“No hay que admitir las cosas, hay que hacer revoluciones”. Esta reducción a eslogan del marxismo se debe al ensayista y activista francés Guy Debord (París, 1931 – Bellevue-la Montagne, 1994), cuya influencia en la articulación ideológica del mayo del 68 resulta mucho más reconocible que la que pudo ejercer el existencialismo sartreano, con su notorio deje de burgués reciclado. Otra cosa es que Sartre supiera publicitarse mejor que Debord, quien era más coherente con sus ideas. Más pardillo, si quieren.
Ahora que la calle se prepara para acoger la kermesse heroica de un nuevo aniversario quincemista –y ojalá proliferaran para la ocasión tantas papeleras como ideas–, parece pertinente evocar el paradigmático caso del antisistema primigenio que devino autor sistematizado, o el apocalíptico jacobino que resultó finalmente integrado según la terminología acuñada por Umberto Eco en 1965. Solo dos años después –eran los sesenta y el pensamiento occidental bailaba una última danza lisérgica, entrechocándose las últimas utopías con alienaciones recién estrenadas, antes de ingresar en la debilidad crónica de la posmodernidad–, publicaba un título cuyo concepto axial compite con Marshall McLuhan en lucidez diagnóstica y lugarcomunismo académico: La sociedad del espectáculo. Vivimos en una sociedad del espectáculo regida por el consumo de masas donde el medio es el mensaje: esto es capaz de cacarearlo cualquier tertuliano sin haber leído jamás una sola página de Guy Debord o de McLuhan. Pero lo cierto es que el poder de impregnación por ósmosis da la medida del éxito de una idea, y un filósofo no puede aspirar a mayor gloria que la popularidad de sus tesis aun a costa de la de su nombre.
“Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, ahora se aleja en una representación”, escribe Debord, quien como tantos marxistas sagaces acierta en los diagnósticos del capitalismo y equivoca trágicamente los tratamientos. ¿Quién puede negar que el desarrollo tecnológico y el imperio de la imagen nos sirvan bajo el pretexto de la comodidad una existencia vicaria, meramente simbólica, acechada por el fantasma de la alienación espiritual? ¿Cómo desmentir que el arte bascula entre la banalidad y la deshumanización, que las instituciones políticas se divorcian del sentir ciudadano y que el foco de los medios de comunicación airea todo escondite por el efecto multiplicador de las redes sociales? Si lo definitorio de un espectáculo es su condición ficticia, el plano de fingimiento verosímil que se alza entre la butaca y la escena, entonces habremos de convenir en que hoy padecemos una expropiación forzosa de la realidad que nos tiene de lo más insatisfechos. Indignados, incluso. Nos han vedado el acceso directo al mundo, todo nos llega mediatizado por lo espectacular, sea una pieza de informativo, un anuncio publicitario, un titular de prensa, una aplicación de smartphone. Distinguir el hecho de su relato no es que nos resulte arduo: es que ya nos resulta indiferente.