
Los cuarenta violadores que hasta este miércoles han sido beneficiados por la ley Montero tienen muy clara la razón por la que Pedro Sánchez pasará a la historia. Sus víctimas también, naturalmente. Pero cuando Santiago Abascal afeó al presidente su extemporánea valentía con los muertos, recibió esta rápida puntualización: «¡No es un muerto, es un dictador!». Es las dos cosas, Pedro, muchacho: un dictador muerto. Murió ya, en serio. Había que haberlo movido de sitio cuando vivía y mandaba, no ahora. Su cadáver polvoriento hace mucho que no persigue a nadie salvo en los sueños enfermizos de la izquierda atascada en el trauma de un resentimiento histórico que bloquea su progreso hacia una verdadera conciencia democrática: una que respete a los que votan distinto y acepte la alternancia sin desatar desde el poder la histeria de la caza al discrepante.