Archivo mensual: octubre 2018

Julen ha muerto, viva Solari

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Entrenador.

Las vitrinas del Real Madrid son las más nutridas del mundo no solo por sus sonados triunfos, sino también por sus apabullantes fracasos. Julen Lopetegui no pasará a la historia blanca por los primeros, pero ya figura con Vanderlei Luxemburgo y Rafa Benítez en la orla de honor de las etapas absurdas. Hoy sabemos el desastre total en que ha consistido el felizmente extinto lopeteguismo, desde su fichaje -al que el primitivo Rubiales respondió con coherente primitivismo- hasta su dramático empeño en excavar la sima de la estadística. Lopetegui nos ha obligado a desempolvar datos que no se registraban en el Bernabéu desde que aquello se llamaba Chamartín. Pero el más absurdo de los momentos lopeteguianos no fue la derrota en Moscú, el bochorno en Mendizorroza o la manita en el clásico, sino la victoria sublime ante la Roma: nunca habíamos visto a un equipo tan enfermo practicar un fútbol tan maravilloso. Aquello no tenía sentido, como no lo tiene la alegría en una ciudad bombardeada.

Que Lopetegui tenía que irse lo supimos pronto. Y no porque perdiera uno, dos o tres partidos; sino porque nada aprendió de cada derrota, y si lo hizo no se advirtió en el campo. Es cierto que ensayaba probaturas desesperadas -todas menos poner a Vinicius-, pero sus ideas ni concretaban un orden racional, ni fomentaban un caos productivo. El equipo no solo no jugaba bien, sino que ni siquiera transmitía otra cosa que añoranza transalpina, allí de donde vino Zidane y adonde marchó Ronaldo. El bueno de Julen vino sin flor ni prestigio, pero también sin autoridad; podría habérsela ganado, como dice Ramos, pero para eso Ramos tendría que habérsela devuelto primero. Lo único que podemos hacer para enjugar la pena que nos da Lopetegui es pensar que no muchos españoles ganan dos finiquitos en cuatro meses.

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30 octubre, 2018 · 14:47

El puzle completado

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España sin problema.

[Ensayo publicado en La España de Abel, el libro que aglutina a una generación transversal de jóvenes españoles que dejan al fin de ver España como problema cuando se cumplen 40 años de su modernización constitucional] 

Cuando tenía seis años mis padres me regalaron una caja de puzles de la Península Ibérica. Conviene disculparles: me gustaban los puzles, mis padres son españoles y hablamos de un tiempo exótico en que España aún admitía avatares inocentes como el de juguete educativo. Semejante uso infantil de la nación hoy parece restringido a Cataluña.

Recuerdo que la caja contenía un puzle geográfico, con sus ríos azules y sus cordilleras pardas, y abajo, en la esquina inferior derecha –luego aprendí que las Canarias en realidad se encontraban a la izquierda–, se levantaba sobre la isla de Tenerife la amenazadora pirámide del Teide, que capturaba mi imaginación con improbables erupciones apocalípticas. Otro de los puzles consistía en un mapa monumental que evocaba los dioramas de una guía turística, con su Giralda y su Alhambra, su Torre de Hércules y su Sagrada Familia, su Acueducto y sus molinos manchegos. Y yo hacía y deshacía el patrimonio español hasta que aprendí de memoria la ubicación de sus venerables gigantes de piedra mucho antes de poder visitarlos a todos para rendirles el tributo de mi primera admiración.

Pero el puzle que más me atraía llevaba el misterioso rótulo de “político”: sus piezas eran las comunidades autónomas. De modo que mi primer contacto con la política fue el Estado de las Autonomías. Y a fuerza de descomponer las fronteras autonómicas y de volverlas a recomponer, el niño ingenuo de los ochenta que yo era creció dando por supuesta la actual organización política de España, como se dan por hecho, desde el principio de los tiempos, el Mulhacén o el Tajo.

Más tarde descubrí que el Estado es el producto de una ardua convención con que los hombres aseguran su convivencia, y que como tal exige una concertación de voluntades sujetas a la ondulación de todas las cosas humanas: estas pueden virar hacia el conflicto y la aversión como antes estuvieron presididas por la complicidad y el afecto. Y descubrí también, a medida que ingresaba en la adolescencia, que España estaba dividida en rojos, fachas y nacionalistas –que a su vez podían ser de izquierdas o de derechas–, y que uno debía cumplir con tales militancias si quería ser un español medianamente reconocible por los suyos. Y lo que causa más placer, por los otros. Y yo, que como todo el mundo deseaba ser aceptado, me apliqué a la tarea. Escogí mi bandera. Me españolicé reglamentariamente.

