
No parece la imagen de un mártir del periodismo, porque los mártires no mueren en la cama. Pero ese que vemos ahí, atendiendo al teléfono desde la cama de la legendaria habitación 383 del Palace -fotografiado por un enemigo piadoso o por un amigo zumbón-, es un hombre completamente vaciado. Un faraón del columnismo eviscerado columna a columna. Un héroe sacrificado en el altar del sagrado respeto a sus lectores. Tanto los respetó en vida que los conserva seis décadas después de su muerte, evitada a tiempo en una habitación de hotel, ocurrida finalmente en una desangelada clínica de Madrid, esa ciudad donde las noticias que desayunamos por la mañana están maduras a la hora del aperitivo, caminan encorvadas por la tarde y bajan a la fosa miserable del olvido cada noche.