Estuve en el zoo el sábado y llegué tan exhausto a casa que me dormí la goleada del Madrid. Lástima, porque las analogías zoológicas habrían brotado luego con alguna exuberancia. Las camaleónicas córneas de Özil, la estampida bisonte de Cristiano, las correrías como de suricato motown de Marcelo, las espaldas plateadas de Khedira, los coletazos reptilianos de Higuaín, el pelaje antropológico de Alonso, el zigzagueo ungulado de Di María y así. Con la enorme diferencia de que el Madrid no es un zoo, como lo ven los periodistas acreditados a la entrada del recinto, sino una reserva donde la pulsión silvestre se trata de preservar con entrenos a puerta cerrada, como lo ve Mou.
El zoo, por lo demás, ofrece una serie de antítesis aparejadas entre conservación y languidez, entre el recreo del visitante y el tedio del visitado, entre los helados que toma el homo sapiens y los cacahuetes o pipas que reserva a los bichejos. Sucede que esta dialéctica fundamental entre animales superiores e inferiores -ley de la selva la llaman- a menudo se invierte en el Bernabéu, que adopta así la fisonomía de un zoológico asténico en donde las estrellas doctamente asilvestradas de Mourinho, en movimiento pirandelliano, se vuelven atónitas a su público para verle rumiar frutos secos con los músculos desangelados de la cautividad. La bestia compadeciendo a su dueño.