
Aquellos veranos previos a la revolución.
Un tópico periodístico de mucha fortuna solía advertir de otoños calientes a la vuelta de veranos pachorreros. El articulista en cuestión avizoraba crisis larvadas y estallidos sociales cerniéndose sobre septiembre como la distancia letal, inexorable, que la ciudad interpondrá con el romance de chiringuito. El otoño se convertía así en el cascabel apocalíptico que agitaba otra serpiente de verano. Y la rentrée se pintaba tanto más tremenda cuanto menos noticioso iba resultando agosto.
Este año, sin embargo, uno no está siendo lo suficientemente alarmado por artículos casandristas, quizá porque ya hay bastante noticia con las negociaciones de investidura y bastante alarma con la perspectiva de unas terceras elecciones. Pero es que además el principal agente agitador de los últimos veranos ya no inspira ese terror mediático de ratón en el tobillo de la Castafiore, sino que vegeta como lagarto entre dos pieles. A los chicos del blitz del maíz se les ha agostado finalmente la revolución, cuya expectativa tantas columnas estivales socorría. Ni tienen los votos, ni la cohesión, ni la fiscalidad al corriente como para soñar octubres rojos, aunque sus cachorros menos domesticables apenas disimulan la gana de volver a montar la quechua en Sol si como parece acaban mandando los de siempre, los que se empeña en elegir el pueblo contumaz.