
Flamenco.
Tiene fama Sergio Ramos de temperamental, pero cuando se encuentra bajo presión no siempre reacciona de la misma manera: unas veces le pega un pelotazo a Reguilón y otras marca un penalti a lo Panenka. Personalmente prefiero esta segunda vía de desahogo, y sospecho que Reguilón también. En otros jugadores el penalti a lo Panenka supone un arabesco hermoso y superfluo, un regalo a la afición o a la propia vanidad del futbolista; en Ramos funciona como una terapia de choque, un arrebato flamenco para zanjar la angustia, un doble o nada. Le suele salir bien, así que ningún psicólogo puede desaconsejarle el remedio hasta la fecha.
¿Qué origina la presión que experimenta el central sevillano? Sencillo: su propio liderazgo absoluto al frente del vestuario. Este año, por primera vez desde que llegó al Madrid, nadie le hace sombra: su autoridad no admite réplica de ninguna otra estrella. Con la marcha de Cristiano -el único al que reconocía el derecho de cobrar más que él-, el capitán pidió ganar un euro más que Bale. Ya se sabe que el poder tiene sus símbolos: por el mismo precio el Santander se compró el Popular. Lo cierto es que Ramos nació para ser capitán y que al fin puede desempeñar el cargo sin oposición interna: es como si hubiera barrido en las primarias de su partido. El problema de eso es que se siente obligado a asumir la responsabilidad por todo, a portavocear los estados de ánimo del equipo en todas las zonas mixtas, a defender lo indefendible como en la fase final de la agonía de Lopetegui. Hay que admirar su valentía para dar la cara cuando el resultado invita a escabullirse en la ducha, pero la casta sin prudencia solo es útil para las remontadas imposibles. No es inteligente reclamar entrenadores a medida en un micrófono, sino apoyar discretamente la mejor opción con tu trabajo en el campo.