Archivo mensual: mayo 2013

La venganza de Rajoy se sirve fría, como el gintonic

Me ha sorprendido el tipín de Rajoy visto desde la tribuna de prensa del Congreso, de donde he estado ausente tres meses que el presidente ha aprovechado para reducir el déficit y apretarse el cinturón de cara al verano, porque contra lo que se dice yo advierto en Rajoy una coquetería sutil que se distingue del postureo más teatral de Toni Cantó. Cantó –o Cantuvo, que dice Hughes– ahorra en corbatas para transmitir desenfado por si le apunta una cámara, y Rajoy ahorra en general para evitar el enfado con que le apunta otra cámara, en concreto la del Reichstag. La legislatura de Rajoy acusa por tanto el rigor de una operación bikini perpetua, no sujeta a estacionalidad, y Rajoy ha somatizado su política hasta presentársenos descarnadito, aunque todos sabemos también que el plasma engorda.

Además de delgado, conciliador. El primer diputado opositor del orden del día le ha preguntado por qué tanto empeño en legislar sin consenso, que es lo que más molesta de las mayorías absolutas, pero va el presidente y en vez de señalarse los votos como Cristiano el muslo murmura al borde de la disculpa que está dispuesto a hablar. Lo hace con ese rumor quedo que complica la vigilia del periodista madrugador, y es que a Rajoy no le gusta el protagonismo ni cuando responde en el Parlamento y prefiere sonar de fondo como dice Jabois, quien me ha firmado su nuevo libro bajo los inspiradores disparos de Tejero que veía por primera vez. Rajoy también ha tendido la mano a Sánchez LlibreDuran no estaba, y eso siempre es un problema pues se pierde la referencia del momento apropiado para salir a fumar, que coincide normalmente con su pregunta– a cuenta de una propuesta de microcréditos para pymes y autónomos, y no satisfecho con el despliegue de cortesía realizado se ha mostrado “dispuesto a llegar a un entendimiento” con Rubalcaba para llevar a Bruselas un plan presupuestario concertado por el máximo número de partidos.

Todo este derroche rajoyesco de talante, creo yo, no es más que una fría venganza contra Aznar, abundando en la rabia con que desde las Azores debió de contemplarse la foto parisién con Felipe. El peligro que corre Rajoy si persiste en su huida hacia delante de empatía socialista es que acabe levantándole las primarias a Madina, a quien Gallardón, tras citarle en la cara a Indalecio Prieto y a Lincoln –Gallardón cualquier día rompe a hablar en latín–, ha animado a “liberarse de los prejuicios del pasado”, que es la perífrasis más elegante que he oído para aludir a Rubalcaba.

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29 mayo, 2013 · 17:17

Gómez Dávila. El hombre que nos vengó de la modernidad

En las semanas posteriores a mi adquisición de los Escolios a un texto implícito, editado por Atalanta con prólogo de Franco Volpi, confieso que buscaba inspiración para mis columnas leyendo un par de páginas de aquellos aforismos diamantinos, candentes como lascas de cobre. Lo dejé pronto porque me di cuenta de que la columna se me acababa siempre antes de tiempo y falta de espacio: para desarrollar un solo escolio necesitaba la extensión de un reportaje.

El mejor escritor de Colombia, dirán ustedes a tono con la opinión canónica, ha sido Gabriel García Márquez. Pero cuando a Gabo le preguntaron por don Colacho, aquel sabio casi mitológico que vivía encerrado en su casa estilo Tudor de Bogotá –carrera 11, esquina de la calle 77-, respondió: “Si no fuera de izquierdas, pensaría en todo y para todo como él”. Desde luego, yo consideraría a Nicolás Gómez Dáviladon Colacho para los amigos, entre ellos Álvaro Mutis, que le visitaba con la asidua devoción de Bioy a Borges– como el equivalente al doctor Johnson de las letras hispanoamericanas: si no su mayor escritor, sin duda su primera inteligencia. El desdén de la crítica y el desconocimiento del público lo explica él mejor que nadie en uno de sus fogonazos de magnesio en serie: “Tener razón es una razón más para no tener ningún éxito”.

¿Y cómo habría de tenerlo un autor eremítico que escolio a escolio edificó la más violenta, totalizante y sagaz de las refutaciones a la Modernidad, que afrentada castigó la quijotesca factura de aquel inclemente retrato con el más ortodoxo de los silencios? Ha sido Gómez Dávila una víctima colateral del boom hispanoamericano, de ideología casi uniformemente izquierdista –lo que engrasó el plácet de la intelligentsia europea y la consecuente promoción-, y eso que, como señala agudamente otro de sus escolios, debemos las estéticas modernistas a escritores reaccionarios como Balzac, Baudelaire y Eliot. O como el mismo Nietzsche, pues aunque su literatura sapiencial se inscribe en la tradición de los moralistas franceses (de Montaigne a Chamfort, pasando por Pascal) y a otros genios del ingenio breve como Gracián o Lichtenberg o Canetti, a lo que más se parece Gómez Dávila es a un Nietzsche católico, un hombre “sensual, escéptico y religioso”, por citar los tres adjetivos con los que él mismo se definió.

