
El madrileño ha necesitado 40 años para descubrir que Madrid es una forma de relacionarse con el tiempo antes que con el espacio. Estos días la ciudad da su mejor cara, fría y luminosa como el pilón de una fuente neoclásica. Una lluvia maniaca ha lavado las calles hasta dejarlas irreconocibles, de modo que los pocos madrileños que no se han fugado a la blanca montaña o que no se ocultan en su aldea primigenia -ya se sabe que el madrileño fetén no es de Madrid- recorren asombrados los rincones que creían familiares. Y se detienen confundidos, mezclados estratégicamente entre los turistas, porque no recordaban que su ciudad fuera tan hermosa.