
El misterio, pintado por El Greco.
Hemos rodeado la Navidad de villancicos mecánicos, de campañas invasivas, de cuñados arquetípicos -de rito social, en suma- porque ya no podemos soportar sin escándalo la desnudez del hecho histórico que pone a andar nuestra civilización. Hay que reconocer que el cristianismo, como estrategia de marketing, no puede ser más torpe. Su fundador nace en un comedero de bueyes, pasa treinta años en un taller de carpintería y el éxito de su predicación se ciñe a tres años no exentos de asechanza, al término de los cuales es ejecutado como un delincuente común. Sus seguidores causarán escándalo en Roma porque reivindican el signo de la cruz, que es como si hoy los yanquis llevaran pendiendo del cuello una pequeña silla eléctrica.
Aún peor, dice Carrère, que quiere explicarse la fuerza persuasiva de la secta cristiana. Los hombres están hechos de tal modo que quieren el bien de sus amigos y el mal de sus enemigos. Prefieren ser fuertes que débiles, ricos que pobres, dominantes que dominados. La religión griega no prescribía otra cosa, y la piedad judía tampoco: antes bien una vida principal era el primer síntoma de la predilección divina, de conformidad con el sentido común humano. Pero a partir del siglo I empiezan a pulular unos hombres que no solo dicen sino que hacen exactamente lo contrario. Inspirados por el ejemplo de su líder, bendicen a sus perseguidores, reparten sus beneficios y trasladan la esperanza a una vida ultraterrena incluso al precio del bienestar más inmediato, sin que quede clara la sensatez de la apuesta. Al principio no se les comprende. Pero después los romanos, peritos en hedonismo exhausto, comienzan a envidiar la intensidad vital que los cristianos logran extraer de esa conducta aberrante. Y prende en los habitantes del Imperio el deseo de ser como ellos.