“Nació, escribió, murió”, dice Volpi en el prólogo. Y eso fue todo, ciertamente, pero le bastó para justificar sobradamente, ahora que se ha cumplido el centenario de su nacimiento, las tardías aunque bienvenidas conmemoraciones internacionales de su figura, de la monumentalidad cultural que levantó en épica soledad. Nacido en Bogotá en el seno de una familia acomodada que pudo costearle estudios en París y en Inglaterra, regresó a la capital de Colombia para casarse con Emilia Nieto, criar a sus tres hijos y enclaustrarse en la babélica biblioteca de 30.000 volúmenes donde agotó su existencia insular, leyendo y escribiendo de la mañana hasta la madrugada, decantando de sus lecturas en el idioma original –dominaba el griego y el latín entre otras lenguas, y al final de su vida aprendió el danés para poder leer a Kierkegaard sin mediaciones- las notas mentales que tras un arduo proceso de adensamiento conceptual y depuración estilística, quedaban esculpidas en forma de escolios.

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29 mayo, 2013 · 11:42

Por un puñado de pipas

La noticia ha corrido como la pólvora. Iker Casillas ha subido a su cuenta de Instagram la foto de un puñado de pipas. “Me gustan las #pipasconsal”, ha añadido a modo de glosa o comentario exegético.

El no iniciado en madridismo underground no ve aquí la noticia por parte alguna. Casillas es un tipo campechano, como Don Juan Carlos -en quien el portero tiene a un influyente partidario según Carlos Herrera-, y manifestar el gusto personal por las pipas saladas es signo coherente de campechanía, como manifestarlo por las cervezas con los amigos de toda la vida y por los campamentos estivales en favor de la infancia.

En cambio el iniciado, o sea el mourinhista, percibe enseguida una diáfana provocación por parte del capitán del Real Madrid, cuyo verdadero carácter distaría muy lejos de la inocencia magnética que le suponen apresuradamente los fabricantes de coches Hyundai. Como yo no conozco a Casillas y tampoco me fío de la publicidad, no estoy en disposición de ofrecer toda la verdad sobre la cuestionada personalidad del totémico portero de Móstoles, quien acaba de participarnos telemáticamente una predilección decidida por las pipas con sal.

¿Mascando la venganza?

¿Mascando la venganza?

¿Puede alguien como Casillas, con la cara de Casillas y la trayectoria de Casillas -¡incluso con una novia como la de Casillas!- ocultar un fondo de maquiavelismo vengativo y mordaz, experto en el uso de la sutileza semiótica y perito en sociología de masas? ¿A Casillas le gustan sin más las pipas –Casillas es un hombre tan querido que incluso podríamos aseverar, en un giro kennedyano, que a las pipas les gusta Casillas- o Casillas intenta mandar un mensaje a alguien a quien definitivamente no le gustan las pipas?

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24 mayo, 2013 · 11:30

Gatsby, o amar por encima de nuestras posibilidades

Cuando Hemingway leyó la obra maestra de su mellizo de Generación Perdida, registró su asombro —y un punto de envidia— en la memoria primero, y más tarde en el manuscrito póstumo de París era una fiesta: “Si era capaz de escribir un libro tan bueno como The Great Gatsby, no cabía duda de que sería capaz de escribir otro todavía mejor. Entonces yo no conocía a Zelda, y por consiguiente no tenía idea de las terribles desventajas con que luchaba Scott”. En ese mismo libro de memorias algo noveladas, el granítico Ernest anota la incomprensible fascinación que sobre Francis Scott Fitzgerald ejercían los ricos:

—Ellos son diferentes, Ernest.

—Sí, Scott. Tienen más dinero —reducía drásticamente el escritor aventurero.

Creo que el Gatsby de Luhrmann hoy en boga de cartelera y recensión capta perfectamente esa fascinación plutocrática de Fitzgerald, y sabemos que la semántica de lo fascinante reúne la antítesis entre repulsa y atracción, entre el premio del triunfo y la maldición de la insania. DiCaprio brilla como el magnético timador de Atrápame si puedes y más tarde se colapsa como el neurótico Hughes de El aviador. Bajo el envoltorio pulimentado por unas mistificadas maneras oxonienses habita la psicología rudimentaria de Tony Montana: In this country, you gotta make the money first. Then when you get the money, you get the power. Then when you get the power, then you get the women”. No otro es el programa vital de James Gatz, devenido Jay Gatsby por la misma neoyorquina razón que años después Dick Whitman usurparía la identidad de Don Draper, con la diferencia de que Gatsby es un romántico genuino: le mueve la conquista de la inasible Daisy, a la que ama literalmente por encima de sus posibilidades y bajo el prisma cristalizado del ideal con que Stendhal describió el enamoramiento.

