla nunca del componente psicológico de una labor en la que uno tiene que dar la impresión de que siempre tiene las ideas muy claras.
Esta es una de las preguntas más inteligentes sobre el oficio que me han hecho. En efecto, el buen columnismo obliga a combinar la flexibilidad del filósofo y la seguridad del pontífice. Si solo participas tus perplejidades sobre la actualidad al lector, quedarás como un alma delicada y reluctante al dogmatismo, pero dejarán de leerte porque no estarás satisfaciendo la sed de claridad con la que acude a ti el lector. De este encaste hay mucho en  el sector digamos progresista: la duda es otro de los nombres de la inteligencia, la certeza es el principio del fascismo y otros mantras zen que se esfuman en cuanto nos palpan la cartera o cuando un jefe editorial toca a rebato electoral. En bando opuesto, si te dedicas a martillear sonoros prejuicios como clavos sobre la tapa del ataúd del lugar común, del sesgo ideológico, de la sigla partidaria, del esencialismo carpetovetónico, de la verdad del barquero o del taxista, del servilismo corporativo y de otras ideas rígidas, satisfarás a los lectores ya convencidos pero jamás conquistarás un verdadero respeto intelectual. El columnista sensible y no venal padece la tensión entre estos dos polos, y eso desgasta psicológicamente bastante. En esos momentos sólo esa «chulería» a la que aludes, entendida como autoestima y formación, te sostendrá.

Asimismo, entiendo interesante hablar del “miedo escénico” en el mundo del columnismo. Creo que hay decenas de personas que podrían escribir artículos brillantes, pero no tantas que podrían “sostenerlos”, es decir, seguir escribiendo esos artículos después de las reacciones que provocan, la llamada de un ministro, el malestar de miles de lectores… ¿Qué importancia tiene en el columnismo la capacidad para controlar la presión, los ataques, las respuestas a las propias palabras? En ese sentido, me abrió los ojos Fernando Sánchez Dragó cuando me dijo: en una novela puedes escribir cualquier cosa, pero si lo escribes en un artículo…
Enlazando con lo respondido más arriba: te sostiene tu director, tus otros amigos columnistas y tu propia autoestima. Si careces de alguno de estos tres pilares, sucumbirás. Una llamada airada de un político por un texto tuyo produce una sensación de euforia casi sexual, si crees que tienes razón, a no ser que ese político sea amigo de tu director. Este tipo de censura directa, por grosera, no hace tanta mella como la autocensura alentada por la corrección política: siempre tienes a un colectivo de piel de seda dispuesto a sentirse ofendido. Pero la peor presión, amigo mío, es la falta de lectores. Con lectores siempre puedes ser Reverte en el bar de Lola y cosas bastante peores aún. Lo de Dragó confirma un triste adagio español: si quieres mantener algo en secreto, cuéntalo en un libro. El artículo, en cambio, lo lee todo el mundo. Y por tanto la presión es mayor, claro.

¿Por qué es tan importante el Real Madrid para columnistas como tú, Gistau o Jabois? ¿Tiene algo de partido político vicario?
Podría decirte miles de razones. Que el fútbol es la primera industria de ocio del planeta y el Madrid el primer club de esa primera industria, lo cual equivale más o menos a mandar en el mundo. Que el número de lectores que te granjea una columna sobre Leibniz o Rajoy -y que me perdonen por escribir seguidos ambos nombres- no puede soñar con desatar la correa de las sandalias de un comentario sobre el aullido de Cristiano Ronaldo al recoger su tercer Balón de Oro. Que de algún modo el Madrid simboliza un vestigio de nobleza anacrónica, un arquetipo vivo de excelencia que escandaliza a la mesocracia rampante. Pero la verdadera razón es ésta: los tres somos del Madrid como lo es un crío de Chamberí.

Como he leído algunas entrevistas que te han hecho, me he dado cuenta de que, seguramente al contrario que muchos otros columnistas, tú has frecuentado la tradición del columnismo español. ¿Qué articulistas destacarías de nuestra tradición? O, más exactamente, ¿qué canon te atreverías a fijar?
Te corto y pego una respuesta de una entrevista anterior en Neupic:

En la columna española, después de Larra, hay dos maestros genesíacos: Camba, del que nace la finura irónica y redonda, y Ruano, del que brota el costumbrismo lírico, apoyándose en Ramón. Son los Mozart y Beethoven de esto y hay que saberse a los dos. Luego cada temperamento propende a una veta u otra. Más hacia acá surge Umbral como gran heredero del género y a la vez creador de escuela.

