[Reproduzco, por si fuere oportuno, la crónica de mi única rueda de prensa con Mou cubierta para La Gaceta. Se publicó el 14 de octubre de 2011. Fue la vez que más cerca he estado de Mourinho. No descarto, por supuesto, estarlo más un día. Si la crónica tiene interés es porque refleja un estado de la relación del periodismo hacia Mou aún previo al napalm, la calumnia que algo queda, la venalidad inflamada del gañoterismo lerdo y la caza del salmón con bomba de racimo multimedia. Ya se intuía que todo acabaría mal, pero aún se guardaban las formas y la presencia de Mou generaba más expectación que saliva pavloviana. Aún se hacían preguntas deportivas y aún no salía Karanka. Se percibía de hecho una natural complicidad en el gran tinglado: por entonces todos cumplían más o menos con su papel. Por eso pertenece al umbrío ámbito de la psicopatología hispana la causa por la que José Mourinho acabó excitando sólo lo peor de la prensa deportiva mayoritaria, cuando debió haber motivado piezas antológicas de periodismo Mailer. Adiós, querido Mou. Gracias y hasta pronto, señor de los banquillos.]
Para alguien como uno, que ya celebraba los goles del Madrid chapoteando en el líquido amniótico, que simpatiza irremediablemente con los caracteres soberbios y punzantes –si van apuntalados por el talento– y que de hecho considera el mayor error de Felipe II no haber ubicado la capital del Imperio en Lisboa, asistir por primera vez a una rueda de Mou viene a ser como poder elegir ministerio para Gallardón. Medité pasarme la noche de la víspera releyendo a Clausewitz y abrillantando mi Beretta, y el compañero Tenorio me advirtió oportunamente: “Tienes el kit en mi cajón: machete, lata de anchoas, brújula, linterna y botiquín”.
Enfilo el Polo hacia Valdebebas, que sólo se distingue del Muro de Berlín porque no hay alambre de espino, no descartemos que Mou lo haga instalar esta temporada. Qué barbaridad, oigan, aquello parece el Pentágono. Se lo comento a un par de colegas con los que peregrino hacia la sala de Prensa, una vez que el patrullero de guardia ha confirmado nuestras identidades periodísticas y nos sube la barrera, ya cerciorado de que ninguno de los tres somos Pito Vilanova.
—¿El Pentágono? Qué va, hombre, ojalá. El Pentágono por lo menos desclasifica papeles cada 10 años. Aquí como mucho pega una rajada por Twitter Iván Campo mucho después de haber abandonado el club.
—Guti sí que era un tío que se vestía por los pies —tercia el segundo—. Si algo no le gustaba, lo decía. Aunque llegara tarde al entreno y de resaca…
—Transparente no es el adjetivo que uno asociaría al Madrid, no… Ah, y otra cosa que es culpa de Mourinho: ¿cuándo va a dejar de hacer este pu… calor?
El gremio del periodismo deportivo engaña mucho, porque la simpleza aparente de tanto titular obvio –democracia obliga– contrasta en el trato corto con un sarcasmo ágil, una camaradería afilada que te gana enseguida. En la sala los reporteros ponen en común las preguntas que van a hacerle a Mou para no repetirse, rememoran aquel partido en El Molinón que retransmitieron de resaca, se preocupan por el ERE anunciado en la empresa de un colega o comentan un artículo de Gistau.
—¿Hará mucho frío en Bosnia? —inquiere un inteligente reportero de los que viajan siempre con el equipo.
—La verdad es que es fácil meterse con Valdano, pero… ¡qué difícil decírselo a la cara, con lo elegante que va siempre! —manifiesta un locutor radiofónico.
—A riesgo de parecer impopular, he de decir que he hojeado la novela de Pepe Mel y no parece del todo mala… —informa un tercero.
Una azafata uniformada que ríete de Carbonero me pregunta si quiero preguntar. Le contesto que aún no estoy preparado, gracias. Una suerte de regidor dispone luces y sillas con mucho ringorrango y se asegura de que todos los periodistas están en sus puestos. La verdad es que aquello se antojaría una liturgia algo ridícula si olvidáramos la sentencia de Shankly: “Para algunas personas, el fútbol es una cuestión de vida o muerte. Pero es mucho más importante que eso”.
Aparece Mourinho. Camiseta de jugar y chándal. Sorprendentemente, no invade la sala el característico olor a azufre del que van previniéndonos los hare krishna del Gandhi de Sampedor. Me he sentado bien centradito y me clava los ojos: no le suena mi cara, claro. A la primera pregunta –si sacará “el equipo de siempre”– ya empieza por parar y templar: “No sé cuál es el equipo de siempre”. Y prosigue administrando su metódica, teatral sentenciosidad indomeñable. Apenas gesticula, le basta la voz. Responde ensimismado, la mirada perdida salvo cuando un nuevo reportero toma el micro, momento en que le clava los ojos al modo de inyecciones preventivas de epidural. Al que trata de provocarlo, lo deja sin respuesta; al que le plantea una cuestión inteligente, le concede una adicional. Disimula la satisfacción que le produce el amor que acaba de declararle otro rockero, Noel Gallagher. “Hay gente que te aprecia y gente que te detesta”. Pues eso.