Archivo mensual: junio 2013

Rajoy: «Mira cómo tiemblo, Bárcenas»

Bárcenas pena en el maco y los medios insisten en sentar el culo del Partido Popular sobre un volcán de indiscreción vengativa, pero todavía no han apostado a sus reporteros bajo los ventanales de Génova para grabar los suicidios en cadena de portavoces, secretarios y bedeles.

–Como cante Bárcenas, verás. La cárcel suelta la lengua. Están todos metidos hasta el culo.

Eso piensa la calle y eso se esfuerzan buenamente los medios por alimentar. Pero uno aquí sólo advierte el desmesurado influjo de la ficción en la sociedad moderna, que yo achaco a las noches de claro en claro que pasan ahora los periodistas absortos en las series de la HBO, lamiéndose las heridas de un tiempo ingrato. La realidad, señores, se llama Mariano Rajoy, y se trata de una realidad tan gris y predecible y refractaria al suspense como lo es la realidad real, para curarnos de la cual se inventó precisamente la narrativa.

Con Bárcenas en el trullo, Rajoy puede estar tan nervioso como la Duquesa de Alba con la crisis. ¿Cuántas veces habremos de glosar la impasibilidad mariana, el fenómeno más fascinante de la política española desde la irrelevancia zapaterina? No es que Rajoy esté por encima de lo que suceda en su partido; es que está por encima de lo que suceda en su sistema nervioso, y eso a mí me parece admirable. Yo pienso que Rajoy va a ver pasar todos nuestros cadáveres por delante de La Moncloa, incluyendo el cadáver de la crisis. Y ni siquiera lo va a celebrar, por no regalar titulares a tontas y a locas.

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30 junio, 2013 · 18:11

Wert y Montoro alcanzan la propiedad conmutativa

Algo tendrá que hacer, señor Posada, con las acreditaciones de los periodistas que van quedando y madrugando para cubrir sus sesiones de control en el Congreso. Como por ejemplo -no nos pongamos tampoco demasiado originales- cursarlas. Cada mañana de miércoles sobre el hall de la Carrera de San Jerónimo planea la sombra de la Lubianka, pero no por el terror que inspiran sus mortecinos funcionarios, sino por su inoperatividad como de agrimensores kafkianos. Nos venían advirtiendo de que el modelo de la Transición se estaba agotando; lo que no sabíamos es que lo que viene después es la perestroika. En todo caso, no descarto el día en que los reporteros debidamente acreditados puedan acceder a la sede de la soberanía nacional sin distinción de credo, raza, orientación sexual. De momento seguimos soñando, como Luther King.

Cuando por fin me senté en la tribuna de prensa, Soraya Rodríguez estaba llegando puntual a su cita con el género de la diatriba. Ahora bien: en el extremo opuesto del chorro no estaba su tocaya azul, frustrando así la reedición semanal de la sorayomaquia. En la orilla de enfrente comparecía, serenísimo, el propio Mariano Rajoy, a quien la portavoz socialista se estaba dirigiendo en un tono más modulado del que reserva para la vicepresidenta, si bien tampoco se puede decir que se deshiciera en elogios al plan de becas del Gobierno:

–Mire cómo tiene el patio, señor Rajoy. ¿Por qué desea que los alumnos de menos renta no puedan estudiar? ¿Adónde quiere mandarles? –desliza, sugiriendo destinos inefables, no sé, una fábrica de Nike en Bangladesh.

Y a continuación, apuntando al escaño de José Ignacio Wert con el dedo pero sin dignarse a mirarle, como si señalara un experimento genético, remonta triunfalmente la cadena de mando para zanjar la autoría del engendro:

–Él es ministro porque usted le nombró. Sigue de ministro porque usted no le cesó. Usted se esconde tras un plasma pero el señor Wert debe volver a las tertulias, de las que nunca debió salir.

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26 junio, 2013 · 18:34

Pep y la Escuela de Frankfurt

[Reproduzco a continuación, por si fuere oportuno, la contraportada de La Gaceta que publiqué el 18 de enero de 2013 a cuenta de la elección bávara de Pep Guardiola, quien fue presentado ayer como técnico del Bayern de Múnich. Los organizadores de la referida presentación se inspiraron en las bellas sesiones polifónicas del Senado español, donde toda oprimida identidad periférica encuentran satisfacción a su anhelo libertario por la vía del pinganillo de Babel. Sin embargo, durante la comparecencia de Pep no se planteó la verdadera pregunta, que no es si Alemania le va bien al estilo de Pep, sino si Pep le va bien al estilo de Alemania. Dada su pertinencia, por tanto, replanteo la cuestión candente]

Y Pep vino pa' Alemania.

