
Abajo a la derecha, burro diado.
Escribir del tabarrón catalán se parece mucho a pintar otro burro podrido de Dalí. La primera Diada indepe, como el primer asno putrefacto, producía un cierto efecto en el espectador, no lo vamos a negar. Aquellas cadenas, aquellas uves, aquel kitsch coreano. Pero cuando la excentricidad se vuelve normativa, el cuadro deja de ser surreal y desciende a tedioso costumbrismo. Hasta los portaestandartes más adictos se aburren de verse la jeta otro septiembre con la estrellada sudorosa en una mano y el DNI español en el bolsillo. El año menos pensado te ponen la calçotada o el torneo del niño el día 11 y acabas traicionando la construcción de la patria.
Yo soy muy consciente de que los promotores del Procés persiguen la expropiación de la soberanía y la acotación de la solidaridad, y que se trata por tanto de un proyecto perverso. Pero a uno, como ocurre con tantas cosas dalinianas, le cuesta tomarse en serio la performance si repasa la talla de sus adalides, de Gabriel Rufián, el diputado que profesionalizó la dislalia, a Marc Crosas, futbolista gerundense del Tenerife según el cual hay muchos jugadores independentistas que no lo confiesan «por pereza». Sabemos que Romanones y Alcalá-Zamora acordaron la marcha del Rey y el advenimiento de la II República en el piso de Marañón (Serrano 43), pero yo no veo a Junqueras firmando la secesión con De Guindos en El Prat, y mucho menos a Puigdemont y a Laporta saliendo al balcón de la masía de Rahola a proclamar: «¡Al loro, que somos independientes!». Y no lo harán -como argumenta el centrocampista Crosas- mayormente por pereza.