
Paso a diario por delante de un bar de bandera. Es un local moderno, atendido por camareros guapos, donde desayunan señoras venerables y tardean jóvenes tatuados. El reclamo comercial es su terraza, que se obstina en presentarse como un chiringuito de Tarifa: no faltan las tablas de surf clavadas en el suelo de arena blanca y todo un voluntarioso palmeral se distribuye en macetas sucesivas, por más que la única playa -vaya, vaya- que hay en 350 kilómetros a la redonda es la de las vías de Príncipe Pío.