
Empieza a cundir el convencimiento de que Pablo Iglesias se cortó la coleta para que no le estorbara el manejo del piolet. Cuando renunció al escaño a la vez que a la cabellera todos pensamos en los arquetipos del indio o del torero: imágenes del fin, de descabello o retirada. Pero Iglesias, en un claro ejemplo de maskirovka soviética, se estaba yendo para quedarse. Quería el poder sin sus horarios, consciente de lo difícil que resulta conciliar la responsabilidad de un cargo electo con la ingesta masiva de series de televisión. A medida que su melena sansoniana se extinguía, la de Yolanda Díaz ganaba volumen y brillo. Demasiado brillo, concluyó pronto su arrepentido mentor. En el campamento preelectoral de Galapagar aún conocido como Unidas Podemos ha sonado el grito de guerra, y en la mejor tradición de la extrema izquierda se trata naturalmente de una guerra civil.