Y Pep vino pa’ Alemania.

 Un español de nuestro tiempo normalmente emigra a Alemania tras un año en paro, pero Pep Guardiola lo hace tras un año sabático, y este privilegio ciertamente le resta españolidad más eficazmente que su publicitada voluntad de circunscripción al pequeño país del nordeste. Si Pep no es español, es porque tiene dinero bastante para tirarse un año en Nueva York pisando las huellas de otros iconos populares como Sinatra o Warhol; pero sobre todo, porque además tiene ofertas de trabajo.

Se desatan en esta hora sesudos debates futbolísticos –valga el oxímoron– sobre el acierto de la decisión guardiolana. Se dirime si este Bayern de Múnich ofrece arcilla de suficiente calidad al demiúrgico molde táctico de Guardiola. Se discute la idoneidad de Alemania para Pep, y a nadie se le ocurre sospechar de la idoneidad de Pep para Alemania. Por muy buen entrenador que aseguran que es Pep Guardiola, a uno le parece desproporcionado tomar del ronzal a un país hecho y derecho como Alemania –presidido por una mujer de firmeza masculina– y pasearlo ante Pep –que es un hombre de delicadeza femenina– del mismo modo que se pasea a un caballo dudoso en el paddock ante los apostadores, subordinando todo un Estado federal al capricho de un solo individuo, si bien hemos de convenir en la histórica propensión de los teutones al mesianismo. A uno todo esto le evoca las reservas que en Chesterton suscitaban los abusos del capitalismo yanqui:

—El hombre no se pregunta como correspondería: “¿Deberían tolerar los hombres casados ser asistentes de un comercio moderno?”, sino que se pregunta: “¿Deberían casarse los asistentes de comercio?” La inmensa ilusión del materialismo se ha visto coronada por el triunfo. El esclavo no se pregunta: “¿Me merezco estas cadenas? Sino que, muy ufano, se pregunta científicamente: “¿Soy lo suficientemente bueno para estas cadenas?”

Esa del materialismo es acusación proverbial que pesa sobre el carácter catalán, mientras que el idealismo trascendental tuvo cuna alemana. En consecuencia, y desvelando mi propia opinión sobre el sensacional caso de la migración alemana de Guardiola, observo un matrimonio perfecto de identidades opuestas en donde la severidad espiritual del país de Merkel casa con el pragmatismo mujeril del esbelto Pep como casan el hambre y un cocido, la lujuria y el burdel, el paro y la nómina. Además, el de Sampedor tendrá allí a mano a mi tocayo Jürgen Habermas –no confundir con Jürgen Klinsmann–, el último epígono de la Escuela de Frankfurt que postula la recuperación del proyecto ilustrado. Ya estoy viendo a Pep y a Jürgen, hundidos en sillones de oreja, señalando las fallas del programa kantiano en un vibrante diálogo patrocinado por Deutsche Bank.

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Jabois en Es Radio

La criatura.

La criatura.

Carmen Carbonell entrevista en Es Radio a Jabois a cuenta de su último libro, con el concurso entusiasta de su familia -Ana confirmando lo autobiográfico del texto y Manu balbuceando papá- y de uno mismo. Por si gustáis.

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A Montoro le falta un sicario

Esta semana Cristóbal Montoro se va a reunir con las autonomías de los cojones para que rule la navaja de Ockham de la reforma de la Administración, medida la más pertinente entre las que debía adoptar el Gobierno de Rajoy desde su llegada a La Moncloa, y que le venían exigiendo ya hasta desde las páginas del Marca. Ockham, con ese talante empírico tan juicioso de los ingleses, no entendía la bulímica necesidad de multiplicar entes que tenía la metafísica escolástica, una de cuyas máximas me ha sido de gran utilidad en mi aún corta vida de columnista: «Cuando llegues a una contradicción, haz una división». A base de ramificaciones, el árbol de la ontología se volvió tan frondoso que no dejaba ver ni el bosque ni el árbol ni a Don Pimpón detrás del árbol, y ante jungla tan intrincada formuló el fraile franciscano su célebre principio de economía del pensamiento: «En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta». Montoro, que por lo gárrulo de sus comparecencias no parece haber leído a Ockham, sin embargo ha hecho desfilar su política económica sobre el filo de la navaja filosófica, y si primero nos tajaron el Estado del Bienestar, ya iba siendo hora de que ahora se tajaran a sí mismos el Estado a secas.