Acudí escéptico al cine porque Baz Luhrmann hace el cine opuesto al que uno le gusta, porque uno es alérgico al género musical y a la pirotecnia frívola de un arte afeminado antes que femenino. Pero acudí. Durante la primera hora del metraje Luhrmann imponía su estilo manierista, festivo, epidérmico, de un barroquismo abigarrado como de pared de habitación adolescente. Pero según avanzaba la película ocurría algo formidable: Fitzgerald resurgía como un espectro alcoholizado bajo el carmín y las gasas y agarraba al trivial Luhrmann de las solapas, obligándole a contar con respeto la tragedia de Jay Gatsby. El cineasta formalista acaba entregándose con milimétrica exactitud argumental a la honda fábula moral que encierra la gran novela de la Generación Perdida. Ahora que ese tétrico concepto acuñado por la señora Stein Lost Generation— regresa a algunos de nosotros como si fuésemos barcos a contracorriente incesantemente arrastrados hacia el pasado, conviene discernir bien lo que Gatsby tiene de Fitzgerald para adivinar el posible desenlace personal de esta jodienda que nos toca vivir.

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23 mayo, 2013 · 20:38

El extraño caso del diputado con voz

El día de la semifinal de vuelta contra el Borussia, por eso me acuerdo, bajo una meteorología esquizoide que desaguaba ráfagas de lluvia tan pronto como detonaba fogonazos de sol vespertino, yo aguardaba la llegada del 150 para dirigirme al Bernabéu. De pronto vi encaminarse hacia la parada a un conocido diputado del Partido Popular que hablaba por el móvil a volumen bien audible, dos puntos por encima de indiscreto y solo uno por debajo de exhibicionista. En lo atinente al contenido hablaba, además, con una candorosa transparencia, pero no porque pensara en la necesidad de ser escuchado por el pueblo, sino más bien en la necesidad de escucharse a sí mismo.

Si el tertuliano tiene voz pero no voto, el diputado patrio tiene voto pero no voz, y ambos gremios se permutarían encantados los papeles. El diputado enmudecido sufre porque un diputado fue alguna vez un niño al que le gustaba charlotear, digo yo, y meterse en la vida de los demás. Es duro desarrollar la vocación representativa bajo una partitocracia espartana, con su disciplina de voto intacta como himen de gitana observante. Las pocas veces que un diputado español puede oír el sonido libre de su propia voz debe aprovecharlas, y éstas se presentan al parecer en los autobuses que se toman a la salida del Congreso. Dentro es más seguro adoptar la sofisticación comunicativa de un semáforo común y hablar mediante la lucecita verde si se es del Gobierno y roja si de la oposición.

Me dispuse a escuchar la opinión del representante popular, que de primeras ya comparecía de lo más representativo tirando de transporte público y no de dietas. Pero es que conforme rajaba iba profundizando en el prodigio de la representatividad, recosiendo a fuerza de empatía revelada el cacareado divorcio-entre-la-casta-política-y-la-opinión-pública. Así que no tuve más remedio que sacar el móvil y empezar a transcribir, puesto que nuestro hombre vino a sentarse a mi lado, pasillo por medio, y toda la Castellana por delante.

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22 mayo, 2013 · 12:05

Fado militar de José Mourinho

Acaba de morir el hombre que dijo que el poder desgasta al que no lo tiene: Giulio Andreotti. Y acaba de confirmar su salida del Real Madrid el entrenador que según decían tenía todo el poder, pero que se desgastó porque en realidad nunca lo tuvo: José Mourinho. Se va precisamente por eso, por falta de poder. De haber tenido el poder que Ferguson ostentó en el Manchester, su estancia en el Madrid habría sido más duradera y su salida tan plácida y unánime en el elogio como la del noble escocés. Pero esto es España, no Gran Bretaña: nosotros inventamos la guerra de guerrillas y ellos la flema británica.

de: de:José Mourinho - Inter Mailand en: en:Jo...

Un hombre y su destino.

Es evidente que José Mourinho militarizó el Real Madrid. Anteriormente había militarizado el Oporto, el Chelsea y el Inter, desplegando campañas victoriosas con cada uno de ellos. El Real Madrid venía de ser eliminado por el Alcorcón en la Copa del Rey y por el Olympique de Lyon en octavos de final de la Champions League por sexto año consecutivo.

