Un fotógrafo de moda húngaro llamado Norbert Baksa factura un reportaje gráfico en el que una modelo se viste o se desviste a la última frente a las mismas vallas bajo las cuales se arrastran los refugiados sirios en su lucha por la vida. La inocente maniquí, ciertamente inanimada, pariente intelectual de esa miss que extraña una vida bajo la Segunda Guerra Mundial, compone su mejor rictus de compunción, de víctima de la xenofobia precisamente húngara, en aras de la verosimilitud de la sesión. El trabajo es el trabajo. Y por qué no un estilo refugiado, queridas cazatendencias: reparen en la osadía del look antes de rasgarse las vestiduras.
La noticia, como el astuto Baksa pretendía, genera indignación en las redes sociales, allí donde el genuino sentido moral se revuelca con la hipocresía hasta volverse indistinguibles. Y Baksa, atento, completa el círculo sabido del escándalo mercadotécnico corriendo a justificarse en Twitter: resulta que su obra postula un saludable perspectivismo, persigue «dar cuenta de la complejidad de la situación y abordarla desde diferentes ángulos. ¡Ni a favor ni en contra, sensibilización!»
Ni a favor ni en contra: he ahí, en esa Hungría tan alejada de Cataluña, otro apóstol de la equidistancia. Pero antes de que podamos emitir un juicio moral, lo primero es constatar por enésima vez la bulimia mecánica con que la cultura de masas deglute cualquier esfuerzo contracultural. Que se lo digan a la CUP, un partido antisistema desvelándose hoy por apuntalar al sistema. El altermundismo tan solo ocupa un pasillo más silencioso dentro del supermercado del capitalismo: un lujo moral por el que se paga. No son precisamente baratos los establecimientos de comida orgánica. Para la voracidad del bucle pop, poco importan la camiseta del Che o los botines de la modelo en funciones de falsa refugiada: qué más da. Todo es bueno para el ancho convento de la sociedad de consumo. Si Chiapas ejerció en los noventa de disneylandia comunista para los turistas del ideal rojo, Auschwitz camina inexorable y dramáticamente hacia su conversión en parque temático del dolor: pero de un dolor ya caducado, aséptico, desactivado por el selfie ligero del turista. El pasado 15 de diciembre un terrorista islámico tomó rehenes en un café de Sidney, y en lo que duró el secuestro los viandantes se acercaban con el palo de autofoto en ristre y una sonrisa inmortal en la boca. Cada día se incorporan a Twitter decenas de españoles para los que ETA no es más que un término de comparación con el que ejercitar el más venial de los ingenios: El otoño es ETA, Arbeloa es peor que ETA. Y en este plan.