Un vendaval de hielo se desató sobre el rey de Europa en Manchester y congeló las cañerías del palacio donde habitaba la cálida costumbre de la victoria. Los jugadores de Ancelotti envejecieron de golpe, la artritis se declaró en los miembros más nobles de la familia, la épica se volvió melancolía. Los jóvenes herederos –Camavinga, Rodrygo, Valverde– asistían al fenómeno atmosférico con estupor, paralizados ante el espejo mohoso en que se reflejaban sus mayores, completamente irreconocibles.
El partido de Miguel Ángel Blanco tuvo que escuchar este martes, de boca de un presidente socialista, que «hizo lo imposible» para que ETA durara más. Claro que no es un presidente socialista cualquiera, sino el único que acordó su investidura, sus presupuestos y sus leyes y decretos con los herederos políticos de la mafia. Claro que no es una mafia cualquiera, sino la única que justificó el estallido de nucas y la amputación de piernas porque así lo exigía ser muy vascos y ser muy de izquierdas. Y claro que esta no es una legislatura cualquiera, sino la única que ha logrado completar el vuelco ideológico y afectivo del PSOE, su desnaturalización constitucional, su empoderamiento cainita: mejor, mil veces mejor Otegi que Feijóo, porque Arnaldo al fin y al cabo es progresista. Un tal Pedro Sánchez Pérez condujo a la presunta izquierda de Estado a un territorio moral desconocido, varios pueblos más allá de las fronteras del 78, y ese es un lugar del que ya no se vuelve.
No salimos de un avance social y ya estamos en otro. La campaña va tan rápido que los derechos persiguen a los ciudadanos y no al revés. Muy pronto, cuando a la autodeterminación de género le siga la emancipación etaria -el derecho a tener la edad que nos dé la gana-, cualquier español podrá cambiarse de sexo el lunes y acudir al cine el martes por dos pavos, fluyendo de identidad en identidad por la economía circular del subsidio infinito. El Gobierno da y el pueblo recibe como en los días felices del despotismo ilustrado. Porque todos los políticos en campaña prometen, pero Pedro puede prometer y promete de una manera especial, con esa alegría inconsciente y aparatosa que reconocemos en las películas de época.
A este cronista le dijo una vez Pedro J. Ramírez: «Federico cree que la izquierda es mala y que la derecha es tonta». A esa conclusión solo se llega después de militar en ambas y conocerlas a fondo. En El retorno de la derecha -pronto best seller- la voz más influyente de la derecha española desde la Transición repasa las siglas de la no izquierda -UCD, AP, PP, UPyD, Cs, Vox- para constatar su adecuación o su traición a los principios inmutables de su base social, que hoy espera ganar la batalla contra el sanchismo.
Afirmas que todos los problemas de la derecha se resumen en que los representantes no se reconocen en los representados y viceversa. ¿No pasa lo mismo en la izquierda?
No, porque la derecha ha cambiado hasta nueve veces de partido. La izquierda tiene al PSOE y a los comunistas. El bloque numérico de la derecha social no ha cambiado: son 10, 11 millones desde la Transición. ¿Qué es lo que cambia? La derecha no cree en la política profesional. Cree en la familia, la nación, la propiedad, la Historia de España, la religión o al menos la tradición religiosa, cosas más de sociedad civil que política. Pero tiene una idea instrumental de los partidos. El problema es que en la derecha se instala una negación de su pasado, que no viene del alzamiento de Franco sino de antes: del sectarismo republicano. Las raíces de la derecha están en aquella vivencia traumática, y en cómo luego los mataban por ir a misa o les quitaban lo que habían heredado de sus padres. ¿Cómo no va a tener derecho a existir y a gobernar media España? Y esa injusticia, convertida en terror ya en la guerra, explica que la derecha se entregara a Franco. Dicen, vamos a dedicarnos a la familia, a lo nuestro, a rehacer nuestra propiedad, se casan con los del otro bando, reanudan la vida fuera de la política. En ese sentido Franco les viene bien, pero al mismo tiempo que salva al enfermo lo escayola. Y cuando al escayolado le quitan la escayola en democracia, no puede andar.
