
El árbol y las nueces.
Si a Monedero le fluyó un Orinoco por los lagrimales cuando Chávez palmó, Iglesias se ha licuado en condolencias por la marcha de «un dirigente de estatura política gigantesca» llamado Arzalluz. La fascinación del neomarxismo mesetario por el PNV es uno de los engendros más vistosos de nuestro zoo de malformaciones ideológicas. Uno se hace de izquierdas para luchar contra el privilegio de los ricos sostenido por la explotación de las clases trabajadoras y la excepción fiscal, que es exactamente lo que gracias al cupo viene haciendo el PNV desde la Transición. Privilegio que Arzalluz arrancó a los constituyentes con la preciosa cooperación de ETA. ¿Dices, Bustos, que la actual prosperidad de Euskadi, envidiable como una Dinamarca cantábrica, se debe en alguna medida a niños destripados por bombas, hombres desnucados a balazos y mujeres enviudadas tras el giro de una llave en el contacto del coche familiar? Sí: digo justo eso. Porque la violencia no solo es eficaz en política: es muy eficaz. Por eso Arzalluz les dijo a los polimilis que no se les ocurriera disolverse, que él negociaba mejor el Estatuto de Guernica con determinadas fotografías encima de la mesa. Eso es el PNV, queridos niños.
Hoy, colonizado hasta el último caserío, los tentáculos de la criatura del padre Xabier abrazan la imaginación de los leninistas amables que no confiesan su embeleso, salvo aquella vez en que a Iglesias le grabaron loando la perspicacia de ETA por rebelarse contra la continuación camuflada del franquismo que sería el régimen del 78. En la fantasía de un mitómano acneico de póster del Che, un rojo sin violencia no es más que un socialdemócrata chupatintas. La voladura de Carrero marca el clímax de esa libido criminal que palpita en la entrepierna del buen comunista. Pero Iglesias y los politólogos afines no admiran al PNV por su Dios y sus leyes viejas, por el racismo ridículo o el historicismo de boina calada, sino por la implacable retícula de su poder. El PNV ha establecido la identidad partido-patria propia de las sociedades totalitarias sin dejar de respetar formalmente las garantías democráticas. ¿Alguien concibe que la gaviota pepera fuera asumida por todos los madrileños? Así ocurrió con la ikurriña diseñada por Arana. La hegemonía se ha cumplido. Gramsci era vasco y no lo sabía.
Aquí me encuentro con una curiosa especficación acerca de la ley española que hace Carlos R. Herrera (no, no es ese carlos Herrera) en su biografía de Juan Bautista de Anza [viejo partiquino de algún ‘pageant’ tuyo], gobernador real de Nuevo Méjico: «Aunque las costumbres del arbitrio judicial y del derecho vulgar permitían a los magistrados modificar leyes y determinar sus veredictos, el propósito de la jsticia española fue el mismo de siempre: la equidad. Este principio define la naturleza misma de la cultura legal española y conlleva el intento de proveer justicia para todas las partes ineresadas en un caso dado. A diferencia de sus contrapartidas en el norte de Europa, la judicatura española no existe para identificar claros vencedores y perdeores en las batallas judiciales. El sistema judicial, antes que eso, era un mecanismo previsto primariamente para preservar el bienestar de una comunidad. Desde este punto de vista, la esencia última de la justicia apuntaba a la necesidad de alcanzar compromisos y reestablecer un sentido de harmonía entre los litigantes». Esto en 1780, cuando nuestro hombre andaba intentando poner orden entre comanches y colonos, no hará falta decirlo, españoles. Y el caso es que,si lo ignoran (seguramente, y eso que hay un volumen de la gallarda editorial Miraguano que lo cuenta al pormenor), lo consiguió. Probablemente porque, como explica Herrera dos o tres veces, Anza era un past master en el arte del juego político y de ahí, tal vez, el sorprendente retrato que lo muestra con un chambergo emplumado tipo Caravaggio en sus más desbocados momentos, melena larga y barba florida. Alguien que pacificó a nativos bien bien bravos sabiendo seguramente la semiótica [perdón, no me quiere salir un palabro menos pedorro] del aspecto personal; algo diferente de los bigudís enharinados del marqués de Rubí y más propio para impresionar a quién había que impresionar.
Que, obviamente, no eran los abrígenes que se dejasen impresionar por Jon Idígoras [los comanches no sucumbieron al alcohol y por eso resucitaron para dar guerra y guerra cuando el reino de España plegó] o por el torno industrial que Bildu tiene presidiéndolos hoy o por el sulfuro de alta graduación que los directivos del PNV (‘botijo achaparrado’, se podría llamer alguno en comanche, pero qué más dá) enterrarán por ahí al pie de un nogal en el prado/aquelarre a cuyo pie venga a enroscarse una serpiente como en «La Pasión». Qué cambio desde vuestros ancestros, jeltzales