Porque el español de mi quinta, como la mujer para Simone de Beauvoir, no nace español sino que llega a serlo mediante apasionadas adhesiones a una mentira heredada. Hay muchos modos de profesar fervorosamente esa mentira: en concreto diecisiete pequeñas cunas y dos grandes ideologías. Uno puede ser español orgulloso, taxativo, unívoco, y uno crece pensando que este es el modo más puro de amar a su país. También puede uno experimentar una crianza tan dichosa -normalmente en un pueblo con lengua propia, o al menos con acento peculiar– que sus afectos queden presos para siempre del recuerdo de la especificidad de su brillante pieza de puzle; hablamos del español entrañable que difícilmente alcanza a emocionarse con la ancha idea de un viejo Estado-nación, pero mata al infeliz que difame su terruño. Y finalmente uno puede recibir un día el santo crisma de la identidad propia –un dios nuevo que suele hablar por dos bocas: la de clase y la de género–, y esta toma de conciencia resulta a menudo tan violenta que expulsa de sí el cariño a los símbolos comunes en beneficio de espectrales dignidades no menos mitificadas. Es decir, que uno puede ser español por la vía recta o español por negación, pero en ambos casos lo que cuenta es que al niño le desbaratan el puzle de la España blanca de los dientes de leche y le entregan otras categorías, más complejas, un poco más oscuras. Porque son excluyentes, inasequibles al sano solapamiento. Porque el español es muy suyo, nos han dicho. Cuando en realidad llevamos toda la vida siendo la obra de los traumas de los demás.

Con el tiempo, el peso de la identidad asumida por cada español gana un peso insoportable. Tanto que hay que convertir España es una excusa de la impotencia, según la certera acusación que Azaña dirigió a los noventayochistas. Y llega un momento en que el español tiene que decidir. O suelta lastre de herencias confundidas con epifanías o abraza para los restos el desprecio de Emerson, para quien la coherencia no era más que la obsesión de las mentes inferiores. La elección más inteligente, a mi modesto entender, es la del español en permanente proceso de españolización consciente y de desespañolización castiza. En ello estoy, y me explicaré.

Yo creo que nuestro tiempo exige lo mismo que cualquier otro, es decir, matar al padre. En los casos más enconados quizá convenga además matar al abuelo. La larga crisis, el extenuante procés, el cuestionamiento del sistema demoliberal y otras calamidades perfectamente europeas están cursando en España con traicioneras febrículas de noventayochismo que debemos vigilar. Porque hay un noventayochismo mal entendido que parece agotarse en la delectación morbosa, el acento en el dolor de España, sin reparar a la vez en la sacudida regeneradora que aquellos escritores jóvenes venían a propinar, según su manifiesto fundacional: “La juventud intelectual tiene el deber de dedicar sus energías, haciendo abstracción de todo, a iniciar una acción social fecunda, de resultados prácticos”. Cuando el joven Azorín le manda el borrador a Unamuno en 1897, el vasco se apunta al programa con un agudo matiz: no se trata de hacer abstracción “de todo” sino “de toda diferencia”. Un político actual lo diría de otra manera: “Lo que nos une por encima de lo que nos separa”. Y este sintagma, de tan manido, provocará sonrisas, pero la demanda que encierra ya es inaplazable. No es momento de señalar por culpa de quién la tarea sigue pendiente, sino de acometerla de una vez. “Lo que el pueblo español necesita es cobrar confianza en sí, aprender a pensar y sentir por sí mismo, no por delegación, y sobre todo, tener un sentimiento y un ideal propios acerca de la vida y de su valor”. Azorín asintió entonces. Asentimos hoy nosotros.

Españoles nacidos en democracia: la advertencia de Machado ha caducado. Tomad vuestro volumen de Campos de Castillay arrojadlo a la piscina. Si en el siglo XXI una de las dos España vuelve a helarnos el corazón no es culpa de España, sino de nuestro “morbo histórico” –Azaña otra vez–, de nuestra culpable dependencia del maltrato de género histórico. Solo a los degenerados les pone la necrofilia. Solo se enfrían los cadáveres, las ideologías muertas. ¡Qué tierno y qué revelador fue aquel tuit en que Pablo Iglesias asumió la literalidad mostrenca de la cita de Machado y defendió que “una de las dos Españas” aludía sin más a la derecha, ignorando la ambivalencia del verso con la que el poeta avisaba también al izquierdista del hielo en la sangre que le pondrían los suyos! Ese resorte mental que solo salta hacia el pasado debe ser inutilizado. Y si hay que enterrar a los abuelos, lo haremos con manos piadosas. Pero los enterraremos muy hondo. Y les haremos el favor de no recrear sus estúpidos errores fratricidas.

