Las rotaciones de Zidane son como la libertad de expresión: las defendemos siempre que el titular coincida con nuestra opinión. En cambio cuando Zidane decide censurar a Kroos o a Modric -que ya hay que ser libre para eso- porque compra el excéntrico argumento de que también son humanos y necesitan descanso, o cuando el equipo rotado a conciencia empata en Levante, enseguida nos lanzamos al culo del francés para escrutar a fondo, menear la cabeza con ademán de hortelano y concluir que la flor que allí brotaba firme y cuajada de títulos se marchita ya sin remedio.
Pero a quien todavía conserva algún respeto por los hechos le resulta evidente que Zinedine Zidane, con su sonrisa preventiva y sus comparecencias susurradas, está llevando a cabo la revolución más profunda en el banquillo blanco desde que uno tiene memoria. Hasta ahora, las rotaciones las imponía la fatalidad: las lesiones, la depresión de una estrella porque se iba a divorciar o porque no conseguía divorciarse, las resacas rebautizadas como gastroenteritis por higiene mediática, las predilecciones verticales del presidente.