No odiamos a Amancio Ortega porque esté podrido de millones, acaudalado hasta el límite de lo concebible. Es cierto que en España siempre hubo poco dinero y de mala calidad, y en este triste hecho cifraba Camba nuestra arraigada ‘plutofobia’. Y sin embargo el español ha aprendido ya a tolerar fortunas quizá más modestas pero igual de obscenas a condición de que sus propietarios se dediquen al fútbol o a la canción, lo amasen en la montaña de Hollywood o en el valle de Silicon.
No lo odiamos porque haya coronado Forbes sin mediar apellido noble, herencia ingente o braguetazo lucrativo. Aunque su historia es demasiado americana, e incómoda particularmente a la mente reaccionaria del español colectivista, devoto del reparto, incapaz de mirar sin sospecha toda iniciativa privada, monaguillo paranoico de un solo versículo que reza que nadie se hace rico trabajando. Este espécimen tan nuestro piensa así en defensa propia, porque si pensara de otro modo tendría que contestarse, desde la misma barra del bar en que odia, por qué él no es rico y otro plebeyo sí. Tampoco lo odiamos por el fuego moral que se apodera de nuestro táctil corazón al imaginar a los niños costureros de Bangladesh, pues tuiteamos esa misma indignación desde aparatos compuestos en Asia no precisamente bajo convenio sindical. Tenemos industrializada la solidaridad a distancia, pero cuando Ortega entrega unos millones a Cáritas o a la sanidad pública protestamos «¡caridad, caridad!» como las barbudas triunfantes de Brian clamaban, piedra en mano: «¡Jehová! ¡Ha dicho Jehová!».