El problema es que sólo desde el Estado central se advierte con claridad la hipertrofia arbórea de la cosa pública. Los barones se miran al espejo y, si no se atreven a compararse con una sílfide de Miss USA 2013, desde luego justifican cada una de sus adiposidades presupuestarias como absolutamente vitales para el saludable funcionamiento del organismo autonómico de los cojones. A esos cuerpos mórbidos debe enfrentarse esta semana el Estado central armado de un bisturí. Pero ay, Cristóbal Montoro no es Furio Giunta, el sicario más expeditivo de la familia Soprano. A Furio lo podías mandar a cobrar el pizzo de un comerciante remolón y te traía el fajo regado en escarlata y de propina un vistoso llavero confeccionado con las orejas del moroso. Don Cristóbal no es Furio y Monago, que vendría a ser el Júnior de Montoro, lo sabe. Y así no hay manera de dirigir una familia de la vieja escuela.

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24 junio, 2013 · 11:41

La indiscutible españolidad de Andrés Iniesta

Debió marcar él el gol del Mundial porque no hay nada más parecido a España que Iniesta. Iniesta es una paradoja tremenda: un individualista de equipo, un centrocampista moderno con fisonomía antigua, una estrella sin telegenia, un gran jugador de estatura irrisoria, un pueblerino de renombre mundial, un madridista culé. Para explicar a Iniesta habría que sustituir en las tertulias deportivas a tanto aforista de mondadientes por Salvador de Madariaga, Claudio Sánchez Albornoz, Laín Entralgo, Julián Marías y otros historiadores que han coincidido en lo complejo, lo ambivalente de España. También a Iniesta se le ha cargado con una leyenda rosa de aculturado modélico en los valores masíos y con una leyenda negra como de hermano pequeño de Pascual Duarte labrándose en Barcelona una reputación de Pijoaparte.

Ambas son falsas, claro. Iniesta fue un prometedor esqueje albaceteño –un brote decididamente verde– trasplantado en La Masía a los doce años que floreció más allá de lo concebible en lo futbolístico, pero que jamás dará la talla dramática en el belén bufo del redentorismo catalán más que como zagalillo invitado. El bueno de Andrés lleva el pancismo manchego pintado en la cara, y hace el ridículo cuando trata de hablar en catalán o defiende el derecho a decidir del nordeste peninsular. Es como meter a Maritornes en la cocina de Ferrán Adrià. Pero Guardiola, con esa sensibilidad tan suya para eso que los cursis llaman relato, se apresuró a celebrar sus goles decisivos como la obra artesanal de un hombre sencillo, sin tatuajes ostensibles ni damas aparatosas esperando en el reservado. El lindo Pep intentaba forjarle la más sofisticada de las leyendas, que es la de la sencillez, pero yo creo que si Iniesta no se serigrafía los antebrazos ni va petando los jacuzzis de escorts es porque toda la fantasía se le agota en el regate corto y el pase electrizante.

En el ángulo opuesto, hay quien no le perdona que no se haya revelado contra el tiquitaca, y esto es injusto. A Iniesta le ha perjudicado mucho la admiración de Ángel Cappa, al modo en que el refrán árabe lamenta que los necios nos humillen con su elogio, pero lo cierto es que su juego encajaría igual de bien en el Barça que en el Madrid, en River Plate que en el Rapid de Viena, porque a ningún equipo le sobra la habilidad. Ahora el fútbol, como el periodismo, se ha sofisticado tanto, ha alcanzado tal grado de sistematización y normativismo que un gol no parece explicable sin un despliegue prolijo de cartabones y pizarras, de la misma manera que un artículo no merece consideración sin el nihil obstat del sanedrín deontológico que divide escrupulosamente la información de la opinión, y dentro de la opinión, la democrática de la fascista. Al fútbol entre otros de Iniesta lo tildó Guardiola de izquierdista, pero yo creo que el número 6 de la Selección se conduce por el campo con la independencia de criterio del cura Merino: cuando no está sorteando emboscadas, está tendiéndolas. En todos los partidos de todas las ligas se producen emboscadas puntuales y pocos como el mágico monaguillo de Fuentealbilla saben salir de espacios achicados con recursos más baratos y eficaces. Los rivales se hartan de que se escurra siempre y acaban zancadilleándole, como pasó el otro día en el debut de España en la Copa de Confederaciones contra la pendenciera Uruguay.