El XXI español ha de ser de una santa vez el siglo de los desheredados altivos. De los desmemoriados conscientes. Se equivocaba Santayana, se equivocaba: no hay que estudiar nuestra historia para escapar a la condena de repetirla sino por el puro placer de conocerla, en primer lugar. Y en segundo, para que ese conocimiento levante un dique macizo entre el pasado doliente de España y un presente optimista, sin excusas. No compadecemos al español mediocre que clama en las redes sociales contra este país de pandereta, porque él es el panderetero mayor del reino: el desesperado buscador de excusas colectivas para su frustración personal e intransferible. Ojo con recordar, porque recordar es repetir. Ojo con la Historia, decía Valéry, porque es el producto más tóxico que haya elaborado la química del intelecto: “Hace soñar, embriaga a los pueblos, les engendra recuerdos falsos, exagera sus reflejos, alimenta sus viejas llagas, les atormenta en su reposo, les conduce al delirio de grandeza o al de persecución y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas”. Esta vez no aprenderemos que el fuego quema apoyando las manos sobre las ascuas.

El tramposo dolor de España debe mutar en la alegría animal del español sin lírica, sin lagrimeo cursi ni militancia polvorienta. La clase media ha sufrido, pero los sociólogos honestos saben que su merma ha sido políticamente exagerada y que ya está en pie, madrugando a diario en su puesto, llenando terrazas y consumiendo el fin de semana uno de esos abonos estomagantes de turismo rural. Ciertos sobrerrepresentados portavoces de la generación que no vivió la Transición la impugna con resentimiento y aporta prolijas explicaciones de su fracaso; pero jamás se plantean la única pregunta pertinente, el único enigma en pie a despecho del mester de hechicería historicista: por qué España ha tenido éxito. Evidentemente no sabrían responderla.

Así que el hechizo lastimero de España está roto, damas y caballeros. Se jodió la manera más eficaz de seguir jodiendo el Perú, que es preguntarse constantemente cuándo empezó a joderse. Jodidos están los ojos de quienes no quieren ver que hace mucho tiempo que España, su desvaído trapo rojigualda, su himno modesto y vital –el único que ha tenido la deferencia de carecer de letra- y su descentralizada trama de afectos cuenta una historia de superación salvaje, de democracia sin más adherencias que las que proyecta el coro lúserde los esclavos del ayer. A los de los ojos limpios pero cansados de ver división y precariedad, que nos ayuden a detectarlas y corregirlas. A los del glaucoma de la ubicua decadencia, que se lo traten en el especialista: que se lo hagan mirar. Luego, ya curados, nos reagrupamos todos y aprobamos el primer punto del orden del día: volver a dar por supuesto el mapa de las autonomías. Completar una última vez el puzle, enmarcarlo, fijarlo a la pared y salir al patio. Que la vida está esperando, españolito, y no piensa quedarse a oírte llorar.

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29 octubre, 2018 · 12:01

Las dos Carolinas

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La derrota.

Dos Carolinas: Punset y Bescansa. Una profesión: la política. Y un abismo entre ambas. La valenciana, tras probar otras militancias, aterriza de pie sobre un Cs en expansión: diputada, portavoz, miembro de la Ejecutiva y eurodiputada. Cuando las cosas en su partido no marchan como quisiera, inicia una aproximación a otras, digamos, sensibilidades que culmina en una romería en coche oficial a Waterloo. Cinco minutos antes de que la echen, fabrica una coartada de canónico victimismo: machismo inaguantable y nacionalismo español. Dos cargos que, si no se prueban, destapan el refugio más concurrido del pícaro español. Su catadura se aclara cuando le preguntan si devolverá su jugosa acta de eurodiputada.

A la gallega no se le conocen carnés previos a Podemos. De hecho es fundadora del partido. Cuando la tensión entre otros dos fundadores, Iglesias y Errejón, se le hace insoportable, decide no alinearse. Critica públicamente la deriva soberanista del partido en la crisis catalana. El oficialismo termina de arrinconarla cuando le atribuye maniobras para desbancar al líder. Es relegada al gallinero y desaparece de los medios. En un último intento por sobrevivir, disputa las primarias al candidato oficialista y pierde. Acto seguido, anuncia que concluirá su trabajo en las comisiones, entregará el acta y volverá a dar clase.

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28 octubre, 2018 · 23:01

‘Pedrisco’ Sánchez cae sobre el 78

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Para vislumbrar urnas ha de achinar los ojos.