No lo entiendes. Te falta imaginación o te sobra ingenuidad para entenderlo. Bilduno incluye en sus listas a asesinos -con su nombre en clave de asesino- a pesar de su pasado: los incluye gracias a su pasado. Los incluye porque una porción tristemente numerosa de la sociedad vasca lleva medio siglo reuniéndose en el txoko o en la herriko a celebrar el vuelo de aquel coche, y ese preso que logró escapar, y la nuca abierta de una fiscal demasiado confiada, y el extenso charco rojo que dejó aquel autobús reventado donde viajaba el enemigo. Porque las bases de Bildu siguen pensando que un guardia civil, un concejal del PP, un columnista de EL MUNDO, una maketa con el hijo que ya no caminará o un militante del PSOE de ayer -el PSOE que los combatía- es un fascista. Y matar fascistas es una hazaña militar que no debe caer en el olvido, que debe ser honrada con bienvenidas y cargos, que debe ser remunerada con dinero público. Esta es la confesada mierda que Bildu fabrica en sus sesos intestinales y fluye hasta sus listas electorales, y tú debes ser capaz de mirarla y de llamarla por su nombre de mierda. Debes leer el titular «Ortega vuelve a la cárcel» en la cara de la portavoz del partido cuyo voto ha sido decisivo para investir a Sánchez y mantenerlo en el poder hasta diciembre, y más allá. Debes reconocer que la monstruosa inclinación a romantizar la violencia todavía es patrimonio ideológico de la izquierda; pero no de la izquierda molotov de escrache y casa okupa, sino de la izquierda institucional que cogobierna una democracia europea y de la izquierda cultural que recompensa a una reputada escritora cuando lamenta la ética de Camus y rechaza el humanismo de Castellio: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino que es matar a un hombre».
No existen muchos escritores en quienes el hombre coincida con el autor. Contra esa poética suprema de la naturalidad conspira la pose, la afectación, el deseo de sonar más literario o menos humano. Pero Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, 1953) adivinó pronto, con Juan Ramón, que quien escribe como se habla llegará más lejos y será más leído que quien escribe como se escribe. La vigesimocuarta entrega de sus diarios lleva el título deÉramos otros (Ediciones del Arrabal), pero su voz -de una trabajosa sencillez- no ha cambiado: poética, divertida, conmovedora, despiadada cuando toca. Irreductible. Es decir, clásica.
Al que pone la vida propia en palabras siempre le acecha la tentación del adorno. Pero tú reivindicas la naturalidad, alegando que «el desorden es siempre armónico»
Hay un aforismo muy bonito de Juan Ramón que expresa esto exactamente: «Perfecto e imperfecto: completo». Es decir, la completitud viene dada por lo bueno y por lo malo. El otro día en el periódico decía Alfonso J. Ussía que en Madrid cabemos todos, los buenos y los malos. Obviamente los malos no pueden ocupar el mismo sitio que los buenos, o no deberían. Lo imperfecto no puede ser más que lo perfecto y el desorden no puede estar por encima del orden. Pero el orden incluye el desorden. Y esto es lo que hace armónica a una ciudad, una vida y un libro.
La doctrina de la posesión es la ley de vivienda de Guardiola: promete un título de propiedad pero solo favorece la ocupación. Si vas a ocupar la casa del Real Madrid, querido Pep, debes asegurarte primero de que el inquilino se haya marchado. No vaya a ser que esté agazapado en una esquina, contemplando con displicencia cómo la chavalería gamberrea en su salón hasta que se cansa y en dos zancadas decide desalojarlo.
El fútbol sucede en un espacio, pero ese espacio cambia con el tiempo. Las edades del hombre vienen jalonadas por el cemento de un patio de colegio, la tierra de un potrero suburbial, el olor del primer campo de hierba o el césped sintético de las últimas pachangas. Se juega o se sigue el fútbol para desafiar el paso inexorable de los años. Unos pocos elegidos logran prolongar la infancia haciendo del juego profesión. Algunos equipos rejuvenecen de felicidad a sus aficiones cuando al fin ganan un título esquivo. Pero solo un club ha aprendido a conjugar el presente continuo de la victoria. Lo explicó con uno de sus aforismos redondos Jorge Valdano tras la enésima final de Champions League: «Creo más en la eternidad del Real Madrid que en la del fútbol».