
Atrapado.
Sería interesante estudiar dónde hay más traición a uno mismo: en la genuflexión del burgués Mas ante los anarcas de la CUP, en la centralidad de Iglesias respecto de su extremismo ideológico natural o en la claudicación de don Mariano a los requerimientos televisivos. De las tres traiciones, a mí la que más me sorprende es esta última. Soñaba con que don Mariano llegara virgen de platós a las elecciones, lo que habría deparado la primera campaña rompedora en mucho tiempo -un candidato resueltamente analógico en plena telecracia-, pero al final no ha logrado imponer su vocación cenobita al cálculo de Moragas. Esta semana veremos a ese imposible telegénico que es Mariano Rajoy en La Sexta, en Telecinco por dos veces y en TVE con don Bertín Osborne.
De lo de Rajoy con Bertín sólo me da rabia que lo emita la pública: yo habría pagado por ver semejante espectáculo en Yomvi, a falta de la Champions. Noto a mi alrededor (mi alrededor es una placenta catódica donde nadamos los tertulianos) mucho aspaviento a propósito de la campaña pop que se avecina. Como si el poder y la tele no casaran como el café y la leche desde Leni Riefenstahl. Como si no estuviera muy diagnosticada ya la mutación posmoderna del sujeto político (pueblo) en sujeto mediático (público). Como si la anécdota no hubiera relevado a la categoría, y un debate interesante entre Rivera e Iglesias no hubiese quedado reducido a postureo kantiano en las redes sociales. Como si los políticos no fueran representantes calcados de los ciudadanos, que caminan tropezando entre sí por tener la vista abismada en una pantalla: ¿y cómo sino a través de una pantalla van a colocarles el mensaje los candidatos desesperados por captar su atención? Puede que una persona no se merezca su genética; pero la población de una democracia siempre se merece su política.