Pero el canon español del columnismo -género singularmente prolífico en el periodismo patrio por dos razones: por el viejo amor de nuestros gobernantes a la censura y por el viejo amor de la gente a dar su opinión- no estaría completo sin la finura de Wenceslao Fernández Flórez, la transparencia de Pla o Xammar, el compromiso de Chaves Nogales o Assía, el aristocratismo de Corpus Barga o Foxá, la precisión de Azorín, la elegancia de Alcántara -¡que sigue!-, la socarronería de Campmany. Este es mi canon, lo que no significa que no haya aprendido de otros muchos, desde Vázquez Montalbán hasta Alvite. Por ceñirme a los difuntos.

En Atados a la columna decía el entrevistador que todos los columnistas que visitaba tenían chalet y perro. ¿Cómo está el parque inmobiliario y la compañía de mascotas en el columnismo actual?
Internet, ya lo has dicho, ha abaratado drásticamente la calidad de vida del gremio. Los de chalet y perro son los que empezaron en la Transición. Y luego hay milagros -en cuya realización confluyen muchas causas, entre las que quisiera contar el talento- que permiten ascensos de clase desde la bohemia letraherida a la burguesía mediática. Yo sigo viviendo en un piso de 20 metros sin calefacción, pero ahora me atrevo a aspirar a algo más confortable.

Por último, recuerdo el mítico “la mejor literatura se hace ahora en los periódicos”, que circulaba en los 90. ¿Crees que hoy se hace mejor literatura, por parte de tu generación, en los periódicos que en la narrativa?
Yo creo que la mejor literatura, tanto en los periódicos como en los libros, se hacía antes. Así, en general. Pero sé que gracias a internet hay gente descubriendo a los viejos maestros, empapándose de su técnica y de su talante humanístico, y no es descabellado imaginar que la hermosa cabeza de esos resistentes emerja un día del nivel rasante que impone mayormente esta sociedad de analfabetos audiovisuales.

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Entrevista en Neupic

[Agradezco a Alfonso Basallo esta larga, por momentos mordaz, y siempre grata entrevista que me hace para Neupic. Su generoso interés por mis opiniones resulta a todos luces desmedido]
 

Hughes, Bustos, Ignacio Ruiz Quintano y Manuel Jabois.

Hughes, Bustos, Ignacio Ruiz Quintano y Manuel Jabois.

Acaba de fichar por El Mundo, donde se estrena como columnista bajo una galería de retratos ilustres, presidida por el maestro Umbral. Dará que hablar. Y hará reír. Ya saben: “castigat ridendo mores”.

Sé que no es fácil, pero cómo calificaría a los nuevos columnistas: ¿generación perdida, umbralianos posmodernos, Miquelarenas despeinados, Julios Cambas con la camisa por fuera del pantalón?
Lo mejor que se podría decir de los nuevos columnistas es que huelen a viejo. Es decir, a tradición. Es decir, que han leído a los clásicos del género y escriben sobre el mundo de hoy a hombros de aquellos gigantes. Mis detractores suelen decirme que escribo como un viejo, cuando probablemente quieren decir que escribo como cuando se sabía escribir: así que no saben el elogio que me hacen. El clasicismo es la modernidad constante.
 
Cuénteme su árbol genealógico: ¿es usted nieto de Ruano, hijo del matrimonio (periodístico ojo) de Alcántara y Umbral, y ahijado de Gistau pongamos por caso?
En la columna española, después de Larra, hay dos maestros genesíacos: Camba, del que nace la finura irónica y redonda, y Ruano, del que brota el costumbrismo lírico, apoyándose en Ramón. Son los Mozart y Beethoven de esto y hay que saberse a los dos. Luego cada temperamento propende a una veta u otra. Más hacia acá surge Umbral como gran heredero del género y a la vez creador de escuela. Con él conviven maestros como Alcántara y Campmany.
 

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2 febrero, 2015 · 11:30