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24 junio, 2013 · 10:49

El perdido orgullo de ser tertuliano en Madrid

[Un paseo literario por la capital de las tertulias, las greguerías y los bastonazos, publicado en papel en Jot Down]

Muchos hacen del café una sucursal de su casa, advertía el humanista Ángel Fernández de los Ríos a mediados del siglo XIX, cuando podemos datar el estallido de la edad de oro del café literario español. Y como español, madrileño, rompeolas de todas las etcétera. “En Madrid, en España, a Dios gracias, cuando buscamos a un hombre de negocios no solemos saber dónde tiene la oficina ni nos importa demasiado, pero sabemos a qué café va y, con eso, nos basta, porque allí lo veremos inmediatamente y nos recibirá con la cordialidad humana que se tiene en los sitios donde se bebe y se come y no tendremos que esperar en una salita donde no hay más que revistas de esas que nadie ha leído nunca”. He aquí la respuesta que en los años del crack del 29 daba Edgar Neville a esa indignación tan oída que hasta nosotros mismos incurrimos en ella:

-¡Y luego dicen que hay crisis! ¡Mira cómo están las terrazas de Madrid!

Eso es no entender que los españoles empiezan a  solucionar la crisis yéndose de cañas, porque a ningún español se le puede ocurrir un negocio viable metido en una oficina como hacen los americanos, que por eso sufren esa crisis atroz que les persuade de tirarse por las ventanas, se dice Neville. El café acoge por tanto el justo medio entre la intimidad de la casa y la arrogancia de la oficina del español, sea este viajante de comercio o letraherido con ambiciones. Porque luego, en el café, cada cual se comporta como lo que es y aquí nos interesa el comportamiento literario en esas tertulias madrileñas que según Valle-Inclán ejercieron más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que dos o tres universidades y academias. Y a cualquiera que haya llegado a la vida con tiempo suficiente para vivir y discutir en la cafetería de la facultad –más que en el aula misma- antes de la venida de las redes sociales, no le parecerá esperpéntica la afirmación.

La tertulia de Pombo acaudillada por Ramón y pintada a la tremenda por Solana.

La tertulia de Pombo acaudillada por Ramón y pintada a la tremenda por Solana.

En puridad, la afirmación de Valle se circunscribía al Café de Levante, que conoció en Madrid tres ubicaciones distintas: Alcalá, Puerta del Sol y Arenal. Durante cerca de un siglo puso en conocimiento a escritores consagrados con plumillas anhelantes, a militares achispados con feminerío del cuplé: “En el Café de Levante, entre palmas y alegrías, cantaba la zarzamora…” Y pegaba en este punto un volantazo Lola Flores. Sin embargo, el autor de Luces de Bohemia era asiduo más bien a la tertulia de El Gato Negro, fiel a los nuevos aires afectadetes de los modernistas, en donde la voz cantante la llevaba otro dramaturgo no menos atildadín: Jacinto Benavente. Era un antro de techo bajo y mal iluminado aunque ancho de divanes cuyo máximo atractivo residía en la pared postiza que comunicaba el café con la escena del Teatro de la Comedia a cuyo costado se adosaba el local, en mitad de la calle del Príncipe. Tertulia y espectáculo: dos por uno, más el coloquio posterior con Benavente. A Ramón, en cambio, aquello le parecía una ermita para amateurs del esteticismo: “Fue un café banal desde el principio con sus gatos de bazar. Era un remedo incongruente del célebre Gato Negro parisiense”. Hoy, oh Cronos inclemente, no queda más rastro de las rubenianas veladas gatunas que una tienda de ropa y complementos que se publicita como “exótica”.

