Rubalcaba, nuestro entrañable Fouché comprado en los chinos, se ha declarado partidario de que el Rey pase a tener un estatus similar al de un político, y al decirlo así nosotros no podemos evitar acordarnos del chiste de Jaimito, que hizo novillos de la misa dominical y al regresar a casa le estaba esperando su madre para pasarle el examen:
-A ver, hijo, dime de qué ha ido el sermón.
-Pues… sobre el pecado.
-Y qué ha dicho el cura sobre el pecado, hijo.
-Pues que no es partidario, mamá.
Así pues Rubalcaba no es partidario de que un rey sea rey, y en su deseo de horizontalidad republicana no dejamos de advertir la paradójica incoherencia de un socialista que cree que todos somos iguales pero algunos más iguales que otros, llámense esos otros Chacón o Talegón. Aplaudiremos la ecuación entre política y monarquía de Rubalcaba cuando Rubalcaba disuelva la contradicción entre partitocracia vetusta y pluralismo sedicente.
Y tampoco. Porque someter la monarquía a la Ley de Transparencia es como enviar a los legionarios a luchar a Líbano cosiéndoles en el húmero las tablas del sistema métrico decimal, enseña que según Foxá abanderaría la parva gloria de morir por la democracia.