
Don Francisco Igea, diputado en Cortes.
En el lapso de una jornada el Congreso basculó abruptamente de un polo a otro de la oratoria, arte que declina como digna expresión de la vida pública frente al ascenso irresistible del meme y el gif. El martes por la tarde el señor Francisco Igea, médico y diputado por Ciudadanos, intervino memorablemente en la Cámara para desmontar la alegre invitación al suicidio asistido de Podemos (¡justicia poética!: ¿qué es el populismo sino un delicioso suicidio en grupo?), cuyo activista en jefe extrae las propuestas de ley de los muros de Facebook. Si queda ahí fuera algún interesado en la retórica clásica, que busque en YouTube el excepcional discurso de Igea, preciso de conocimiento, poderoso de carácter, profundo de sensibilidad. El penúltimo ejemplo de cómo la palabra bien temperada aún puede pulsar la nota más humanista de la acción política y conducirla al bien moral.
A la mañana siguiente, el activista en jefe se enfundó una chaqueta pero olvidó lavarse la boca, de modo que concatenó una ristra de exabruptos perdularios que le aseguraban el escandalito cotidiano en redes y tertulias, además de las interjecciones eufóricas de sus chikos del maíz, porque hace mucho que renunció a ampliar su electorado. Y eso que el fondo de la pregunta era pertinente: por qué abusa el Gobierno del veto presupuestario en lugar de buscar el acuerdo para legislar. Pero Pablo Iglesias es como el hermano tonto del rey Midas: todo lo que toca lo convierte en mierda. Ahora ya ni se esfuerza en impostar grandilocuencia chavista: ahora el cielo se toma por bufido. El miércoles que viene ya debería tomar la palabra su perro, calculo.