En la misma calle, desembocando ya en la Plaza de Santa Ana, en el sótano anexo al Teatro Español que ocupaba el desaparecido café del Príncipe arraigó la tertulia decana de este parnaso, aunque sus modestos protagonistas prefirieron llamarla El Parnasillo. Pero estamos en pleno romanticismo y no son nombres modestos los que conformaban aquella esclarecida reunión. Desde 1829 allí se dieron cita periodistas, poetas, dramaturgos y artistas de la talla de José de Espronceda, Mariano José de Larra, Ramón Mesonero Romanos, Juan Eugenio Hartzenbusch, José Zorrilla, Enrique Gil y Carrasco, Madrazo, Rivera o Esquivel. Se reunían allí imantados por el Español, antiguo Corral del Príncipe, donde cada quien aspiraba a estrenar sus comedias; porque lo que es el local, Larra lo describía como “reducido, puerco y opaco”, y Mesonero daba en el clavo romántico de esa fascinación hipster que ejerce la bohemia al insertar el matiz causativo: “A pesar de todas estas condiciones negativas, y tal vez a causa de ellas mismas, este miserable tugurio, sombrío y desierto, llamó la atención y obtuvo la preferencia de los jóvenes poetas, literatos, artistas y aficionados”. Hoy es una vinacoteca discretita desde la que contemplar a la paloma de bronce equivocándose eternamente en las manos de bronce de la estatua de Lorca ubicada en el centro de la plaza.

De la voracidad de la piqueta acaso el ejemplo más duro –por lo violento del contraste entre su ayer y su hoy- sea el del Café de Fornos, gloria de la hostelería, leyenda del noctambulismo desde 1870 hasta 1908 en cuyo lugar –cruce entre Alcalá y Virgen de los Peligros- se erige ahora un filisteo y desangelado Starbucks con un rombito municipal en sepia que recuerda los días de vino y rosas. Lo fundó un fámulo del marqués de Salamanca y escribió la crónica periodística de su inauguración el mismo Gustavo Adolfo Bécquer, a quien se conoce que no le rentaban mucho las rimas ni las leyendas. Tenía dos cosas asombrosas para la época: tubos de ventilación y murales pintados al fresco por los mejores pinceles del momento, incluido Zuloaga. Ah, y otro aliciente fundamental: putas elegantes, que tanto lustre daban al París de la bohemia. ¡Que no falte de nada! Fornos fue el equivalente madrileño de Maxim en París o el Rector en Nueva York. Algunos cronistas de la época cuentan que en los bajos del Fornos, dotados de cuartos de alquiler a precio de burdel de lujo, se celebraban fiestas de ocho días seguidos a las que se dice, se comenta, asistía con verdadero compromiso Manuel Machado; para que luego vengan a inventarse las raves los voluntariosos muchachos del FIB. Así lo rememoraba Zamacois, nombre santo de la novela sicalíptica y de la bohemia en general, para quien el Fornos era una mezcla –españolísima- de teatro y de iglesia:

El viejo Fornos, con sus bronces artísticos, sus zócalos de caoba y sus techos pintados por Sala y por Mélida, ofrecía no sabemos qué de suntuario y de frívolo, de distinguido y de escandaloso, de aristocrático y de bohemio, que, según el momento del día, invitaba a sus clientes a la contemplación silenciosa o acicateaba su regocijo”.

La Generación del 98 hizo su asiento en el Fornos, se dolió de España en el Fornos a todo doler. Allí le fue presentado Baroja a Unamuno, y con ellos tertulianeaba Azorín, por entonces aún abrazado a la causa del anarquismo. Allí almorzaba el enciclopédico Menéndez Pelayo si se encontraba en Madrid. Allí se inventó el pepito de ternera. Por allí pasó Mata Hari. Allí sitúa Hemingway una escena de Muerte en la tarde. Y allí se tomó su último real chupito Amadeo de Saboya antes de abandonar este país para no volver jamás. Pero suele pasar que a los padres pioneros les suceden hijos conflictivos y Manuel Fornos eligió la manera más vanidosa de dilapidar una herencia: se metió en el reservado número 13 del café fundado por su padre y se pegó un tiro en la cabeza. La performance logró un efecto propagandístico innegable y el local entró en una decadencia sin paliativos. Lo compró un banco, le cambió el nombre, lo transformó en cabaret, lo acabo chapando y hoy es un Starbucks preocupado por el certificado eco-responsable LEED de eficiencia energética e hídrica, y cito textualmente del folleto.

