Acaban de echar el cierre las jacarandosas casetas de la Feria de Córdoba que en este mayo he conocido por primera vez. Córdoba es una ciudad milagrosa, más discreta que Sevilla y más honda que Granada, celosa de su centro imponente de cal cristiana y arena mora, recorrida por mujeres de una belleza cruel y mitológica. El displicente carácter cordobés obedece, creo yo, a la añeja conciencia de un linaje demasiado glorioso como para necesitar publicidad, blasonado por estoicos de la pluma o del estoque desde Séneca hasta Manolete, por filósofos heterodoxos como el rabino Maimónides y el musulmán Averroes, por poetas como Luis de Góngora o el admirable Ibn Hazm, quien nos legó este impresionante cántico a la libertad individual –les madruga en unos cuantos siglos el ideal emancipatorio, renacentista e ilustrado, a Giordano Bruno y a Juan Jacobo Rousseau– cuando se enteró de la quema pública de sus obras en la taifa de Sevilla:
Dejad de prender fuego a pergaminos y papeles,
y mostrad vuestra ciencia para que se vea quién es el que sabe.
Y es que aunque queméis el papel,
nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo,
viaja siempre conmigo cuando cabalgo,
conmigo duerme cuando descanso
y en mi tumba será enterrado luego.
Corría el siglo XI, y Córdoba perdía la capitalidad económica, cultural y política del mundo conocido al compás de la decadencia de la dinastía omeya y la quiebra correlativa del califato, que se disgregó en taifas autónomas y vulnerables para alborozo de los reconquistadores cristianos. Ibn Hazm era hijo de un ministro de Almanzor, había llegado a visir y no quiso o no pudo adaptarse a los nuevos tiempos, que es lo que haría cualquier tertuliano avisado de nuestros días con el cambio de color de una legislatura. Su defensa del legitimismo omeya, apellido que había patrocinado durante el esplendoroso siglo X una edad pocas veces igualada de refinamiento cultural, le acarreó el dictamen de heterodoxia primero y la orden de destierro después, como suele pasar siempre que adviene un revolucionario resentido a arrellanarse en el cojín de tus padres, tipo miliciano del 36 en el Barrio de Salamanca. Cuando Ibn Hazm comprendió que de obstinarse en la política acabaría entregando el cuello al alfanje, decidió torcer por la filosofía, el derecho y la poesía amatoria, para enhorabuena de la Filología: confeccionó El collar de la paloma, híbrido de tratado filosófico sobre el amor, memorias y antología lírica que forma una de las cumbres más incontestables de la literatura medieval. En ella vemos compilado el saber humano disponible en la aristotélica Córdoba de su tiempo, que no es la Córdoba de las Tres Culturas ni falta que le hace, porque la cultura nunca es una ósmosis colectiva ni homogénea: no existe algo así como Cultura Uno saludando por el zoco a Cultura Dos; existen los individuos cultos cultivándose unos a otros. Hazm lo era y por cierto que pagó el precio.
Otro cordobés culto de quien la editorial Renacimiento de Sevilla acaba de publicar su obra más célebre, Guía para descarriados, fue el judío Maimónides, que vivió un siglo después que Ibn Hazm y al que el judaísmo considera el único rabino posbíblico parangonable a los autores del Viejo Testamento. Maimónides fue teólogo, filósofo, médico prodigioso y amigo de Saladino, pero lo que de verdad le caracterizó fue la lectura de Aristóteles, que le persuadió de la bondad del uso de la razón más allá de lo razonable en su tiempo. El fanatismo almohade invadió en 1148 la Córdoba otrora ilustrada, forzando a la familia de Maimónides a fingirse conversos al Islam y a cambiar de provincia andaluza cada tanto, no bien se atisbaban moros en la costa. Como judío en un Al-Ándalus mahometano e inteligencia de primer nivel, Maimónides dominaba el árabe tanto como el hebreo, el Corán tanto como el Talmud. Pero eso de meterse a exégeta coránico bajo el escandaloso presupuesto de la armonía entre fe y razón no gustó nada a los almohades, más partidarios de la literalidad pura, que siempre es el partido que toman los tontos. La comunidad hebraica más ortodoxa no se privó tampoco de anatematizar esa Guía para descarriados que propone al judío vacilante el uso resuelto de la razón natural para todos los ámbitos de la vida no intervenidos por el dogma de fe. Por el contrario los cristianos –en concreto la escolástica– sí valoraron en lo debido los esfuerzos de Maimónides hacia un sincretismo plausible entre aristotelismo y religión que no mucho después aprovecharía Tomás de Aquino con los monumentales resultados sabidos. Huyendo de los almohades fijó Maimónides residencia en Almería, y en ella cobijó a su admirado Averroes, cuyas tesis helenizadas tampoco despertaban digamos un entusiasmo paroxístico entre sus hermanos musulmanes. Y ahí tienen ustedes al moro más listo conviviendo con el judío más inteligente para edificación del cristiano más sabio y a escondidas del régimen más lerdo, que finalmente obligaría a Maimónides a exiliarse a Egipto.
Todas estas aventuras intelectuales y algunas más sucedieron en Córdoba en los albores del segundo milenio de nuestra era. Ahora que alborea el tercero queremos decir que la inteligencia y el conocimiento, al contrario de lo que piensan los pedagogos de progreso, no constituyen metas garantizadas al término de la carrera lineal de la historia, como tampoco constituirán nunca etapas superadas el dogmatismo y la intolerancia, porque la historia no es lineal y se repite como farsa. Queremos decir también que civilizaciones ha habido muchas, y religiones importantes tres, pero cultura sólo hay la que construyen los hombres solos doblados de codos sobre los libros clásicos. Queremos decir por último que el autodidactismo es la gimnasia crónica del hombre libre, y que sin ir más lejos Twitter está infestado de almohades.
(Publicado en Suma Cultural, 10 de junio de 2013)