
A Federico el Grande de Prusia le molestaba la presencia de un molino contiguo a su palacio. Las aspas afeaban la vista del paisaje desde sus salones, así que le hizo una oferta irrechazable al molinero. Ignoraba que el corazón de la gente del campo es insobornable, razón de que los enemigos de la propiedad se hayan entregado con periódica fruición al exterminio del campesinado, de Robespierre a Mao pasando por Lenin. Aquel hombre rechazó el dinero real, que primero duplicó y luego triplicó el valor de mercado del molino. Enfurecido, Federico amenazó con expropiar al molinero por la fuerza y sin compensación económica. Pero el campesino conocía sus derechos: viajó a la ciudad y pidió amparo al juez. Cuando fue llamado a presencia del rey -convencido este de que el molinero venía a rendirse- traía una orden judicial que obligaba a Federico a respetar la propiedad de su súbdito. Y el monarca, al que no por nada apodaron el Grande, aceptó la decisión que restringía su poder y exclamó, sin reprimir una punzada de admiración: «Aún quedan jueces en Berlín».