Habíamos dejado a Valle de contertulio modernista en El Gato Negro, pero pronto el gallego adquirió estatura artística personal como para fundar tertulia propia en el Café de la Montaña, situado en los bajos de ese edificio de la Puerta del Sol que lleva publicitando Tío Pepe desde que tío Pepe estaba vivo, si no antes. Sus habituales lo rebautizaron como “café pulmonía” porque sus puertas se abrían a las terribles corrientes paralelas que patrullan Alcalá y la Carrera de San Jerónimo. Un día llegó Valle con ganas de incendiar Twitter. Estaba concertado un duelo de dibujantes y Valle tomó apasionado partido por uno. El periodista Manuel Bueno –al que los milicianos pasearían en Montjuich en 1936- le replicó tranquilamente que su favorito no podría competir por ser menor de edad. Valle se enfureció. Bueno le contestó. Valle asió una botella de cristal. Bueno blandió el bastón. Valle recibió un bastonazo en el antebrazo izquierdo y el gemelo se clavó en la piel ante la atenta y entretenida mirada de Gómez de la Serna, que no perdía ripio. Aquella estúpida herida se infectó y a los dos días tuvieron que amputarle el brazo al genio del esperpento, mancado a mayor gloria del género de su invención. Carmen de Burgos homenajeó aquel templo en el que Alejandro Sawa relataba a quien le quisiera oír cómo Víctor Hugo, en París, le había besado en la frente. Sin contraer el tifus, le faltaba añadir. Hoy las excavadoras trabajan el interior de aquel café donde los tertulianos más geniales llegaban a las manos como carreteros, justo al contrario que en las tertulias de hoy, donde teorizan como carreteros pero se rehúyen como intelectuales. Del puro escombro se alzan solo las esbeltas columnas como huesos mondos de un pasado grueso en anécdotas.

En 1920 se planta en Madrid un inquiero argentino llamado Jorge Luis. Quería ser poeta de vanguardia y le encaminaron al Café Colonial, donde reinaba Rafael Cansinos Assens. “Fue mi maestro. Era inteligente y de pocas palabras, sabía diecisiete idiomas clásicos y modernos, leía la Biblia en el texto original y se convirtió al judaísmo por convencimiento, sin tener ningún antecedente genealógico judío”. Donde Borges dice “se convirtió”, hay que leer: “se rebanó el prepucio”. Así era Cansinos: un circunciso vocacional. Vanguardia punk. La novela de un literato es el monumento que su memoria levanta a la bohemia condensada como un chubasco de talento indefinido y miseria concreta en aquel santuario de Alcalá número 5:

«El café Colonial ha sucedido a Fornos como centro de la vida nocturna del Madrid bohemio y artista. A la salida de los teatros, cuando los focos voltaicos de la Puerta del Sol se extinguen como una fulguración de desmayo y los últimos tranvías salen atestados de gente, El Colonial empieza a llenarse de un público heterogéneo, pintoresco y ruidoso. Llegan las artistas de varietés, pomposas y risueñas, todavía con el maquillaje de la escena, con sus grandes sombreros, sus trajes llamativos y sus dedos cuajados de sortijas, escoltadas como duquesitas dieciochescas por su corte de admiradores, señoritos juerguistas, viejos calaveras que todo el mundo conoce por su dinero, periodistas, agentes de varietés, vendedores de joyas, autores de cuplés, pequeños compositores, y mujeres viejas, con aire de falsas madres que a veces lo son de verdad… y descubren el fondo de miseria, de donde ellas han salido».

Donde antaño calentaba esta indecible bujía de humanidad hoy comparece la aséptica fachada de una sede del Ministerio de Hacienda. Solo el ornato churrigueresco del dintel principal parece guardar la memoria de lo que sucedió en su planta baja.

