
A los criados en los 80 el empoderamiento femenino nos lo explicaron la Sarah Connor de Terminator o la teniente Ripley de Alien. Uno no se imaginaba a ninguna aduciendo dolores menstruales ante la recortada del cyborg o las fauces del alienígena: la idea más bien era que la mujer podía defender papeles de hombre con tanta o mayor solvencia, incluso con tanta o mayor violencia. Uno lo tuvo claro desde niño. Por eso cuando años después el tópico de la desorientación masculina empezó a infestar las revistas para la mujer, nunca entendí bien a qué hombres se referían. ¿A especímenes rústicos, sin televisión, supervivientes de siglos patriarcales que se consideraban deshonrados al contacto con los azulejos de la cocina y no concebían a la hembra fuera del lavadero o el cuarto de costura? Si tales varones existían, el simple paso del tiempo los civilizaría inexorablemente o bien los extinguiría sin más, me dije.
Como se ve que no ha leído a Mario Praz. Éste evocaba sus letárgicas tardes adolescentes superadas con la lectura de novelettes donde era perseguida y acosada la pobre doncella de turno. Ah, le fanciulle prosegutate!, dice, qué buenos ratos nos proporcionó. Hasta que le dió por estudiar a Sade -todo buen libro de ensayos tiene algo de idea fija- y descubrirle en todo lo que se escribió después, particularmente en las femmes fatales. A mi me divierte más el personaje creado por Barbara Stanwick (según ella, siempre el mismo) que los algo barrocos de las Liliths del cine mudo y las bellas de ojos entrecerrados y labios entreabiertos. Mucho más despierta y mejor compañera para quien la pueda seguir. Nada de Janes Eyre ni perras del hortelano