
Gistau lo llamaba la sociología del acaudillado. Las buenas gotas de sangre jacobina que había en él lo persuadían de la vigencia de cierta excepción española por la cual nuestro país tiende fatalmente a la sumisión, a la indolencia histórica, a levantar como mucho una ceja y nunca una hoja de acero ante los abusos del poder. Madariaga opinó que el español asistía al curso de la historia desde el patio de butacas; seríamos para don Salvador un pueblo de espectadores de teatro que solo muy de vez en cuando -un arranque comunero, un mayo en Madrid- reunía energía suficiente para invadir la escena. Según esto, se equivocan quienes explican la postración ejemplar de una sociedad burlada hasta la náusea por su Gobierno recurriendo al franquismo, que habría domesticado la escasa pulsión contestataria de la nación para varias generaciones; es al revés: el franquismo fue posible porque nuestro espíritu nacional viene de antiguo predispuesto al caudillaje. Por eso, concluye el liberalismo frustrado, los caciques arraigan bien en este suelo, duran lozanos y mueren en la cama.