Otro edificio institucional, esta vez de la Comunidad de Madrid, vela en el 4 de la calle Carretas la soberbia leyenda de Pombo y su cripta sagrada, cuyo sumo sacerdocio ofició Gómez de la Serna con carisma de orador sedente, según notaba Pla: “Es tan sensible la diferencia que existe entre el Ramón sentado y el Ramón de pie, que es probable que si no hubiese en este mundo sillas y mesas no habría llegado a ninguna parte, no sería absolutamente nada, no se habría hecho el nombre que tiene, un nombre que está destinado a producir un impacto en el extranjero y a impresionar al intelectual provinciano.” La vida cultural de Madrid equivalía por entonces a una gran tertulia dividida entre aliadófilos y germanófilos a propósito de la Gran Guerra, pero a Ramón la política le aburría insoportablemente; hablar de política, cuando uno se podía pasar la noche del sábado enhebrando greguerías desde las diez de la noche hasta las tres de la mañana, le parecía de un mal gusto lamentable. Así que prohibió hablar de política en Pombo, y sorprendentemente encontró a otros españoles que aplaudieran la idea, y luego todos juntos fueron magníficamente retratados por Solana. La tertulia se desarrollaba bajo normas estrictas: se sentaban todos alrededor de una mesa larga, tocados con sombreros de copa, bajo la atenta mirada de la Virgen del Carmen que presidía la sala. El local estaba alumbrado por luz de gas y constaba de un buzón donde depositar las cartas dirigidas a Ramón. Algunos divanes rojos y anchos espejos de caoba para calibrar el efecto de tu agudeza en el compañero adyacente. Y así se crea un movimiento literario.

Para aguda, la tertulia asturiana que lideraba Clarín, bien flanqueado por Palacio Valdés, en lo que hoy son las dependencias del Teatro Reina Victoria –en el 24 de la Carrera de San Jerónimo- y que el padre de Ortega y Gasset bautizó como el “Bilis club”. Los chistes malos eran castigados con severidad. La invectiva contra los mandarines culturales del momento, una obligación jubilosa. La crítica feroz de las novedades editoriales, un vicio sádico. La sátira, un medio de ganarse la vida a través de las diversas revistas que en aquel café diabólico se fraguaron para desesperación de los malos escritores.

En el abigarrado laberinto de callejas acorraladas entre Atocha y la Puerta del Sol sucede casi toda la historia literaria de España. Hubo unos años en que la calle del León, donde uno se arregla las camisas o compra la fruta, hacía coincidir los paseos cotidianos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Góngora. El día que eso pasaba los vecinos se metían corriendo en casa, lógicamente. En el 18 de la calle Huertas vivía el manco de Lepanto; la paralela calle Lope de Vega vio expirar del todo al fénix de los ingenios, cuya legendaria feracidad asombraba a Truman Capote; las calles de Cervantes y de Lope están unidas por una travesía, hoy llamada de Quevedo, donde vivió alquilado Góngora diez años: el cabronazo padre del conceptismo lírico, en uno de los escasos momentos en que no andaba preso por orden de algún valido susceptible, logró reunir el dinero suficiente para comprar aquella casa y echar a su odiado inquilino culterano a la puta calle en pleno invierno, desahucio fáctico con escrache endecasílabo. Faltaba mucho todavía para la invención del corporativismo, señores, así como para la del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Pues bien, internándonos por la cercana calle de la Victoria descubriremos que a su costado se abre el coqueto Pasaje Matheu, un reducto afrancesado en el corazón castizo de Madrid, como Little Italy lo era de lo suyo en Manhattan. En una de sus esquinas se estableció en 1867 el Café de Francia –hoy tugurio bachatero-, que acogía a los conservadores, y en la esquina de enfrente abrió en buena lid el Café de París, guarida de los jacobinos donde actualmente se levanta un moderno y señorial Café de Levante que no tiene que ver con el pedigrí homónimo. A estos dos cafés extranjerizantes correspondió el honor de haber inventado la terraza madrileña. Tratándose de una importación transpirenaica, la idea no fue recibida de grado por la cejijuntez nacional, que murmuraba al pasar por allí: “Si será pequeño el local que tienen que sacar las mesas a la calle…” Pero ya sabemos lo rápido que el español recorre el trecho antónimo entre recelo y papanatismo, y ambos locales triunfaron pronto precisamente por su diferencia. El ilustrado dueño del Café de Francia fomentaba en su interior -equipado con exóticas mesas de billar- un escandaloso silencio que se rompía jubilosamente cada 14 de julio, cuando toda la colonia francesa del Pasaje Matheu se reunía para conmemorar la toma de la Bastilla: faroles, bailes e interpretaciones a pulmón de la Marsellesa animaban aquella nuez urbana de afrancesamiento bajo la mirada reprobatoria, suponemos, de los vecinos con abuelos caídos en el lío del Dos de Mayo.

