
Tom Hanks, como el idealista letrado Donovan.
Spielberg ha entregado nada menos que una película de Spielberg, gesta que probablemente hoy sólo esté al alcance de Spielberg. Sin ser redonda, El puente de los espías abunda en momentos memorables.Uno de ellos nos presenta al abogado Donovan -nuevo Atticus Finch del garantismo judicial- respondiendo así al agente Hoffmann de la totémica CIA, quien le intimida para que viole el secreto de confidencialidad en aras de la seguridad nacional, madre de todos los pretextos despóticos:
– Usted se apellida Hoffmann. De origen alemán. Yo soy Donovan, de origen irlandés. ¿Sabe usted lo que hace que ambos seamos americanos? El reglamento.
O sea, la Constitución. En la película, Donovan se queda solo defendiendo aquel sencillo axioma que insiste en que sin ley no hay libertad: los periódicos, los policías, los jueces y hasta su esposa se muestran incapaces de entender que la superioridad moral del estilo de vida americano sobre el soviético emana precisamente de la observancia estricta del reglamento. Sobre el puente de Spielberg se canjean espías pero no principios: no hay equidistancia posible, y si la CIA queda retratada en su legendaria arbitrariedad es porque el antiamericanismo es el hijo autocrítico del americanismo más noble (aún esperamos una peli castrista anticastrista). Se dice que el comunismo se derrumbó por el efecto publicitario de la industria de consumo; pero la famélica legión del Telón de Acero tenía sed de libertad, no sólo de Coca-Cola.
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