Siempre me gustaron los jugadores delgados y resbaladizos, cuyo patrón instituyó Johan Cruyff, que era un George Best con inteligencia. El primer signo de la inteligencia es el instinto de conservación, y mientras Best se autodestruyó a buen ritmo, Cruyff administró su inmortalidad con ese genio hacendoso que es propio de los holandeses. Rebelde pero no temerario, imaginativo pero no demencial, comprometido hasta que un leñador le daba a elegir entre su pierna o la pelota. Lo explicaba Vázquez Montalbán: «Huele la patada, venga de donde venga, y entonces da un salto asombroso que sitúa su cintura por encima de la cabeza del agresor».
En mi primera memoria, Cruyff era el señor con piruleta que se sentaba en el banquillo del Barça y no se movía de él así cayeran los años y las ligas, mientras mi equipo probaba un técnico por temporada y era burlado por los fantasmas de Tenerife. Pero si me cayó siempre bien no fue por la implantación del fútbol de toque que se le atribuye, sino porque era un individualista insobornable en un entorno crecientemente infectado de gregarismo. Hay periodistas catalanes que conceden: «A Cruyff hay que escucharle»; cuando en realidad quieren decir: «A ver si deja de joder el tinglado».