También en Alcalá -arteria de la cultura libresca madrileña del mismo modo que la Gran Vía representaría la cultura espectáculo-, en el edificio contiguo a la famosa Pecera del Círculo de Bellas Artes (de algún prestigio aún entre la intelligentsia) que hoy, degenerando, ocupa el Ministerio de Educación, abría sus puertas La Granja del Henar donde convocaba a sus selectos regeneracionistas don José Ortega y Gasset para rajar de la monarquía, pasatiempo que luego continuaba en el Ateneo. Pero no todo iba a ser filosofar y cocinar la república: allí también celebraban su tertulia los humoristas, con Jardiel y Mihura a la cabeza. Este último hizo a menudo la estupenda elegía de aquella buena vida:

Era un mundo gracioso, en el que entrábamos de tertulia a las seis de la tarde, a las diez nos íbamos a tomar un brebaje que no me acuerdo cómo se llamaba, un aperitivo, vamos. Luego, cenábamos y otra vez de tertulia, hasta la madrugada en que nos íbamos a casa a trabajar. Por eso ahora, cuando le dicen a uno lo de la contaminación, imagínese el cachondeo que me entra, cuando me he pasado los mejores años de mi vida metido en La Granja del Henar”.

Ustedes esperarán que aquí hable del Gijón y del Comercial, claro. Más que nada por ser los únicos cafés literarios que se conservan en Madrid desde los años heroicos en que la cultura se cortaba y se pegaba, sí, pero cara a cara; sin un duro, como siempre, pero de traje reglamentario; dividida por encendidos sectarismos, sí, pero se podía fumar. Es que del Gijón ya se ha hablado mucho: de la concentración de Ruano, del premio fundado por Fernán Gómez, de la noche en que llegó Umbral y del caro menú de verano en la terraza. El Comercial era la colmena que inspiró a Cela y en sus veladores, siendo uno universitario, dejaba voluntarioso los números de su revista literaria. Ambos locales desafían aún a esa clase de traumática alteración –franquicia, entidad bancaria, sede institucional, boutique o pub- que llevamos registrada.

Bustos debutando como tertuliano en Telemadrid el 21 de junio de 2013, último eslabón en el proceso de la decadencia tertuliana.

Bustos debutando como tertuliano en Telemadrid el 21 de junio de 2013, último eslabón en el triste proceso de la decadencia tertuliana.

Hablemos por último del Café Lion, verdadero place to be durante la edad de plata de nuestra literatura. Mientras en la planta superior hacían tertulia los del 27, en el sótano llamado de La Ballena Alegre componían el Cara al Sol los escritores falangistas comandados por José Antonio. Se cruzaban unos y otros camino del baño en plena II República, pero durante un tiempo aún prevaleció la fraternidad de la pura inteligencia: no hay que olvidar que Lorca cenaba los viernes con Primo de Rivera, amigos inequívocos. Tras la guerra, el Lion aún fue destino de los Sastre, Ferlosio y Aldecoa. Ahora aquello es el James Joyce, y el simpático irlandés que lo regenta nos cuenta la historia de cómo la iglesia irlandesa subastó los muebles de sus templos para resarcir a las víctimas de la pederastia. Nos señala orgulloso la madera de sus veladores, iluminados por vidrieras con efigies de escritores españoles e irlandeses.

-¿Y por qué Saramago?

-Me equivoqué. Pensaba que era español…

En el viejo Madrid eso nunca le habría pasado. Los conocería a todos.

(Jot Down, número 4, junio de 2013)

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21 junio, 2013 · 15:52

Tony Soprano a las puertas del Cielo

Se rodaron varios capítulos alternativos para el cierre homérico de Los Soprano. Acaba de rodarse el definitivo y sí, al final Tony Soprano también muere. En la capital de Italia y de paro cardíaco, quizá a causa de su glorioso sobrepeso, contrapartida paradójica de un minimalismo gestual de actor-iceberg, con una torrentera de emociones apuntadas en la comisura de los ojos; quizá a causa de los seis cafés diarios que confesó tomar en esta reunión didáctica con los alumnos del Actors Studio. En aquella ocasión, el entrevistador le dirigió una última pregunta hoy escandalosamente significativa:

-Llegas a las puertas del Cielo. ¿Qué te gustaría que Dios te dijese?

-«Ponte al frente de esto, que tengo que salir un momento». ¡Pensad en las posibilidades!

Desde que supimos de tu muerte no hacemos mas que pensar en ellas, sí. Que el regazo terapéutico de la doctora Melfi te haya acogido en su consulta eterna, amén.

Jennifer Melfi y Tony Soprano: el mejor dúo de la historia de la televisión.

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