Pasaron muchas cosas geniales y patéticas en París el pasado fin de semana, pero no todas ellas ocurrieron en Saint-Denis. En el Louvre un joven idealista accedió a la sala de la Gioconda y estampó una tarta contra el cristal que la protege. Para facilitar la consumación de la gamberrada (con lo barata que está la delincuencia en París) creyó necesario presentarse en silla de ruedas y disfrazado con peluca. Antes de que los guardias de seguridad lo desalojaran -deberían haberlo expuesto durante una semana en la galería de rarezas antropológicas, junto a las momias egipcias y otros testimonios de culturas felizmente superadas-, le dio tiempo a exhortar a los artistas en general a que pensaran en el planeta.
Escucha, hombre, mujer de poca fe: cuándo aprenderás a creer. Qué más hace falta para que entregues de una vez las armas romas de tu escepticismo. Cuántas Copas de Europa hacen falta para tumbar tus dudas, para enterrar tu prudencia, para quemar todas las vendas que te pones antes de la herida que no ha de llegar.
Las peores desgracias no son hijas de la rabia sino del miedo, que es la primera emoción de la política. Los hombres en estado de naturaleza sentían miedo e inventaron la vida en comunidad para conjurarlo, y pusieron a un político -alguien con menos miedo que el resto- al frente de la comunidad. El político no tardó en darse cuenta de que debía su puesto al miedo de los otros, así que se ocupó de que la gente nunca dejara del todo de temer, porque una sociedad sin miedo no necesita ser guiada. Sería una sociedad de hombres libres. Como jamás ha existido nada parecido, seguimos necesitando a los políticos. Pero debemos ser conscientes de que continúan usando el miedo para justificar su función.
A las cinco en punto de una tarde de vísperas y nervios, un helicóptero se pone a sobrevolar el estadio de Saint-Denis, sede de la final que Rusia no mereció cobijar. Más que sobrevolarlo, el aparato parece cernirse sobre el campo, escrutándolo, tratando de anticipar lo que allí pasará este sábado. No lo sabe nadie, aunque cada cual hace su pronóstico: madridistas y antimadridistas. Y ambos, que se parecen más de lo que desearían porque comparten el objeto de su obsesión, recurren a las mismas tres palabras para justificar su incapacidad para anticipar un resultado: «Es el Madrid». Lo dicen quienes quieren que gane y quienes desean con todas sus fuerzas que esta vez pierda una final de la Champions. Ya basta de ganar orejonas, masculla el antimadridista. Y no hay tributo de admiración más sincero que ese hartazgo.
Faena de aliño en el ruedo parlamentario en ausencia de Finito de Davos, antaño matador de mucho cartel, hoy cogido por los pitones de las encuestas con dos trayectorias muy feas: la economía y los indultos/chantajes de los separatas. Andaba Pedro Sánchez de gira comercial en el foro del taco, de la guita, de la tela marinera que va faltándole mucho al españolito cabreado, espécimen peligrosísimo para un político en campaña. El terreno de Sánchez frente al toro opositor lo ocuparon dos mujeres: Nadia Calviño y MJ Montero. La misma oscura razón que desata a los tímidos en los bares ha debido de operar en la transformación de las dos ministras del área técnica en arietes desorejados de Ferraz. Las presuntas gestoras se han convertido en activistas: sostienen con una mano el trémulo tinglado gubernamental mientras blanden con la otra el atizador de opositores. Desde la confortable lejanía del monte suizo, el ausente patrón sonríe complacido: Nadia y MJ se baten bravamente en su santo nombre mientras él cambia a pulso el modelo productivo; o sea, mendiga fábricas de microchips.
Aquel día de 2009 llamaron a la puerta del número 33 de la calle Youri Gagarin, en la periferia suburbial de Lyon. Hafid Benzema se levantó para abrir. En el umbral apareció Florentino Pérez: venía a fichar a su hijo para el Real Madrid. Hombre de códigos viejos y lealtades contraídas sin necesidad de abogado, Hafid valoró el gesto: sabía que su hijo era bueno, pero no sabía si lo suficiente como para que el presidente del Madrid se personara en el escasamente glamuroso apartamento familiar. Fichajes similares se habían fraguado en un hotel ostentoso, en un restaurante exclusivo o incluso en la cubierta de un yate. El hogar, no solo para los musulmanes pero especialmente para ellos, es el refugio de la confianza y proporciona la ocasión de ejercitar la sagrada virtud de la hospitalidad.
Quien lamenta el regreso de Juan Carlos I no tiene corazón y quien no cierra filas con Felipe VI no tiene cabeza. Otros no tienen vergüenza: la suficiente para tapar su pisuerguismo republicano aprovechando que el Emérito pasa por Sangenjo. Pero me centraré en los primeros y en los segundos.
No hay derecho a esto. Nos están estafando. La política española nos está endilgando capítulos repetidos del serial, refritos argumentales que ya no justifican alarmas antifascistas sino bostezos ovinos. A falta de un Gobierno capaz de decir una verdad, bajar el butano o acertar el cuadro económico, consumimos sesiones de control en la esperanza al menos de que nos entretengan. Pero ya no nos dan ni el susto.
El sanchismo molaba más cuando mentía mejor, cuando fabulaba con la fantasía barata de los buenos folletines, que son los estereotipados: villanos nazis, cloacas mafiosas, francotiradores letales, líderes progresistas de manos nervudas que expresaban determinación desde las alturas del Falcon. ¿Y qué tenemos ahora? ¿A qué giro narrativo encomienda Sánchez las posibilidades electorales de Juan Agujas, mejor que Espadas? A Bárcenas, damas y caballeros. A las psicofonías de Villarejo de hace una década. A la foto apergaminada de Correa y señora en el bodorrio de El Escorial. A Rato tocando la campanilla. ¿Profanarán la tumba de Barberá? ¿De veras no se cosecha nada mejor en el edificio de Semillas? Esa nutrida brigada de gabineteros en tareas de prospectiva que parecía ir dos semanas por delante de los demás ahora parece un piso Erasmus que recalienta pedazos mohosos de pizza marianista en el microondas de los medios amigos. ¿Qué fue de Producciones Moncloa? ¡Vuelve, Iván! Félix Bolaños, Richelieu cani del Reino de España, te ha hecho bueno.