Todo esto no es más que un paréntesis de furia hasta que el inminente ciclo electoral decida la vigencia de la España del 78. En 2020 sabremos si se destruye del todo o se refunda: lo que quieran los votantes. Entretanto, el sanchismo es una corta legislatura maniquea o un largo musical para mileniales en el que la oposición carga con el papel de villano y el protagonista teatraliza su propia grandeza como si nunca fuera a caer el telón. Hoy le tocaba lucir a Pedro Sánchez el traje de estadista europeo. Y si uno prescindiera de sus hechos y de sus alianzas, si uno cayera por primera vez en el hemiciclo, no podría sino asentir a declaraciones tan juiciosas como que los rupturistas del Brexit deberían reflexionar o que la estabilidad es un valor muy importante del europeísmo. Pero el actor que llegó al poder y se mantiene en él con los votos del rupturismo catalán y del populismo eurófobo no puede pretender que le creamos el amigo más fiable de Juncker y Tajani. Ya hemos dicho que todo en Sánchez es falso, empezando por su voz y terminando por sus transfusiones de sangre.

El obstinado maniquí que nos gobierna estuvo este miércoles de visita oficial en España antes de volver al aire, de donde no bajará ya hasta Navidad porque sabe que dejarse ver mucho le perjudica y porque teme que si pisa suelo español lo metan en el Senado a explicar el plagio de su tesis. «Yo siempre he creído que la política consiste en convertir los ideales en realidad», dijo, y puede decirlo porque el ideal de nuestro Kennedy comprado en los chinos se reducía a dormir en Moncloa como fuera. La pregunta es cuánto tiempo más dormirá en palacio y en qué estado amanecerán las instituciones del país después de su última noche allí. En el pasillo todos los reporteros coinciden en la misma apuesta: Sánchez no aprobará sus Presupuestos por la lealtad indepe al relato de sus presos, pero le da lo mismo porque culpará a todos los demás de tener que prorrogar los de Rajoy para apurar hasta el último día de poltrona, confiando en que la opinión pública haya sido domada en su favor para entonces.

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24 octubre, 2018 · 17:10

Julen el breve

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Lo intentó.

Siempre conmueve la voluntad de resistencia de un hombre acorralado, aunque lo acorralen con motivo. Nos embarga la empatía -antes lo llamábamos conmiseración- con Lopetegui cuando, negando lo que a gritos expresa su rostro, advierte a los periodistas de que si pretenden ver a un entrenador hundido no le miren a él. Y adónde van a mirar, si el realizador del Madrid-Levante enfocaba su triste figura tras cada pifia como el gato que se pasa el ratón de una zarpa a otra. Lopetegui ha salido ya de todos los grupos de Whatsapp de madridistas menos del principal, pero se afana en vivir de blanco con la cipotuda obstinación del Caballero Negro de los Python, aquel que aún pedía guerra desde el suelo después de perder los brazos y las piernas: «¡No huyáis cobardes, esto es solo un rasguño!». En este plan llevamos un mes.

Lopetegui lo ha intentado y ha fracasado. También esto lo previó –Carmena diría preveyó– un capítulo de los Simpson, cuando Homer extrae una sabia moraleja del esfuerzo estéril de sus hijos: «No os esforcéis». Julen debe dejarse ir sin esfuerzo, como las ostras sin perla que el temporal arranca de la roca. No es nada personal y sabía las condiciones. La apuesta no ha salido y el Madrid no puede mantenerla más tiempo. Lo suyo sería destituirle antes del partido contra el Levante o contra el Alavés, y dado que eso es metafísicamente imposible, antes del Clásico. Ningún entrenador del Real Madrid desde Toshack ha desperdiciado tantas oportunidades para la redención.

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Lo bien que lo pasé contando mi vida y cantando con el Grupo Risa en COPE

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23 octubre, 2018 · 10:47

Oféndete, Andalucía

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Patria.

Ha cometido Isabel García Tejerina el peor error que un político posmoderno puede cometer: decir la verdad. O al menos acercarse demasiado sin el debido látex retórico. Fascina la ingenuidad de Tejerina cuando a diario se prenden hogueras digitales bajo el culo de los columnistas que contravienen la omertá identitaria, sea de género, de clase o de leso terruño. Reconocer en televisión la brecha documentada entre alumnos andaluces y castellanos: a quién se le ocurre. Y encima una del PP, con fama de elegante en las revistas y cuenta corriente muy saneada: la clasista perfecta. A Susana Díaz le faltó tiempo para envolverse en la túnica solemne de Blas Infante, padre de la insultada patria andaluza, humilde pero digna, doblada pero no partida. Oféndete y vencerás.