Y lo que era peor y más sangrante, literalmente irrespirable de hecho: su decadencia competitiva coincidía con el esplendor imperial del eterno antagonista capitaneado por Pep Guardiola, quien a su vez se había beneficiado de la laureada herencia de Frank Rijkaard. Urgía militarizar al club blanco o hundirse en una década ominosa de abulia institucional y rencor de equipo pobre, y Florentino Pérez tomó la decisión correcta: contratar al único hombre que ofrecía garantías creíbles de interrumpir primero y revertir después la hegemonía futbolística del Barça.

Por semejante garantía, como por todo servicio mercenario de élite, había que pagar un precio. Algunos lúcidos augures ya vaticinaron entonces que ese precio acabaría resultando demasiado alto para la racanería espiritual de una afición pacata y rumiante, devota de su espejo y de la pipa, bien nutrida de colesterol mediático y poco habituada a la marcialidad. Esa confortable posición de privilegio no es sino el daño colateral que inflige la conciencia de poseer el mejor palmarés del mundo en una Meseta con pocos motivos adicionales de orgullo desde la desocupación de El Escorial: debemos entender que el ‘piperismo’ ocupa un rango de prosperidad tan deseable como la carnosidad femenina entre los coetáneos de Rubens. Pero para ganar títulos se necesita estar delgado.

Para ganar habría que despojar a la plantilla del cómodo chándal del fatalismo y también de la película protectora que le tejía esa prensa beneficiada por sus filtraciones y restituir valores ásperos como la disciplina, la autoridad, el control, la independencia, la jerarquía, la meritocracia, el silencio y la amnesia, que es lo contrario del estatus. Más o menos las cosas que enseñaban a los chicos en Esparta. Esparta sabía que Atenas tenía más talento, pero la venció cuando se convenció de que la épica lacedemonia podía despertar tanto terror y tanta piedad como el afamado teatro de los atenienses.

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21 mayo, 2013 · 14:35

Juan de Ávalos y los malos tiempos para la épica

Franco le pagó 300.000 pesetas por su trabajo escultórico en el Valle de los Caídos, y aunque Juan de Ávalos era republicano y socialista de carné –el número 7 de la agrupación de Mérida, en concreto–, aceptando este encargo engrosaba sin saberlo el panteón simbólico de tantos abeles ejecutados en la desmemoria de esta España machadiana por donde cruza errante la sombra de Caín; y cuando ha terminado de cruzar en un sentido, da media vuelta y cruza en sentido contrario. Y así pasamos los siglos.

Confiaría Ávalos –como cualquier artista español que eligió no exiliarse entre 1939 y 1975– en que la posteridad le juzgara exclusivamente por el talento demostrado en su obra y menos por el más célebre de sus clientes, pero aún es muy pronto para que se le haga esa justicia. Hoy, a los ojos astigmáticos del establishment cultural sigue siendo el escultor del mausoleo franquista cuya notable Piedad se derrumba grano a grano merced al pánico rector del político contemporáneo, de uno u otro signo: el pánico a que le llamen fascista si acuerda una partida presupuestaria para restaurar la obra que corona la fachada de la Basílica del Valle de los Caídos.

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21 mayo, 2013 · 14:22

Los últimos mourinhistas de Filipinas

«Cuando la porquería se desparrama algunos corren y otros se quedan. Aquí está Charlie, afrontando el fuego, y ahí está George escondiéndose en el bolsillo de papaíto. ¿Y qué hacen ustedes? Van a recompensar a George y a destruir a Charlie». Así aullaba el teniente ciego Frank Slade por medio de Al Pacino en el memorable discurso que cierra Esencia de mujer, evangelio personal que revisito en mis momentos bajos. Quien pasa por un momento definitivamente bajo es el mourinhismo, cautivo y desarmado José Mourinho por el periodismo deportivo, el vedetismo de vestuario y el piperío sociológico.

Cuando la mierda rebosa algunos se quedan. Si hay un precio, habrá de pagarse. Porque Mourinho nos ha desgastado a todos -a Mourinho el primero- en la épica tarea de la afloración de quistes malignos bajo la piel endurecida y avejentada del madridismo. Cansados pero lúcidos comparecen hoy en la prensa, señalándose la espalda para que no haya dudas en la hora más ingrata, Ignacio Ruiz Quintano, Manuel Jabois y Federico Jiménez Losantos y algunos otros resistentes entre los que, permítanme la autocita, me incluyo. Más Hughes, que sintetizó en ABC el sábado la causa de la expulsión de Mourinho de España: «No ha comprendido tres castas que ni en la India: el canterano, el periodista y el árbitro».

No es mala compañía para ir a la hoguera.

Al Pacino y José Mourinho. Tal para cual.

Al Pacino y José Mourinho. Tal para cual.

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