
Vieja y nueva política.
En España el primer síntoma de inteligencia es la apariencia de estolidez. Un político que parezca brillante, incluso siéndolo, hará aquí carrera corta. Será longevo el político que se trabe al hablar; que huya de los medios mientras otros se achicharran bajo el foco; que sea caricaturizado en una hamaca por viñetistas y memégrafos; que inscriba su nombre en el campo semántico de la parsimonia y la mediocridad. Así se presenta Rajoy, y así no es Rajoy en absoluto. Su mayor victoria, como la de cualquier mefistofélico avanzado, pasa por haber hecho creer a los cuñados que superpueblan España que es más tonto que el más humilde de ellos.
Durante dos años periodistas de izquierdas como de derechas, aburridos de la prosa marianista, cayeron bajo el hechizo rapero del joven Iglesias, bien para horrorizarse ante la reapertura inminente de las checas, bien para emocionarse encima por la nostalgia de la dulce guerrilla urbana en pantalones de campana. Pero en el trono de hierro, aunque pareciera vacante, se sentaba y se sigue sentando Rajoy Brey.