
Dos terrorismos.
La casualidad, concepto desprestigiado en la era de la conspiranoia, ha cosido dos terrorismos distintos al boletín informativo: el etarra, que es noticia porque reivindica que se desarma, y el yihadista, que es noticia porque reivindica que le basta armarse con un coche y un cuchillo. Pero las diferencias entre ambas factorías de terror no se limitan a su vigencia -una muere, otra renace- o a su metodología. El asesino de txapela no es menos fanático que el de turbante, y ambos se figuran soldados al servicio de una comunidad imaginaria; pero entre uno y otro se abre una brecha filosófica de siglos que marca el paso civilizatorio de la teocracia a la laicidad, de la tribu a individuo, del más allá al más acá.
Todo fanatismo postula una teoría unívoca de la salvación: una soteriología. Así como el yihadista aspira al califato universal, el etarra mataba para instaurar su propio paraíso: una Euskal Herria étnicamente pura e ideológicamente comunista. Pero el etarra -y en general el terrorista occidental de inspiración nacionalista o anarquista- planeaba sus atentados para salir de ellos con vida, al grito de gudari huido sirve para otra guerra. Sus asesinatos siempre incluían plan de fuga. Y si era detenido, se meaba encima en cuanto notaba la mano de un guardia civil esposándole. Ese pis es el fluido de una desesperación laica, porque el etarra anhela vivir en su edén terrenal de caseríos blancos y verdes colinas, no en un dudoso jardín de huríes abstractas.