Como yo no me presento a las elecciones, ni mi futuro depende de la explotación clientelar del victimismo, ensayaré algunos pensamientos libres. Por ejemplo que Andalucía no existe, sino solo los andaluces. Y que los segundos, los individuos concretos, llevan demasiado tiempo siendo víctimas de la primera, la coartada abstracta que siempre se convierte, según Johnson, en el último refugio de los canallas. Los electores andaluces deberían ser los primeros en exigir de sus representantes el amor sincero de la reforma y no el gemido reaccionario de la santa tierra. Como si la tierra no fuera, efectivamente, de quien la trabaja. Y los exámenes de quien los estudia.

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20 octubre, 2018 · 20:37

Mucha coreografía, poca diversión

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Macbeth comprado en los chinos.

España es un país con un presidente que ni gana ni convoca elecciones cuyo poder depende de los enemigos de la Constitución y cuyos Presupuestos se negocian en el trullo entre un golpista beato y un antisistema con chalé. Lo que no sabemos todavía es si esta descripción tristemente objetiva de la realidad corresponde a las luces de bohemia de un olvidable paréntesis en la historia de la cuarta economía del euro o si avanza el mero prólogo de una degeneración más profunda de la que, al cabo de un sexenio ominoso de sanchismo, emerja una confederación de repúblicas deficitarias, unidas únicamente por la alienante propaganda de sus muecines mediáticos y por el voto clientelar regado con impuestos.

La legislatura de Sánchez es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, pero nuestro Macbeth plagiado de El rincón del vago guarda con el original la semejanza de la genuina carencia de escrúpulos. Hará lo que haga falta por retrasar las urnas hasta que sus publicistas hayan terminado de confeccionarle el traje del emperador: se cobrará la salud mental de Lola Delgado obligándole a resistir, enterrará la carrera de Calviño o humillará a Borrell y a Felipe VI por un voto indepe más. Porque no nos gobierna un político al uso, sino un hombre herido que un día juró venganza y al que la sonrisa del destino le concedió la dulce posibilidad de practicarla a costa de nuestras instituciones y de nuestros bolsillos. Es todo un espectáculo contemplar desde la tribuna de prensa cómo le aplauden a rabiar todos esos diputados susanistas que venían a susurrarte la calaña de Pedro, lo loco que estaba, el peligro que suponía. Y ahí les tienen ahora, partiéndose las manos por un puesto en las listas. Qué no escribiría Balzac con semejante acopio de enternecedora fragilidad humana.

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17 octubre, 2018 · 14:27

Luis Enrique hace un Lopetegui

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Lopetegui.

No la cagábamos así contra Inglaterra desde el siglo XVI, y eso que el Guadalquivir parecía más navegable que el Canal de la Mancha. No es que la flota española topara contra los restos de Leslie; los elementos que la hicieron naufragar en Sevilla no solo tienen nombre sino también apellido: Sergio Ramos, Nacho Fernández, Marcos Alonso, Saúl Ñíguez, etcétera. ¿De qué sirve que España acopie hombre por hombre mayor calidad técnica si los ingleses se pasan con más precisión y piensan con más rapidez? ¿A quién le sigue engañando ese amontonamiento patatero de pases sin filo y control romo frente al metódico repliegue y la picadura fulminante de Sterling, Kane y Rashford? El fútbol, cuando se carece de un genio sin paliativos, es un juego coral de velocidad y destreza, y a eso jugó mejor Inglaterra en el Villamarín. Donde los españoles evocaron la furia frustrante de antaño y donde los ingleses jugaron verdaderamente como si hubieran inventado este deporte.

Al español y madridista al menos le tranquilizó la sensación de continuidad entre la selección de Luis Enrique y el Madrid de Lopetegui: ese íntimo desastre. En tiempos de zozobra democrática se agradece cualquier forma de estabilidad, incluida la pertinaz derrota. El equipo de Luis Enrique, que en la banda se agitaba como un monitor de spinning, tiró el partido en la primera parte con magnanimidad de aristócrata endeudado, pero hay que reconocerle al asturiano que movió pronto el banquillo y se encomendó a Ceballos y Alcácer, y los muchachos respondieron. Ceballos asumió el mando y el temprano gol de Alcácer al comienzo de la segunda mitad logró desprecintar el coraje que España se había dejado en el autobús, entre el cargador del móvil y la vergüenza. Los de Lucho empezaron a atacar con intensidad y los de Southgate, que ya no gasta su icónico chaleco, se abotonaron su corsé táctico hasta la nuez para disimular el miedo.

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16 octubre, 2018 · 11:16