
Hamlet celta.
Soy muy consciente de lo que se espera de mí, advirtió lentamente Rajoy en un discurso notable, forma y fondo cosidos a la solemne pero no enfática voluntad del estadista desafiado. De sus palabras se deduce que ha aceptado la reducción de su larga carrera al temario único del que el juicio de la historia terminará examinándole. Y no será la corrupción, ni siquiera la gestión de la crisis: será el aspecto del paisaje institucional que deje la rebelión catalana una vez sofocada. Porque será sofocada. Desde que compartimos solar, los españoles salimos a un par de rebrotes indepes por siglo a cargo de los inquietos nobles del viejo reino de Aragón, deseosos de engordar la bolsa y adelgazar los tributos. Ambición tan vulgar que requiere generosas partidas en folclore para justificar hechos diferenciales. Pero Rajoy no es el conde duque de Olivares: en todos sus anuncios se esmera por acompañar la garantía de firmeza con la promesa de proporcionalidad. A esa facultad de la razón práctica que se basa en la experiencia y la medida los griegos la llamaban phronesis (prudentia, en latín), para diferenciarla de la sophia, que reservaban al conocimiento teórico. A la razón pura.
Si Rajoy fuera la clase de gobernante que aplica la razón pura, hace tiempo que la autonomía catalana habría sido suspendida. Pero la prudencia marianista, que complace antes a la izquierda o al centro que a la derecha huérfana de autoridad, muy pronto va a probar su condición de virtud o de vicio. Para los atenienses la democracia no era sino la expresión política de la phronesis, mientras que para los espartanos el miramiento ateniense delataba una fragilidad incompatible con el poder del Estado. Ambas ciudades se batieron en las guerras del Peloponeso, cuyo mejor corresponsal, Tucídides, recoge un episodio quizá instructivo para la democracia española de 2017.
Vuelve El bueno (Rajoy), el feo (Coscubiela) y la mala (Forcadell) en La Linterna de COPE